Cuentos viejos: Norte y Sur

Esto no es, propiamente dicho, una antigua anécdota de un rolero viejo. Tampoco es una reseña de la venerable serie: las risas aún colean.

Pongámonos en situación: los personajes están interesados en una extraña meseta rocosa, un Ayers Rock negro que parece encontrarse al sur de su base de operaciones, Fuerte Nakhti. Una búsqueda en los registros secretos del fuerte les llevó a encontrar información sobre dos misteriosas expediciones al norte, a un subterráneo o tumba, llevados a cabo por el capitán, el doctor y los dos sargentos borrachos… con treinta años menos, claro.

Dejando de lado los detalles, que ya contaré en otra ocasión con detenimiento, el teniente Du Pont aprovechó que los dos sargentos estaban de exploración en las bodegas del doctor para ganarse su confianza e interrogarlos sobre esos viajes.

Lo hizo preguntando por la expedición al sur.

¡Olé sus huevos!, me dije. Eso es ir de farol y lo demás es cuento. Efectivamente, había habido un viaje al sur, viaje del que yo no tenía pensado soltar prenda en dos o tres partidas. En fin, si el jugador levanta la liebre, se le deja cobrar la pieza, que para eso se lo ha currado. Así que, tras terminar la parte del interrogatorio, le felicité por el farol y los demás jugadores por la información conseguida.

Y el jugador del teniente Du Pont calló pensativo, miró con detenimiento el mapa que representaba Fuerte Nakhti y las supuestas localizaciones del Ayers Rock (sur) y la tumba (norte), lo cogió y le dio la vuelta.

Cuentos viejos: En este revólver tengo 6 balas

En mi juventud llegué a dirigir a Far West (años después encontré un pack de todo lo de Far West por cuatro perras. El que no haya vuelto a dirigir a ese juego indica que no lo compré; la grieta de la pared de mi cuarto demuestra cuánto me arrepiento). En un saloon abarrotado los PJ buscaron dónde acomodarse. El personaje de Lechuga encontró asiento, pero estaba ocupado. Pidió que se lo dejaran, a lo que el ocupante y sus amigos se negaron, de la forma habitual en los western de medio pelo: riéndose y poniendo las manos sobre las culatas de sus revólveres. Y Lechuga contestó como en una película del maestro Leone. Sacó el rifle cazabúfaos del abuelo, lo apoyó descuidadamente en la mesa y los miró así. Y obtuvo su asiento.

Pímer no iba a ser menos y lo intentó a su vez en una mesa cercana. Se encaró al tipo y le ordenó que le dejara el asiento. El tipo, claro, se negó y Pímer subió la apuesta: tiró la mesa a un lado. Salieron los revólveres y el pobre tipo cayó como un colador, pues Pímer, para asegurarse, vació todo el tambor peinando el percutor con la mano (en Far West se hacía algo más de daño por cada bala adicional que se disparab).

Entonces se levantaron los compañeros del muerto. Pímer, con el revólver humeante y descargado, miró implorante a sus compañeros, pero estos tenían cosas más importantes que hacer, como servirse un whisky, encender un cigarro… El enterrador tuvo doble trabajo.

Lo que tiene su mérito, ya que llevábamos diez minutos escasos de partida.

Cuentos viejos: cazando vampiros

Hay veces que tienes suerte y te encuentras en una partida con dos grandes jugadores en estado de gracia. Hay veces que la musa te sonríe y eres capaz de seguirles el ritmo (para mí es más fácil, modestia aparte, porque soy un jugador que se deja arrastrar por otros muy bien, un condimento que realza un buen ingrediente). Y hay días en los que los astros se alinean y un máster, por lo normal muy criticado por su forma directista de dirigir, decide dejar jugar, empujando lo justo aquí y allí y usando los dados con sabiduría para crear una gran tensión.

Ese día, cerramos la puerta de la Asociación. Nos daba vergüenza porque, del nerviosismo, estábamos los tres jugadores de pie, espalda contra espalda.

Estaba siendo una tarde muy larga. Había empezado con un interrogatorio: uno de los pjs, que no había estado en el prólogo de unos días antes (sin punto de comparación), nos interrogó a los otros con un tripi… colocón que interpretamos, dando información con cuentagotas y entrecortada y entendiendo el horror que nos esperaba: hacer frente a unos vampiros.

