Baile de máscaras — La Bestia de Ourges

Me van a disculpar (si es que a alguien le interesaba), pero tiro la toalla. Voy a dejar la novelización de la campaña de Ánima Beyond Fantasy Baile de máscaras, pues me consume un tiempo que estaría mejor dedicado a preparar las siguientes aventuras. El objetivo de estas entradas es servir de recordatorio de lo jugado y ya llevo tal retraso que mi memoria empieza a tener lagunas preocupantes. Súmese a esto que es una campaña que me está costando mucho mantener en marcha y que los jugadores la lían en cada sesión: dan mucho juego, pero, al mismo tiempo, hace que todo sea muy caótico. Así que voy a seguir en plan resumen, desde el punto de vista del máster, y esperando que las lagunas que deje las rellenen los propios jugadores.

Decíamos ayer que nuestros cuatro protagonistas (Julien y Jacques Lafleur d’Aubigne, Michel Laffount de Gévaudan y Colette Leclair de Dunois, ésta haciéndose pasar por su hermano Noel) llegaron al pueblo de Ourges, acompañando al joven sacerdote Daniel Magloire. Habían ido a Ourges porque el pueblo estaba apartado y a ellos les interesaba desaparecer de la circulación unas semanas, tras un roce con el conde de Malache. Habían ido, también, porque del pueblo era uno de los malhechores que habían asaltado a Eloise de Ferdeine en la ciudad de Dupois y parecía estar relacionado con La Víbora, una peligrosa organización criminal (que tomaba el nombre de su jefe) de Chaville, la capital. Y, por último, iban con el sacerdote porque éste llevaba muchos meses sin saber de su maestro Bertin, párroco de Ourges.


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Baile de máscaras — Susurros

Dejaron atrás la aldea maldita de Grausse tan pronto pudieron. El sacerdote Daniel Magloire ofició el funeral por los dos fallecidos, Johanne Chéron y Roger Parmentier; confiaron las posesiones de ambos, rescatadas del caos del campamento, al alcalde y le encomendaron también dar parte de sus muertes, aconsejándole no mencionarles para evitar problemas con el conde de Malache. Las muertes fueron achacadas a un oso herido y furioso que irrumpió en el campamento y ahí quedó todo.

Los de la aldea no se habían visto tan afectados por la oscuridad del monolito y tampoco el padre Daniel, que había pasado casi todo el tiempo en la aldea, ocupándose de la iglesia. Grausse no tenía párroco y era costumbre que el de Ourges se pasara una vez al mes o así, pero del viejo Bertin no sabían nada desde octubre, lo que inquietaba al joven sacerdote.


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Baile de máscaras — Bajo la sombra del monolito

El Grausse era un lago, del que tomaba nombre la aldea, que desaguaba tras un corto canal en el Carignan. En su desagüe, un istmo lo estrangulaba. En el extremo de este istmo era donde se construía el molino, aún unos cimientos medio inundados. A su alrededor, se repartían las tiendas de los zigeuner, de los patrones y del capataz, los bancos de trabajo, los cajones con suministros y las pilas de piedra basta. Un sencillo embarcadero marcaba el punto de atraque de la Trandafir.

Todo eso quedaba oculto por una niebla tan espesa que ni el sol de media mañana lograba atravesar y hacía que, desde un lado del campamento, no se viera el otro. Mas la niebla no se extendía mucho más allá del istmo, como comprobó Julien, que había salido a dar un paseo matutino con el que tonificar sus músculos. Apenas a 500 pasos del campamento, el sol brillaba, la bruma del lago, de dos o tres palmos de altura, se disipaba rápidamente y le permitía ver hasta la otra orilla, que se adivinaba pantanosa. Hacia levante, campos de trigo y cebada y alguna pradera para pasto, rodeaban la aldea de Grausse, un kilómetro y medio tierra adentro, lejos de las zonas inundables y apoyada en los boscosos montes que formaban las sierras tributarias de la cordillera de Lucille.


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Baile de Máscaras — Remontando el Carignan

Los tres jóvenes aún permanecieron un rato en casa del marqués de l’Aigle Couronné, escribiendo cartas a sus familias contando lo ocurrido y discutiendo el plan de acción. Eran pasadas las diez cuando, tras encomendar las cartas al marqués, incluyendo una de Jacques Lafleur para Eloise de Ferdeine, abandonaron la casa.

El viaje propuesto por el marqués: de Dupois (1) a la aldea de Grausse (2) por río y de ahi a Ourges (3). El plan de los aventureros era ir ahí a Voillermont por carretera, atrochar por sendas a Le Drac y volver por barco a Chaville


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Baile de máscaras — Duelo al amanecer

El día siguiente, miércoles, era el día de la fiesta de los D’Aubigne. Los hermanos Leclair y Michel se permitieron disfrutar del ambiente festivo de la ciudad, para recogerse a media tarde, vestirse y acudir a la fiesta.

El local elegido por Jacques estaba muy bien situado, con vistas al lago central de la ciudad y al precioso Palais Du Blanc. Su estilo, antiguo y pasado de moda, había sido hábilmente disimulado por Julien. Fue una fiesta pequeña, para cuarenta o cincuenta invitados, que dejó muy buen sabor de boca y daría de hablar.


