Nephilim — Sigbert y Pírixis

Los años como dama del lago en la corte de su hijo (adoptivo) Arturo la habían enseñado a mantener el rostro impasible ya estuviera Mordred a las puertas de Camelot o un ciervo blanco pisoteando las mesas del banquete. Su rostro fue una máscara inexpresiva cuando vio entrar al anciano, una momia reseca mantenida por el brillante fulgor de su alma, más cerca de la Iluminación que todos los nephilim que había conocido en su vida. Y una momia en muy buen estado para haberse ahogado hacía treinta años. Avanzó con el crujido del pergamino reseco y se recostó frente a la selenim.

Varios acólitos lo acompañaban y fueron ahuyentando a las mujeres con grandes aspavientos y bastonazos bien dirigidos. Cuando hubieron desalojado la casa, uno de ellos levantó una mesa caída y la puso entre el anciano y Pírixis; otro apareció con té humeante y sirvió un vaso a la dama y otro al anciano; un tercero depositó una bandeja de pastelitos de almendra y miel y otros dos, con los bastones aún en la mano, recogieron todos los cojines de la sala y levantaron un mullido trono alrededor de su maestro. Luego, los cinco hicieron una reverencia a su señor y otra a Pírixis y abandonaron la habitación. No, la misma casa, a juzgar por el sonido de los pasos.

Durante todo momento, Pírixis mantuvo hierática expresión, sin que mirada o gesto alguno revelara la presencia de su fiel gladio —aquél forjado por Gofannon siglos atrás— envuelto en la capa de viaje, a su izquierda. No intentó nada contra los acólitos ni cuando éstos se fueron. Mantuvo el silencio, esperando que el viejo teutónico hablara. Tuvo que esperar un rato, mientras el viejo la examinaba de arriba abajo con un brillo entre divertido y nostálgico en la mirada. Por fin, habló. Y lo hizo con la misma voz sonora y carismática con la que se ganó su confianza treinta años atrás, en las laderas del Montségur.

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Nephilim — Los años oscuros

Cuando empecé con el blog, una de mis intenciones era narrar una vieja campaña de Nephilim que nos marcó a mis jugadoras y a mí. La campaña se desarrolló en tres cursos lectivos, en la universidad, entre 1998 y 2001. Cogí un buen ritmo al principio, ventilándome la primera temporada de la campaña (Akhenatón-Jesús-Arturo) en año y medio. Pero con la segunda, ¡ay! Con la segunda llevo desde junio de 2009 a un ritmo cada vez más tectónico. Hay varias causas para este bajón de ritmo: he vuelto a jugar de manera regular, por lo que el tiempo que antes dedicaba a las entradas de Nephilim ahora lo dedico a preparar partidas y luego a resumirlas; también encontré un trabajo que me encanta pero que me quita las ganas de usar el ordenador después de la jornada laboral. Por último, me he adentrado en un segmento de la campaña bastante oscuro, flojo y del que apenas guardo notas.

Un poco de resumen: estamos en el siglo XIII. La trama principal de la campaña, el Grial y su destino, se me murió muy rápido al perderlo las jugadoras a manos de la Prieuré. Los intentos de buscar pistas sobre su paradero fueron infructuosos por escasos y poco motivados, prefiriendo las jugadoras centrarse en las tramas personales de sus respectivos personajes. La trama de Caos, entonces aún la trama personal de Menxar, se cerró súbitamente con la inesperada muerte de Sarrask. La trama Selenim de Pírixis, a falta de aparecer un pnj importante para el siglo XX, estaba completa también. Y la jugadora de Yaltaka, la más dotada para tirar del grupo (barranco abajo, las más de las veces), nos dejó una temporada por caer en brazos de Cupido. Añádase a esto mi inexperiencia en aquel entonces y que mi tiempo libre se lo llevaba el final de la campaña, el enfrentamiento contra el Temple.

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Invierno en Bizancio

Estaba bien entrado el otoño de 1244 cuando los Guardianes del Grial, Menxar y el fénix llegaban a Bizancio, exhaustos y desanimados. Siguiendo las indicaciones obtenidas en un refugio cercano a la ciudad, localizaron la pequeña taberna portuaria que hacía de tapadera del Sapo verde. Allí, por primera vez en meses, fueron recibidos con los brazos abiertos. Dashiell, encarnado en un orondo y pelirrojo hombre de mediana edad, acudió a darles la bienvenida en cuanto supo de su llegada, les cedió unas habitaciones donde pudieran asearse y descansar y organizó un pequeño banquete de bienvenida, invitando a todos los supervivientes de la Retirada del Valle de los Muertos y de París que había en Bizancio.