Y ahí estábamos, buscando vampiros de noche, por las orillas de un pantano en algún lugar de España. Armados con cócteles molotov usando unos tercios de Mahou que habíamos vaciado para entonarnos. Con estacas hechas con los listones de varios cajones de ajos… Ajos que llevábamos en el bolsillo o como collares hawaianos al cuello. Zippos y pulverizadores del Todo a 100 llenos de gasolina. ¿Imagen absurda? Sí. Pero terrible, que recogía la esencia de esa aventura. Gente normal, sin conocimientos extraños, haciendo frente a lo imposible.

Una de las mejores partidas que he jugado.

Cuentos viejos: los grifos no existen

Quedó la última partida de Ánima a la mitad, va ya para dos meses, y aún no sé cuándo podremos terminarla. Pero, pese a ser una partida lenta y que debía haber cortado a tiempo, dejó su pequeño momento inolvidable.

Estaban los jugadores en una ermita abandonada, alrededor de un altar de piedra que daba acceso (oculto) al la cripta. En el guión figuraban dos cabezas en relieve en los lados cortos del altar: un perro y un lobo. El perro, el pastor del rebaño, abría la puerta. El lobo, el que acecha al rebaño, activaba la trampa. Era un acertijo muy simple y evidente que se complicó cuando me hicieron describir todo el altar, y me tocó improvisar. Tuve que añadir tres cabezas más por lado largo, según se me iban ocurriendo. Así, fui diciendo mientras señalaba en el dibujo de la ermita:

Lobo; león, hombre barbado, grifo; perro; águila, oso, demonio…

En ese momento oí mentalmente las campanas y bocinas del Un, dos, tres. Acababa de repetir demonio. Una mirada de reojo a Pírixis me bastó para saber que se había dado cuenta y que tal metedura de pata mía venía de la improvisación. A ver cómo salgo de esta.

Por fortuna, un comentario de uno de los jugadores nos despistó a todos. Un intento de enfocar el acertijo quitando seres fantásticos.

—Los grifos no existen.

Hubiera quedado hasta bien… en otro juego.

El caso es que jugábamos a Ánima y su personaje era un conjurador. Había estado a punto de morir en brazos de una súcubo, va con él un espíritu en forma de niña pequeña, ha conocido a una señora de las pesadillas… Lo sobrenatural es su pan de cada día.

En fin, todos tenemos días así.

Cuentos viejos: cuidado con el escalón

Ocurrió en Piratas. Por supuesto, con Diego de protagonista. Una medio adaptación de Alien que dirigí dos veces (y espero hacerlo alguna vez una tercera) y que ha dado para muchas risas. Empezaba la aventura con los personajes reclutados para una búsqueda del tesoro en mitad de la selva… de la selva… Bueno, de alguna selva, con pirámide incluida.

Resultó que la pirámide, además de escalones (y muchos) de subida, también los tenía de bajada, y el primero que iba bajando era Diego, tanteando con un largo palo que se había agenciado antes de subir. Detrás de él, a dos pasos, iban sus compañeros. En esto, el escalón que tantea cede un poco. Diego se queda inmóvil. Una gota de sudor frío recorre su frente.

—Chicos, cuidado con el escalón —Susurra con voz queda.

—¿Qué escalón? —Gritan sus compañeros, que, de repente, han retrocedido hasta lo alto de la pirámide.

—¡Este escalón! —Exclama Diego, enfurecido por tan mal compañerismo, mientras su jugador da unos fuertes golpes en la mesa, con el puño.

Momento de pausa. Todos le miramos. Miradas de incredulidad. El jugador mira su puño. Mira la mesa.

—Uuuuups.

Cuentos viejos: el cúmulo

Este en realidad no es un cuento viejo, ya que es continuación de esta aventura. Pero, como dije entonces, merece tener su propia entrada. La samurái Akane, la ex-sacerdotisa guerrera Nefer y el mago Matt, con Umi, la pintora de almas, como apoyo, habían ido a casa del prestamista paranoico Kuma en busca de ciertas pruebas. Era de madrugada y tenían unas dos horas hasta que empezase a clarear. La casa estaba rodeada de una alta tapia iluminada con garitas en las esquinas que les impedía ver el interior, aunque ese pequeño problema fue solventado por Matt, que levitó en plan globo cautivo de la Gran Guerra, localizando puertas traseras, zonas desprotegidas, etc. De haber querido montar una guerra, podría haber dirigido las habilidades piroquinéticas (ese inmolar) de Nefer con una efectividad aterradora.

