El plan de Sigbert había sido ganarse la confianza del nephilim que llevase el Grial, acompañarlo, reducirlo una noche, convertirlo en homúnculo y llevárselo junto con el Grial de vuelta a Tierra Santa. Si se ponía tozudo, capturarlo por las bravas al pie mismo del pog. Sin embargo, la presencia de los Guardianes del Grial le obligó a replantearse los planes. Desde luego, intentar reducirlos en el Montségur quedó descartado. Incluso sin conjuros o invocaciones, no podía esperar hacer prisionero a los cuatro nephilim sin montar un escándalo que atrajera a templarios, soldados del ejército francés o, incluso, que pusiera patas arriba la entrega del castillo que empezaría en pocas horas. Tampoco podía hacerles el ritual del homúnculo ni a Pírixis ni a Yaltaka con la única ayuda de Constancio, así que tocaba improvisar.
Por lo pronto, había conseguido que le aceptasen como escolta, gracias a que los faidits y los guías respondieron por él y por Constancio. No contaba con que tolerasen su compañía mucho tiempo, así que tenía que actuar rápido. Lo primero era confirmar si llevaban el Grial o no. Si no lo llevaban pensaba dejarlos en paz, para evitarse problemas. Si lo tenían, pensaba, llegado el caso, incluso coger el Grial y salir corriendo, saltándose la orden de «sin testigos», para «morir» luego, borrando así las pistas que pudieran poner en peligro a la Prieuré.
Sin embargo, esto no hizo falta, porque los nephilim confiaron en él y en Constancio. Pírixis y Yaltaka no sabían hacia dónde ir, así que aceptaron el ofrecimiento del fénix de ir a Tierra Santa, a buscar refugio en la Torre. Sigbert les ofreció el bajel que tenía en Aigues-Mortes y, para sorpresa suya y de Constancio, ¡aceptaron! Aquello les dejó algo descolocados (a Constancio atragantándose con el vino): cuatro nephilim aceptaban embarcarse con un teutónico. El destino sonreía a la Prieuré.
El viaje a Aigues-Mortes no tuvo incidentes dignos de mención. Los faidits y los guías los fueron dejando, salvo un grupo de seis que los acompañarían a Tierra Santa. La presencia de Sigbert les daba paso franco allá por donde fueran, por lo que pudieron embarcar sin ser molestados ni investigados por nadie. El barco era pequeño y anodino, pero resistente. Sería un viaje largo, prácticamente costeando casi todo el camino, pero seguro, les dijo Sigbert.
En el barco, como antes en tierra, los dos agentes de la Prieuré confraternizaban con los nephilim, para que estos bajaran la guardia. Sigbert hablaba de temas militares con el fénix y de temas más filosóficos con Pírixis, resaltando los puntos comunes entre ellos y sin hacer referencia nunca a su orden. Constancio, con sus hermosos ojos tristes, su andares de tigre y su hermosa voz, usaba su laúd y todo su repertorio de poesía y canción de amor occitana.
Cuando se acercaban a Génova, Sigbert pasó a la acción. La tripulación del bajel era de cuatro marineros y patrón, pero estos no sabían ni tenían intención de combatir. Eso significaba que Sigbert contaba con Constancio y los seis mercenarios para enfrentarse a los nephilim en el espacio cerrado y sin testigos de un barco, así que intentó que ese enfrentamiento no se produjese: drogó el vino de la cena. Un potente somnífero de acción lenta que les haría efecto una vez acostados; nada de ver al compañero desplomarse inconsciente, que eso es propio de aficionados. Sin embargo, no se dieron cuenta de que Pírixis apenas probaba el vino.
