Al caer la tarde, Colette, Jacques, Julien y Michel volvieron a los subterráneos bajo la Ciudad Vieja. Iban armados hasta los dientes, disfrazados e incluso llevaban cada uno un pañuelo con los colores de los revolucionarios. Siguieron el plano obtenido la noche anterior como guía en aquel laberinto, hasta llegar a su corazón: una sala circular de origen incierto, cubierta por una cúpula y a donde daban numerosos pasadizos. En tiempos, había estado inundada, como atestiguaban los sedimentos, y las paredes recogían siglos de grafitis, hollín y maltrato. Ahora se había convertido en lugar de reunión para el submundo de Chaville. Puestos de mercado recorrían su perímetro, donde podía comprarse desde comida (mejor no preguntamos por el relleno de las empanadillas) a joyería (tampoco preguntemos por su origen).
Allí había más de un centenar y medio de personas de todas las edades, la mayoría agrupada en torno a una tarima levantada un poco desplazada del centro, donde un fraile minorita, orondo y calvo, arengaba a la multitud.