Elegida la zona de entrada, Akane eliminó al centinela de un certero flechazo (el curare ayudó), treparon a la garita y de ahí pasaron al patio. Nefer quedó, con la pintora de almas, de apoyo artillero, inteligencia (en el sentido militar del término) y centro de comunicaciones, mientras Akane y el mago montaban la incursión. Dentro de la casa, el fino oído de Matt y la detección de ki de la samurái les permitieron localizar a las dos docenas de guardias que roncaban arriba, al centinela que también roncaba arriba, a los otros tantos sirvientes que dormían abajo y a la pareja ocupada en escarceos nocturnos, arriba al fondo (a la mujer, a la concubina y a la hija de Kuma no, porque estaban durmiendo arriba, al fondo y solas). El talento, fruto del duro entrenamiento y estudio, de Matt para localizar pequeñas fuentes mágicas les guió a un lugar indeterminado tras una recia puerta cerrada, justo delante del único centinela del interior de la casa. El centinela, que, como se ha dicho, roncaba en su silla, fue eliminado diestramente por Akane, pero la puerta, con su cerradura de alta seguridad, se le resistió.
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Cuentos viejos: mirar antes de entrar

Estábamos ya hasta las narices del puñetero dungeon: parecía que no se acababa nunca. Jugábamos a AD&D y era la segunda o tercera sesión revisando pasillos, bodegas, pasadizos y pegándonos con goblins. Por lo que habíamos visto, allí debía mandar alguien poderoso y posiblemente no sería un goblin. En una de estas encontramos una zona bien construida, con pasillos regulares y puertas. Tras unas cuentas habitaciones revisadas sin problemas, toca una puerta que no parece de almacén o celda. Después de que el ladrón revisara posibles trampas, el bardo soplagaitas (o sea yo; el máster me daba un +2 en lugar del +1 habitual de la canción del bardo por la gran gaita de batalla que llevaba conmigo) abre la puerta. Y antes de que pueda preguntar al máster qué veo, JS entra.

Empieza la descripción: una gran sala rectangular, de techos altos, con un trono allá al fondo. Un «gran» goblin (el caudillo) al lado del trono y, sentado, un tipo demasiado grande para ser goblin con una túnica con capucha y un cayado. El cartel luminoso «soy mago y estos son mis esbirros» brilla como si fuera un casino de Las Vegas. El salón es tan grande que el mago nos puede freír a gusto antes de que lleguemos a su lado.

El cuadro en ese momento es el siguiente: el grupo se bate en retirada. El bardo sigue en la puerta, sujetándola. De hecho yo estoy con el brazo extendido y la mano cerrada sobre el imaginario picaporte. Miro a JS. JS me mira. Tiene el «la he cagado» escrito en la cara. Mira mi mano. Sabe lo que va a pasar a continuación. Y yo también, y no me va a poder reprochar nada. En el lío se ha metido él solito, por impaciente. Los errores se pagan.

Pues, no. Ocurre algo imprevisto: Pímer grita «cargo» y se lanza contra el mago. JS y yo nos miramos. JS con una gran sonrisa: acaba de renacer. En cuanto Pímer pasa por su lado le hace un gesto inequívoco al máster: «salgo de aquí por patas». Yo le hago otro: «en cuanto éste salga, cierro la puerta».

Mientras nos retiramos para reunirnos con el resto del grupo, oímos un «floaaaaashhhhh» y los gritos de Pímer. Nunca olvidaremos su sacrificio.

Cuentos viejos: el cartel luminoso

Ocurrió hace la tira que varios de Alas de Dragón fuimos a unas jornadas en Leganés. MvR montó una partida de Comandos de Guerra (dar apoyo al bombardeo de las presas del valle del Ruhr en la operación Chastise) en la que participé. Durante el trayecto desde el punto de lanzamiento a la presa cuya antiaérea debíamos cargarnos, al teniente se le ocurrió buscar una granja donde pasar el día (pese a que el sargento, yo, le aconsejaba buscar refugio en el bosque). En la primera granja abandonada que encontramos había huellas recientes de patrulla alemana. Íbamos camino de una segunda cuando el teniente oyó un «clic».

