Jason Callahan era un muchacho superdotado, enclenque y enfermizo criado en un valle perdido de Galgados. Una víctima perfecta de hermanos, primos y amigos de los anteriores que tenía como único futuro posible el entrar en una comunidad de religiosos. Pero un terrateniente excéntrico, en realidad un archimago retirado del mundanal ruido, supo reconocer el potencial, tanto mágico como intelectual del chaval y lo acogió bajo sus alas. Lo educó, lo enseñó y le abrió las puertas de la universidad. Más importante, pasó a ser el orgullo de su familia (aunque como la vajilla de la abuela, es decir, lo mostraban orgullosos pero con esa mirada confusa de quien no sabe realmente qué hacer con él).
Estudió en Ílmora y en Lucrecio, devorando asignatura tras asignatura. Su tesis doctoral, presentada a los veintidós años, consideraba los monolitos metálicos de la Pradera Eterna, alrededor de Arkángel, una máquina de control climático de Sólomon. Fue considerado entre los intelectuales de su época como una ikerjimenada del quince, pero le valió una cátedra en la universidad de Lucrecio auspiciada por Wissenschaft, para quien realizaría diversos trabajos sobre logias perdidas. En el Ícaro dirigía un equipo que debía estudiar las estructuras metálicas del Mar de Arena de Salazar, pero pasó lo que todos sabemos.