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Baile de máscaras — Eloise de Ferdeine

—La maldita estocada al corazón del marqués de la Tour d’Azur —rezongó Eugène de Guignes, marqués de l’Aigle Couronné—. Siempre al corazón, siempre mortal. Ni los dos mejores espadachines de la Orden de Justine, el conde de la Fethe y Fortune d’Averne, se atreven a enfrentarse a Loup de la Croix. No sé la de veces que la he visto en acción y todavía no he averiguado cómo defenderme de ella.

Era la mañana del martes, justo después del funeral de Fernand Duchamp. Se habían reunido en una taberna cercana a la iglesia los hermanos Lafleur, Colette Leclair como su hermano Noel (el joven no se había recuperado de los excesos del domingo), Michel Laffount y el marqués de l’Aigle Couronné. Michel había contado los acontecimientos de la víspera al marqués, entre unos tragos de vino y brindis en memoria del fallecido.

…entre unos tragos de vino y brindis en memoria del fallecido.


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Baile de máscaras — La Danza de los Carruajes

Dupois, la ciudad del cisne blanco, la joya de la corona de Gabriel, edificada en una zona de manantiales y lagos que alimentaban el Carignan. Sus grandes bulevares, sus magníficos palacios y teatros, sus populosos barrios se levantaban en terreno ganado a las marismas y, a su alrededor, granjas, ríos, bosquecillos y los lagos supervivientes lucían hermosos y perfectos, como si un regimiento de jardineros obsesionados e incansables cuidasen de que hasta la última briza de hierba estuviera en armonía con el resto. Las aves que invernaban en los lagos seguían siendo la estampa más conocida de la ciudad y el espectáculo de la migración de primavera, es especial de los cisnes, había sido tema de poemas, sonatas y sinfonías y era festejado con verbenas y bailes de toda condición social.

La Danza de los Carruajes


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Baile de máscaras — El eclipse

El sábado 17 de marzo, el día del eclipse de luna, amaneció radiante, con el rocío fresco y abundante en los campos y la atmósfera limpia, con una brisa que se llevaba los pesados olores de Chaville. Era el segundo día de la desaparición de Émilien y todos sentían que el tiempo apremiaba.

Fernand, con gran dolor, no pudo participar en la búsqueda de su hermano: su visita a Chaville había sido por un asunto profesional, unas consultas que debía hacer. Apelando a la desaparición de Émilien, había conseguido retrasarlas al sábado por la mañana, para luego tomar la diligencia de vuelta a Dupois. Ya se había despedido del resto del grupo tras la cena.

Jacques Lafleur se había levantado bien temprano esa mañana, con idea de organizar la cuadrilla de búsqueda que había comentado la noche anterior. Tiró de amigos, conocidos y los criados de éstos y, para las diez de la mañana, tenía un grupo de veinte o veinticinco personas en el camino de poniente.


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Baile de máscaras — La desaparición de Émilien Duchamp

Michel Laffount de Gévaudan fue el primero en presentarse en casa de Émilien Duchamp, cercanas las 10 de la mañana y tras terminar sus quehaceres en el ayuntamiento, donde su padre le había buscado acomodo esperando que hiciera carrera política. Era una casa bastante céntrica y tradicional, con porche delantero y patio trasero y un pequeño patio de luz central al que se abrían las estancias. El patio trasero tenía su propia entrada y disponía de cuadra para los dos caballos de la casa (el de Émilien y el de su ayuda de cámara) y un gallinero. Michel la conocía bien y, por eso, se quedó sin habla al ver la cara de preocupación del ama de llaves al abrirle la puerta. Antes de que pudiera decir nada, una potente voz del interior preguntó:

—¿Es mi hermano?

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Baile de máscaras — En casa del conde de Carbellac

En la tarde del 15 de marzo de 987, un jinete solitario entró en el parque de la mansión que el conde de Carbellac tenía en las afueras de Chaville, la capital de Gabriel, sobre una cala privada. No tenía nada de especial que llegara alguien, ya fuera a caballo o en carruaje, pues la casa del señor de Carbellac siempre estaba concurrida, ya fueran alumnos de su afamada escuela de esgrima, la Compañía de la Vera Cruz, alumnos de su mujer, que preparaba a los y las jóvenes para los eventos de la alta sociedad, o invitados, tertulianos y visitantes en general, que acudían a su biblioteca, sus simposios, conciertos y exposiciones.

El jinete vestía de uniforme. No los vistosos uniformes que se veían en la ciudad, con sus dueños pavoneándose envueltos en escarlata o azul: el suyo era de un sufrido pardo que podía ser confundido con el de una milicia o guardia de una pequeña ciudad. El ojo conocedor, empero, reconocería el tono como el usado por la infantería ligera, los cazadores u otros escaramuzadores, las únicas tropas de tierra del principado con experiencia real en combate, acostumbrados a lidiar con bandidos, contrabandistas y saqueadores de la frontera. La espada de hoja recta lo identificaba como perteneciente al primer cuerpo; su porte al montar y al desmontar, el aplomo con el que entregó las riendas de su montura al criado y se encaminó a las escaleras de entrada denotaban a alguien de noble cuna, acostumbrado a mandar y ser obedecido; la falta de galones vistosos indicaba, incluso antes de verle el rostro noble, apenas bronceado por el sol y el viento, que se trataba de un joven de veintipocos años, un alférez con poco tiempo en el ejército; y la forma en que escudriñaba los rincones con sus hermosos ojos verdes lo delataban como veterano.


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