El grupo pasó varios días en la sede de los Enamorados dejando que sus agotados simulacros se recuperasen. Yaltaka y Pírixis pronto se perdieron en la sala egipcia, donde encontraron a algunos conocidos de los tiempos de Akhenatón con los que conversar de los viejos tiempos delante de grandes jarras de espesa cerveza. Estas reuniones al caer la tarde se prolongarían durante todo el invierno, para desesperación de la ondina y el fénix, que se recorrían a su vez las salas de la taberna como animales enjaulados.

Pírixis también se encontraría con cuatro adeptos de El Loco que pronto empezaron a seguirla con temerosa veneración, convirtiéndose en su sombra en el Sapo verde. Pasarían semanas antes de que se atrevieran a algo más que escuchar sus conversaciones entre cerveza y vino resinoso, pero a finales del invierno se habían convertido en discípulos de una de los Veinte, los veinte discípulos nephilim de Jesús. Y ella y Yaltaka se buscaron, de paso, con quién pasar el invierno, ligándose a los dos centinelas de la Sacerdotisa, dos fénix encarnados el uno en un alto nubio de ojos azules, el otro en un robusto maharato de bellas facciones.

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La pérdida del Grial

La noche pasó tranquila, contra todo pronóstico, y con el amanecer Sigbert decidió poner en marcha su plan, decidido a no dar tiempo a los nephilim a llevar a cabo los suyos y, al mismo tiempo, despistarlos. La idea básica era dar el cambiazo y que los Guardianes siguieran una pista falsa. Había en la casa del Hospital un sanjuanista casi tan grande como él que, vestido con sus ropas y armas, llevaría la caja del Grial haciéndose pasar por él. Iría con Constancio y los mercenarios en el bajel reparado. Si eran seguidos, deberían echarse sobre la costa y huir a pie. El sanjuanista buscaría resguardo en alguna casa del Hospital, desde donde volvería a Génova, los marinos del bajel irían a Roma, donde serían recompensados por un agente de la Prieuré y Constancio con los mercenarios se buscaría la vida para despistar a los nephilim.

Por su parte, el teutón seguiría viaje hasta Otranto, donde se reuniría con la galera rápida de Séamus. El viaje lo haría en la galera del Hospital que había en el puerto, una vez esta estuviera preparada, y con la única compañía de un mercenario. Conseguir la galera fue lo más difícil, ya que frey Reinaldo, el preceptor, no tenía autoridad sobre la nave y temía la reacción de sus superiores. Sin embargo, el talento negociador de Sigbert y los grimorios arrebatados a los Guardianes lograron el apoyo del capitán de la galera.

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Génova, de noche

Génova era una gran ciudad, con un gran y atestado puerto. Por lo tanto, gozaba de una animada vida nocturna. Sin embargo, esa noche muchos de los que velaban no lo hacían por motivos lúdicos y bastantes se preguntaban si aquella sería su última noche. Ajenas a estas preocupaciones, de las tabernas salía el sonido del entrechocar de las jarras, las risas, las disputas; de los callejones oscuros el susurro del trapicheo, la voz ronca del ladrón pidiendo la bolsa, el gemido quedo del moribundo; de las casas de la guardia, los ronquidos de la guardia nocturna; de las mancebías, el agudo grito de la cama torturada. Y, sin embargo…

Noche.

A la luz de las antorchas, marineros y estibadores adormilados aprestaban un bajel bajo los gritos, maldiciones y voces de mando de capataz y contramaestre. El bajel era propiedad del Emperador y el cónsul Ezequiel lo había puesto a disposición de Yaltaka. Al otro extremo del puerto todo era silencio y oscuridad. Pero en la galera del Temple se vigilaba. Aunque no había muchas esperanzas de que los nephilim intentaran nada contra la nave, todos esperaban poder borrar la afrenta y la vergüenza del día, cuando perdieron la espada sagrada. En la galera del Hospital también se velaba, con un ojo puesto en el pequeño bajel del teutónico. Aquí esperaban que no pasara nada: casi todos los hombres de armas se habían quedado en la casa, así que los pocos tripulantes no se hacían muchas ilusiones si eran objeto de algún ataque.

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Génova, de día

El primer enfrentamiento entre la Prieuré y los Guardianes había terminado mal para estos. Habían perdido el Grial y sus grimorios personales, con conjuros e invocaciones y ahora estaban en un pequeño bote a media legua de una costa que se entreveía a la luz de la Luna. Por otra parte, conservaban sus pellejos, estasis y libertad, así que el tanteo no era tan desfavorable. Lo primero fue ganar la orilla. Arribaron a una pequeña aldea de pescadores en la que vivía un nephilim que les dio refugio. Lo segundo era planear su siguiente movimiento. Todos se habían fijado en el mal estado en el que había quedado el bajel de la Prieuré, así que supusieron que Sigbert buscaría refugio en un puerto donde pudiera reparar el barco. El puerto de importancia más cercano era Génova.

