«Me aburro, me aburro, me aburro.»
El tiempo se hacía eterno. No podía decir ya si llevaba horas, días o meses allí abajo, sin más luz que el tenue resplandor del campo mágico de agua, si más compañía que su cuerpo. El plexus cercano impedía que cayera en narcosis, pero era demasiado débil como para permitirle desplazarse.
«Me aburro, me aburro, me aburro.»
Hay que ver cómo pueden torcerse las cosas en un segundo. Y mira que habían empezado bien, después de que Pírixis encontrara a sus Hijos y, con ellos, a su perdida hermeteca. Hablando con ellos, consultando los libros y juntándolos con los retazos de información proporcionadas por la visión en el agua de roble, habían encontrado con rapidez el sitio donde, esperaban, los dos druidas habían escondido su extraño libro.
Habrá quien diga que seguir visiones proféticas es de locos, pero la cueva estaba allí. Y las trampas, también. Y los acertijos les sirvieron para sortearlas, como la de la mano en la encrucijada. Y luego habían llegado a ese callejón sin salida y se habían dado cuenta de que los huecos en la pared que les cerraba el paso representaban el cielo nocturno. Y la respuesta al siguiente acertijo era «Perro», sin duda, pero… ¡Hay dos perros, el mayor y el menor! ¿Cuál de ellos sería la respuesta? ¿Qué pasaría si fallaban?
Por si las moscas, se había hecho un arnés con las cuerdas que traían y se había atado sólidamente a las gruesas raíces que flanqueaban la pared, y también le había dejado todo su equipo (armas, conjuros, estasis) a Pírixis. Atada (o, mejor dicho, atado, pues su simulacro era masculino) había ido introduciendo clavijas en los agujeros correspondiente a Canis Maior. Que era la respuesta incorrecta. Hubo un sonido como de engranajes, cadenas y contrapesos y el suelo se había abierto en dos, descubriendo la habitual trampa de foso y estacas (como hemos dicho alguna vez, debían fabricarlas en serie). ¡Ja!
La sonrisa desdeñosa tornose en grito de pánico cuando el arnés cedió. La caída fue breve, aunque se hizo eterna y terminó con un chof definitivo que marcaba el fin de la vida del pobre teólogo que había sido su simulacro desde Áquila. Sobre su cabeza, mientras intentaba liberarse del cuerpo muerto, la trampa se cerraba.
«Meaburromeaburromeaburro.»
Oscuridad y soledad inmaterial desde entonces. Atrapada en el pozo junto a su simulacro muerto, Menxar esperaba, agotando su paciencia a marchas forzadas, la vuelta de Pírixis. ¿Cuánto podía tardar en recorrer el cuarto de legua de túneles, subir el acantilado, ir ría adentro hasta la aldea, engañar a un pardillo y traérselo? Un momento… ¿Se lo habría comido por el camino y había tenido que volver a por otro? ¿La había echado el guante el Temple? ¿Cuánto tiempo llevaba ya ahí dentro? ¿Sería ya invierno?