Era un laboratorio alquímico. En una esquina, un gran atanor siseaba suavemente. En la otra, había un horno convencional. Estanterías con vasijas selladas cubiertas de polvo, mesas con alambiques de cobre y recipientes de cerámica, vidrio y cristal de roca. Un olor indefinible que hacía lagrimear. Globos de luz cálida jugueteaban de aquí para allá con risas argentinas, iluminando la gran sala.
Había cuatro figuras en la sala. Tres vestían igual, con batas cubiertas de un sinfín de manchas y pequeñas quemaduras. La cuarta se cubría con un abrigado manto. Estaban todos alrededor de la misma mesa, una larga mesa de roble, vacía, a excepción de dos huevos de piedra sobre soportes de cobre o bronce.
Hablaba una de las figuras con bata. Los otros dos se mantenían alejados, visiblemente inquietos por la presencia de la figura del manto.