Génova era una gran ciudad, con un gran y atestado puerto. Por lo tanto, gozaba de una animada vida nocturna. Sin embargo, esa noche muchos de los que velaban no lo hacían por motivos lúdicos y bastantes se preguntaban si aquella sería su última noche. Ajenas a estas preocupaciones, de las tabernas salía el sonido del entrechocar de las jarras, las risas, las disputas; de los callejones oscuros el susurro del trapicheo, la voz ronca del ladrón pidiendo la bolsa, el gemido quedo del moribundo; de las casas de la guardia, los ronquidos de la guardia nocturna; de las mancebías, el agudo grito de la cama torturada. Y, sin embargo…
Noche.
A la luz de las antorchas, marineros y estibadores adormilados aprestaban un bajel bajo los gritos, maldiciones y voces de mando de capataz y contramaestre. El bajel era propiedad del Emperador y el cónsul Ezequiel lo había puesto a disposición de Yaltaka. Al otro extremo del puerto todo era silencio y oscuridad. Pero en la galera del Temple se vigilaba. Aunque no había muchas esperanzas de que los nephilim intentaran nada contra la nave, todos esperaban poder borrar la afrenta y la vergüenza del día, cuando perdieron la espada sagrada. En la galera del Hospital también se velaba, con un ojo puesto en el pequeño bajel del teutónico. Aquí esperaban que no pasara nada: casi todos los hombres de armas se habían quedado en la casa, así que los pocos tripulantes no se hacían muchas ilusiones si eran objeto de algún ataque.
Noche.
En el Hospital nadie dormía. La guardia nocturna se había doblado, escogiendo a los hombres con mejor visión nocturna. En la gran sala, frey Reinaldo y el resto de caballeros y sargentos, armados, esperaban. En la cámara de la torre, recostado en un diván, dormitaba Sigbert, con el espadón apoyado contra un rico tapiz y con un gran cuchillo, arma más propicia para un espacio tan reducido, descansando en sus rodillas. A su lado, Constancio rasgaba con desgana el laúd y de cuando en cuando cambiaba de postura, incomodado por la armadura. Junto a la puerta abierta, vigilando las escaleras que bajaban y subían estaban los mercenarios, salvo dos que vigilaban en la plataforma de la torre. El teutón, pese a la vigilancia, no esperaba que los nephilim atacasen durante la noche: había supuesto que el asalto a la galera templaria había sido un intento de atemorizarle y retrasar su marcha, quizás porque los Guardianes aguardaban refuerzos.
Noche.
En el Temple todo era silencio y ninguna luz se veía desde el exterior. Sin embargo, nadie dormía. Frey Nuño pensaba que el ataque a la galera formaba parte de un intento de rescate de los nephilim capturados y que ahora alimentaban el horno alquímico de la casa, un ataque de distracción para incitarle a mandar tropas en persecución de los asaltantes para recuperar la espada y debilitar la protección de la casa. Frey Nuño había hecho como que mordía el anzuelo, mandando a escuderos y sirvientes con ropajes templarios en una alocada persecución, con orden de montar ruido. Sin embargo, él, con la segunda espada sagrada, sus caballeros y los hermanos magos esperaban en la capilla, junto a la portezuela oculta que daba al atanor.
Noche.
Anteo, el responsable de la Torre, era otro que esperaba la jugada de los Guardianes. Visto que ignoraban sus órdenes (en el caso del fénix) y peticiones, pensaba sacarles partido. En el tejado de una iglesia cercana a la casa del Temple, con todo lo que había podido invocar a su lado, esperaba que el asalto de los nephilim a los sanjuanistas sacara de su redil a los suficientes templarios como para hacer una alocada incursión de rescate.
Noche.
Un invitado inesperado, desconocido por todos, se había unido a la fiesta. El soberano de Génova había tenido un encontronazo con los templarios hacía unas semanas, cuando un grupo de estos encontró un acceso a su reino, montando un buen jaleo. Gracias a sus agentes y recolectores tenía una vaga idea de lo que pasaba y había preparado un escuadrón de efectos dragón variados (unos de combate, otros simplemente aterradores) que caerían sobre la ciudad al más mínimo indicio de jaleo, contribuyendo a la confusión y devolviendo la visita a los templarios.
Noche.
En el palacio de Mitra, sede del Emperador en Génova, todo era silencio. Las habitaciones estaban a oscuras y sólo se oía el rumor del manantial y unos sonoros ronquidos. Todos (Ezequiel, sus sirvientes, Pírixis, Yaltaka, Menxar y el fénix) se habían acostado ya, cansados tras un día tan movido. Mañana será otro día.
¡Somos así!, que le vamos a hacer.