Y a Génova se dirigió Sigbert, a remo, porque el mástil no estaba para fiestas. La razón de ir a Génova no era tanto el puerto en sí como que el preceptor de la casa del Hospital de la ciudad era un caballero de la Prieuré. Aprovechando un inusual buen tiempo para abril, lograron alcanzar la ciudad en poco más de un día y atracar entre una galera hospitalaria y otra del Temple que estaban en el puerto. Tras saludar a las respectivas guardias de las galeras, el teutón acudió a la casa del Hospital para entrevistarse con su preceptor, frey Reinaldo de Verona. Las reparaciones del bajel comenzaron de inmediato, a cargo del Hospital, y varias patrullas fueron despachadas en busca de los Guardianes. Para justificar la ayuda del Hospital, y de paso para servir de empujón en la carrera de frey Reinaldo en la orden militar, Sigbert le dejó copiar algunos de los conjuros de los Guardianes.

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Crucero por el Mediterráneo

El plan de Sigbert había sido ganarse la confianza del nephilim que llevase el Grial, acompañarlo, reducirlo una noche, convertirlo en homúnculo y llevárselo junto con el Grial de vuelta a Tierra Santa. Si se ponía tozudo, capturarlo por las bravas al pie mismo del pog. Sin embargo, la presencia de los Guardianes del Grial le obligó a replantearse los planes. Desde luego, intentar reducirlos en el Montségur quedó descartado. Incluso sin conjuros o invocaciones, no podía esperar hacer prisionero a los cuatro nephilim sin montar un escándalo que atrajera a templarios, soldados del ejército francés o, incluso, que pusiera patas arriba la entrega del castillo que empezaría en pocas horas. Tampoco podía hacerles el ritual del homúnculo ni a Pírixis ni a Yaltaka con la única ayuda de Constancio, así que tocaba improvisar.

Por lo pronto, había conseguido que le aceptasen como escolta, gracias a que los faidits y los guías respondieron por él y por Constancio. No contaba con que tolerasen su compañía mucho tiempo, así que tenía que actuar rápido. Lo primero era confirmar si llevaban el Grial o no. Si no lo llevaban pensaba dejarlos en paz, para evitarse problemas. Si lo tenían, pensaba, llegado el caso, incluso coger el Grial y salir corriendo, saltándose la orden de «sin testigos», para «morir» luego, borrando así las pistas que pudieran poner en peligro a la Prieuré.

Sin embargo, esto no hizo falta, porque los nephilim confiaron en él y en Constancio. Pírixis y Yaltaka no sabían hacia dónde ir, así que aceptaron el ofrecimiento del fénix de ir a Tierra Santa, a buscar refugio en la Torre. Sigbert les ofreció el bajel que tenía en Aigues-Mortes y, para sorpresa suya y de Constancio, ¡aceptaron! Aquello les dejó algo descolocados (a Constancio atragantándose con el vino): cuatro nephilim aceptaban embarcarse con un teutónico. El destino sonreía a la Prieuré.

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Montségur y VII – La Prieuré en acción

El mal tiempo y las corrientes adversas retrasaron a Sigbert y a Constancio. Era ya enero cuando desembarcaban en Aigues-Mortes, por lo que el asedio llegaba a su fin cuando llegaron al Montségur. El eques Gavin Montbard de Béthune les dio la bienvenida en el campamento que los templarios habían montado en el lado sur de la garganta del Lasset, con una buena vista sobre el castillo. Gavin había llegado con un pequeño destacamento templario a principios del verano y había estado en contacto, vía paloma mensajera, con Sigbert durante todo el viaje de este, así que tenía todo dispuesto según sus instrucciones.

