El día siguiente, miércoles, era el día de la fiesta de los D’Aubigne. Los hermanos Leclair y Michel se permitieron disfrutar del ambiente festivo de la ciudad, para recogerse a media tarde, vestirse y acudir a la fiesta.
El local elegido por Jacques estaba muy bien situado, con vistas al lago central de la ciudad y al precioso Palais Du Blanc. Su estilo, antiguo y pasado de moda, había sido hábilmente disimulado por Julien. Fue una fiesta pequeña, para cuarenta o cincuenta invitados, que dejó muy buen sabor de boca y daría de hablar.
Los hermanos Lafleur pudieron disfrutar poco de su fiesta, ocupados en su labor de anfitriones y seleccionando a los jóvenes a los que invitarían al evento de septiembre. Chloé de Carbellac tampoco disfrutó, pero por otros motivos: Michel Laffount tuvo un baile magistral, mas no con ella, sino con su amiga Colette Leclair.
Y con éstas llegó el jueves y la fiesta, otra más, en casa de los Carbellac. Para unos cien invitados, comenzaba por la tarde con una merienda, continuaba con un concierto de cámara y una cena ligera y se extendía hasta la madrugada con el baile.
Durante la merienda, precisamente, se encontraron con Eugène de Guignes, a quien no veían desde el funeral de Fernand Duchamp. El marqués estaba hablando con un joven sacerdote de veinticinco o veintiséis años de rostro agradable, a quien habían visto durante la semana pasar por casa de los Carbellac y con el que habían intercambiado algún educado saludo.
—Éste es Daniel Magloire, de la vecina parroquia de Fuentespino —les presentó el marqués—. Ha identificado a uno de los asaltantes de la señorita de Ferdeine, uno de los fallecidos.
—Era Simon de Ourges. Hijo de unos campesinos de ese pueblo. Lástima me da ver que ha seguido el mal camino. Mi maestro se llevará un gran disgusto.
—¿Vuestro maestro? —preguntó Julien.
—El padre Bertin, párroco de Ourges. Fue mi primer destino cuando salí del seminario y él se convirtió en mi mentor. Tengo pensado partir para Ourges este domingo, pues no tengo noticias de mi maestro desde el verano pasado, y aprovecharé para llevar la triste noticia a los padres de Simon.
—Espero que vuestro maestro se encuentre bien.
El padre Daniel quitó importancia al asunto con un gesto de la mano.
—Es un hombre mayor, pero fuerte. Y si hubiera pasado algo realmente grave, desde el pueblo habrían mandado mensaje aquí, al obispado, y me habría enterado.
Una vez Daniel se fue, el marqués siguió hablando con ellos del caso Ferdeine.
—Por un conocido mío, oficial de la guardia de la ciudad, me he enterado del interrogatorio de los bandidos que capturasteis: fue un asalto premeditado. Llevaban días vigilando a Eloise de Ferdeine y tenían orden de raptarla junto con su acompañante. Del grupo, algunos son de aquí, como el que ha hablado, pero otros venían de Chaville, como el difunto Simon. Y el nombre del contratante me preocupa: La Víbora —Michel palideció y se encogió como si hubiera recibido un golpe—, una organización criminal, centrada en la trata de mujeres. También llaman así a su jefe. Dicen que se escapó por poco de una redada este invierno.
—Doy fe de eso —dijo Michel con un hilo de voz—, pues yo estaba allí y lo herí.
—No os preocupéis por eso ahora: han movilizado a parte de la milicia local para reforzar la seguridad y mañana llega el archicanciller con su guardia. No tendrán ocasión de intentar de nuevo el golpe.
No tuvieron mucho tiempo para dedicarle a las revelaciones del marqués. Estando en el jardín, comentando entre ellos lo que les había contado, Jacques señaló de pronto hacia la puerta.
—¿No es aquella Sara Loupe? Creo que os hace señas, Laffount.
En efecto, se trataba de la pelirroja. Michel, Colette y Chloé se reunieron con ella en la puerta.
—¿Qué haces que no entras, Sara? —preguntó Chloé.
—No tengo invitación.
—¡Valiente tontería! Tu padre está dentro y tú eres mi amiga.
—No lo decía por mí —repuso la pelirroja, haciéndoles salir. A la vuelta del seto, encontraron a Madeleine Prevoye, como la muñequita de una niña obsesionada por el encaje rosa—. Tenía concierto esta tarde en casa del capitán Léger, pero lo han cancelado. ¡Está toda la milicia como loca! No quiere volver a casa y no sabía a dónde llevarla. ¡Por favor, Chloé!
Por supuesto, no costó convencer al señor de Carbellac para que extendiera su invitación a la joven Prevoye. Con ella —que no dejaba de mirar con ojos muy abiertos a Colette y a Noel— y con Sara en el grupo, dejaron la conversación sobre La Víbora y se centraron en disfrutar de la fiesta.
El viernes tampoco sería de descanso: Michel Laffount, tras pedir permiso al señor de Carbellac —no olvidemos que se hospedaba, al igual que los hermanos Lafleur, en su casa—, organizó una cena para sus amigos. Una velada íntima que se prolongó hasta bien entrada la madrugada bajo el cielo nocturno.
El frío de la noche primaveral, sumado al resto de eventos de la semana, se cebaron en la frágil salud de Noel. Esa misma noche sufría una crisis.
—No te preocupes por mí, hermana. Excúsame ante nuestros amigos y disfruta tú del baile.
—¿Qué tonterías dices? Sabes que debes ir tú al baile. Que debemos evitar cualquier rumor sobre tu salud que puedan usar los Mazet, malditos sean por siempre, contra nuestra familia. Diremos que soy yo la que está enferma e iré en tu lugar, como siempre hacemos. No te preocupes.