Pírixis se despertó con Constancio sobre ella. Antes siquiera de reparar en la soga que llevaba, sus piernas se movieron por impulso y Constancio se desplomó con apenas un quejido, hecho un ovillo. En segundos, la quimera negra se dio cuenta de la situación. Arrebató al gimiente Constancio su cimitarra y su cuchillo y ahuyentó a uno de los mercenarios, que estaba terminando de atar a Menxar. Cortó rápidamente las ataduras de sus compañeros e intentó despertarlos. Yaltaka reaccionó al tercer puntapié, aunque tuvo que recurrir a toda su concentración para superar el embotamiento de los sentidos de su simulacro. Mientras Pírixis despejaba la cámara, el silfo conseguía despertar a los otros dos y subían a cubierta, donde estaban Sigbert, revisando los objetos de los nephilim (armas, el Grial, las estasis, los libros y pergaminos…), y el resto de los mercenarios.
El mar estaba en calma, aún no era noche cerrada y la Luna llena relucía en el cielo y en el agua. Allá donde uno mirase sólo veía paz y silencio… Excepto en la cubierta del pequeño bajel, iluminada por la Luna y varias lámparas, donde todo era caos y maldiciones. Un mercenario demasiado impaciente había contribuido a aumentar el arsenal de los nephilim y ahora Pírixis y el fénix los mantenían a raya mientras Yaltaka, acodada contra la borda, preparaba un conjuro.
Sigbert se dio cuenta de esto y se lanzó contra los nephilim, blandiendo su enorme mandoble. El Destino, hasta entonces a su favor, le daba ahora un puntapié. Sin Constancio y contra magia tenía las de perder. La pequeña cubierta del bajel no era el mejor sitio para luchar, tuvo que rodear el mástil y evitar la vela y eso le dio a Yaltaka el tiempo necesario para lanzar el conjuro.
Y fallar. Pero fallar estrepitosamente. Por mucho que intentara concentrarse, las drogas que entumían el cerebro de su simulacro la afectaban seriamente, y la brujería es un arte delicado. Yaltaka no fue capaz de controlar las fuerzas que había conjurado y una tromba marina apareció de la nada, golpeando el costado del bajel. Ella y Menxar cayeron al agua, junto con varios de los tripulantes, mientras el resto rodaban por cubierta. Pírixis fue la que más rápida se recuperó e intentó recuperar el Grial, pero Sigbert también se había puesto en pie y le salió al paso, impidiéndoselo. Al final, Pírixis sólo consiguió recuperar su gladio. La mochila con las estasis, que Sigbert aún no había tenido tiempo de revisar, cayó al agua por el impacto, pero el fénix estuvo rápido y saltó tras ella, salvándola.
La esperanza había vuelto a cambiar de bando. Sobre el bajel sólo quedaba Pírixis, y Constancio salía a cubierta, más o menos recuperado y ciertamente cabreado. Los otros tres nephilim habían alcanzado el bote que iba a remolque del bajel, así que Pírixis, acorralada contra la borda, cortó el cable que los unía y saltó también al agua. El fénix, que ya había empuñado los remos, consiguió recoger a la quimera negra y luego enfiló hacia la costa, que se entreveía a la luz de la Luna.
Habían perdido el Grial.
En el bajel no estaban para perseguirlos. Las bordas estaban deshechas; de la vela sólo quedaban jirones y el penol estaba partido; la mitad de las jarcias habían sido arrancadas de cuajo y el mástil amenazaba con caerse; el bajel estaba escorado y habían embarcado mucha agua. El patrón daba voces; los marineros y los mercenarios intentaban achicar el agua y pescar a los compañeros caídos. Milagrosamente, no había habido muertos ni heridos de consideración, aunque Constancio, aún acuclillado, tardaría en olvidar el dolor.
Sigbert, entre tanto, no perdió el tiempo. Recogió el Grial y el resto de objetos de los nephilim, entre los que había pergaminos con conjuros e invocaciones, y los guardó en la cámara. Luego, bajó a la bodega en busca de las palomas. Aquello no había terminado aún.
Anotación personal, la próxima vez fiarme más de mis instintos e intentar convencer a mis compañeros de hacerlo también; menos mal que al menos di en el clavo con el vino. Espero que Constancio se acuerde de mí igual que yo de él, ¿conseguiría tener descendencia? (cuando lo encuentre se lo preguntaré o no, depende del humor que tenga ese día).