Lo primero había sido formar un grupo operativo. Sus templarios estaban descartados, claro, así que había echado mano de faidits, montañeses, furtivos y guerrilleros. Básicamente, los mismos que estaban aprovisionando el Montségur. Hacerse con su ayuda no fue difícil: la Prieuré llevaba años financiando y armando a los faidits a través de banqueros lombardos y pisanos y a través del Imperio Germánico, con las posesiones que estos habían perdido frente al invasor como garantía y que cada vez tenían más difícil recuperar. Los asfixiados faidits habían recibido carta de sus acreedores durante el verano canjeando sus deudas por un breve tiempo de servicio a frey Gavin. Con el resto había sido más o menos igual: frey Gavin había ayudado a muchos de ellos, o a amigos y parientes, dándoles cobijo, provisiones e información y ahora cobraba esos servicios. Sólo tuvo que convencerlos de que lo que iban a hacer era perjudicar a la Iglesia de Roma y al rey francés. De igual forma, frey Gavin añadió a la nómina informadores varios en el campamento francés, incluyendo el copero de Hugues des Arcis, hombre muy dado al juego.
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Montségur VI – Rendición

Para gran enfado de Pierre Amiel, Pierre-Roger de Mirepoix logró unas buenas condiciones de rendición. Los sitiados dispondrían de un plazo de quince días para arreglar sus asuntos terrenales, debiendo abandonar la fortaleza el día 16 de marzo de 1244. Los caballeros y soldados y sus familias quedarían libres, conservando bienes y armas, pero los cátaros que no abjurasen de su fe serían entregados a Pierre Amiel y a la Inquisición. Con esto, Hugues des Arcis contentaba a todos: tomaba la fortaleza para su rey con un coste de hombres relativamente reducido; evitaba soliviantar a sus propias tropas, cuyas simpatías por los sitiados era evidente, ya que muchos tenían amigos y parientes entre ellos; y le daba a la Iglesia material para una buena barbacoa.

Para los sitiados fueron quince días de gran actividad. Por una parte, los perfectos querían hacer una serie de ceremonias de gran importancia que culminaban la noche antes de la entrega. Además, muchos cátaros y simpatizantes quisieron recibir el consolamentum y compartir destino con sus amigos y parientes. Y, por último, había que sacar de la fortaleza los tesoros cátaros y a los nephilim. El Grial era necesario para la última ceremonia, así que los Guardianes serían los últimos en abandonar la fortaleza. Ighnöel ordenó al fénix darles escolta para proteger el Grial y, si fuera posible, convencerlos de que el sitio más seguro era la base de la Torre en Petra (y, de esta forma, que la Torre se hiciera con el Grial). Sorprendentemente, Menxar también decidió acompañarlos, aunque sus razones nunca se han sabido. Lo más probable es que decidiera acompañar a Pírixis como discípula, pues la quimera negra era famosa en el Carro por sus seminarios en la época de Arturo y por ser la última Dama del Lago.

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Montségur V – La barbacana

Enero de 1244 fue un mes caótico, con salidas, contrasalidas, golpes de mano y todo el combate que no había habido en los meses anteriores. Finalmente, Pierre-Roger de Mirepoix tuvo que dar por perdido tanto la Roc de la Tour como la muralla exterior, pues las pérdidas se estaban volviendo inaguantables. El frente volvió a estabilizarse, pero ahora los cruzados emplazaron catapultas en la explanada, tras la muralla exterior, con la que bombardear a los sitiados. Por su parte, estos hicieron lo propio con sus propias armas de asedio. El espacio entre murallas se convirtió en tierra de nadie. Las propias murallas se volvieron inseguras, con los cadalsos arrasados por los proyectiles, pero por lo menos estos no llegaban ni al pueblo ni al castillo. Así que, poco a poco, la calma volvía a los sitiados.

Otro audaz golpe de mano destrozó sus sueños. Corría ya el mes de febrero, con el pog aún nevado y el deshielo sin prisas por venir, cuando los montañeses vascos contratados por Huges des Arcis la volvieron a liar. En una escalada nocturna aún más peligrosa que la de la Roc de la Tour, y según algunos con ayuda de un traidor, alcanzaron la barbacana que hacía de avanzada al castillo y protegía la muralla principal. Lograron coger a sus defensores totalmente por sorpresa, pasándolos a cuchillo sin que saltara la alarma. Luego eliminaron a los centinelas que había sobre la muralla mientras el ejército francés cruzaba la tierra de nadie en masa. Cuando los defensores del Montségur quisieron darse cuenta, el enemigo estaba en la muralla y en la barbacana.

Ighnöel dirigió el contraataque, seguido de todos los nephilim que sabían luchar: los voluntarios de la Torre, la ondina, Menxar, los Guardianes del Grial y unos pocos más, así como de caballeros y hombres de armas, mientras los ballesteros los cubrían desde el castillo. Sin embargo, fue inútil: el enemigo era cincuenta o sesenta veces más numerosos y el terreno no acompañaba a las habilidades de algunos luchadores, como la ondina. Así, todo lo que pudieron hacer fue impedir que los franceses entrasen a saco en el poblado y dar tiempo a los cátaros a buscar refugio tras los muros del castillo.

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