—Al suelo —Murmuró el jugador.

Antes de que terminara de decirlo (y, sobre todo, antes de que MvR hubiera reaccionado) salté sobre la mesa, quedándome a poco más de una cuarta de su cara (y eso que las mesas eran anchas de narices).

—¿Qué vas a decir?

El jugador pensó rápido y gritó:

—¡Minas!

¡Ah!, eso ya era otra cosa. Ahora quedaba que un valiente mirase si había sido él el que había pisado la infausta mina. Resultó ser el propio teniente quien había metido la pata, así que cogí cuchillo y, con paciencia, fui abriendo un camino hasta él. Le pedí el libro de claves y saqué del campo minado al operador de radio y al resto del equipo, montando un punto de apoyo tras un seto. Luego ordené al experto en explosivos que intentara sacar de allí al teniente.

Una vez salidos de tal embrollo, el jugador del teniente seguía queriendo llevarnos a una granja, así que se lo dije claramente:

—Mira, el máster ha puesto un cartel luminoso con grandes letras que dice «Id a descansar al bosque», así que, ¡vamos a descansar al bosque!

Un poco más y nos saca el cartel ese de «Reunión de dragones de muy alto nivel».

PD: la misión fue un éxito, eliminamos los puestos antiaéreos poco antes del ataque. Sólo sobrevivimos dos, pero sin el teniente (con el libro de claves) y el operador de radio, no pudimos concretar un punto de extracción, así que intentamos llegar a Suiza…

Cuentos viejos: el traidor

Ocurrió esto hace la tira (para variar). Una Semana Cultural en Aeronáuticos. Campeonato de Comandos de Guerra. Llevábamos cinco minutos de partida, el tiempo justo para que nos contasen la misión, volar dos mil millas y saltar en paracaídas. Acabábamos, pues, de tomar tierra (todos de una pieza, sí, aunque suene increíble) y estábamos intercambiando santo y seña con el enlace de la resistencia. En estas, sin mediar palabra, Lechuga que tira de pipa e intenta volarle la cabeza al enlace. Conseguimos sujetarlo entre todos mientras él se revolvía:

—¡Es un traidor! Soltadme, que es un traidor.

—Todavía no hemos hablado con él. No le has visto en tu vida. Es el enlace, el Cuartel General responde por él. ¿Cómo va a ser un traidor? Tranquilízate un poco, que acabamos de empezar. ¡¿Quieres estarte quieto?!

Al final, el puto enlace era un traidor y nos la jugó bien. Desde entonces, si Lechuga dice «traidor», yo disparo. Como si es Churchill. Yo, disparo.

PD: de ahí tengo un Comandos de Guerra firmado por su autor. ¡Qué tiempos!

Cuentos viejos: el Crusader

Esta es otra de esas historias terriblemente viejas. Tan vieja que yo ni participaba aún, sólo era espectador. Y también es de Battletech.

Pongámonos en situación: el Crusader «de serie» que venía en la venerable caja de FASA es un battlemech pesado (65 toneladas), razonablemente rápido y con armamento pensado para repartir estopa a larga, media y corta distancia: disponía de lanzamisiles de largo alcance, y de los grandes (dos AMLA15), láseres medios y lanzamisiles de corto alcance (AMCA6). Creo que también llevaba ametralladoras. Como otros battlemech de la caja, estaba «algo escaso» de radiadores.

Esto suponía, en resumen, que un Crusader tenía a su objetivo siempre en alcance óptimo, daba igual la distancia, pero su piloto debía tener bien presente que no podía mezclar armas de distintos alcances alegremente. Y he aquí el porqué:

Un Crusader coronó una colina desde donde tenía una magnífica vista, incluyendo a dos enemigos que se movían intentando cerrar distancias. El piloto disparó alegremente contra ellos con todo lo que tenía, dándoles candela de lo lindo. Y así durante dos, tres, cuatro asaltos. Y en la colina quedó un bonito cráter donde antes había estado el Crusader cuando la munición estalló por exceso de temperatura interna. El Crusader no tenía ni un arañazo, no habían logrado tocarle.

Ni les hizo falta.