Y Colette se fue a prepararse para el baile, aguantándose las lágrimas. Tendría que rechazar la invitación de Julien.
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El Gran Baile fue fastuoso. Los modelos que allí se lucieron marcarían tendencia para todo el año siguiente en los bailes de máscaras de Gabriel, como era habitual, y lo que sucedió se comentó en tertulias y se escribió en las gacetas de todo el principado, así que no voy a aburrirles contando algo que, sin duda, ya estarán cansados de escuchar.
Como saben, hubo dos trajes que se coronaron como los reyes de la fiesta: el fénix y el mariscal. Los llevaron Michel Laffount de Gévaudan y Julien Lafleur d’Aubigne. El primero acudió acompañado de Sara Loupe y el segundo, de Chloé de Carbellac, aunque en algún momento de la noche intercambiarían parejas.
Los jóvenes, al igual que Jacques Lafleur y Colette, haciéndose pasar por su hermano, pudieron codearse durante la fiesta con todo tipo de personalidades, tanto de Gabriel como del extranjero: fueron presentados al archicanciller y a su hermana Alystaire y Julien bailó con ella; hablaron con Claus Bogarde, barón de Biancavilla, el agregado militar de la embajada de Bellafonte que conocieran en la fiesta del conde de Carbellac, y con el coronel Mijail Visnij, de Los Halcones de Phaion, y su esposa. Ninguno tuvo tiempo para aburrirse y atesoró allí recuerdos preciosos.
El final de la velada, sin embargo, se torció. El problema fue, como no, Eloise de Ferdeine. Una de las jóvenes más deseadas de Dupois, reconocible pese al disfraz y a la que todos los jóvenes y los no tan jóvenes quisieron sacar a bailar. Algunos, como Alphonse Mordaunt, hijo del canciller de la ciudad, haciendo gala de unos exquisitos modales. Otros… todo lo contrario. Jacques Lafleur fue la defensa de la joven contra esos últimos y ambos terminaron bailando juntos más veces de lo que sería decoroso, lo que soliviantó aún más los ánimos. Una palabra llevó a otra, un gesto a otro y el joven terminó con una cita al amanecer en el Prado de San Serván, lugar habitual de duelos en la ciudad. No se escandalice por esto el lector, que cuentan las crónicas que dieciocho citas similares se concertaron en el baile.
Jacques acudió a su hermano para que le hiciera de padrino. Michel y Noel, es decir, Colette, se sumaron también. ¡Nunca se sabía qué podía ocurrir! Cuando fue menester, tomaron los dos coches de que disponían —el de Michel y el landó que el marqués de l’Aigle Couronné había puesto a su disposición—, pararon a ponerse unas ropas más apropiadas y tomar las espadas, y fueron a la cita.
A un tris estuvieron de no llegar. En una calleja larga, entre tapias de fincas, poco antes de llegar a San Serván, unos malandrines de mala catadura los emboscaron. Por fortuna, el carro del marqués iba bien provisto de pistolas y ellos estaban ya fogueados para perder el temple en una reyerta nocturna. En segundos, dos de los asaltantes caían muertos o malheridos y el cabecilla bajaba la espada.
—¿Quién os ha contratado y por qué?
—Quién, es cosa mía. El porqué, es bien sencillo: entreteneros para que no impidáis el duelo.
Los jóvenes se miraron entre sí, sorprendidos, y luego miraron al matasiete. Todo vestido de negro y con una mueca irónica en los labios, parecía de todo menos preocupado por su suerte.
—Disculpad, pero tenemos un malentendido —dijo Julien, con sorna—: son vuestras mercedes quienes nos impiden acudir a nuestra cita en San Serván. Si cree que miento, puede venir con nosotros y comprobarlo.
—No parecéis el tipo de hombre que asalta a traición a otro en un callejón oscuro. Os ruego disculpéis si os he retrasado.
Julien bajó el arma y dejó que el matasiete se marchara. Éste, tras recoger a su compañero herido, se dio la vuelta para despedirse con una advertencia:
—Tened cuidado. Si estábamos aquí sólo cuatro no era por falta de oro para comprar espadas, sino por la premura del encargo.
Se dieron cuenta entonces de que les faltaba Michel. Lo llamaron y buscaron y lo encontraron junto al segundo carro, apoyado contra la tapia y recuperando el resuello. Tenía la pierna ensangrentada y la pistola humeante.
—Pero, ¿qué os ha ocurrido?
—Nada. Sigamos, si ya está todo resuelto.
Y se alejaron de allí, mientras los perros ladraban furiosos al otro lado de la tapia.
En pocos minutos, llegaban al Prado de San Serván. Se trataba de una explanada junto al río, al norte de la ciudad, cubierta de suave hierba y al que árboles de gran porte daban sombra en verano. Matorrales y cañizos rompían la visión y ofrecían zonas discretas y el terreno firme y llano permitía el paso de los carruajes. En verano debía ser un paseo apreciado por la tarde y, como el ruido de aceros cruzándose atestiguaba, era el sitio predilecto para solventar discusiones.
No les costó mucho encontrar a sus oponentes: un joven que rondaba los veinte años, bien parecido, de mirada engreída y ademán afectado y otro, con ropas menos lujosas, bajo, de cuello de toro y nariz de boxeador. En éste sorprendió Michel una mirada furibunda cuando los vio llegar.
Ninguno era desconocido para los cuatro amigos, pues los habían conocido en la fiesta de los D’Aubigne: Lorens Gilson, hijo del conde de Malache, y su primo y guardaespaldas, Roger de Rochefleur.
—El señor de Malache estaría dispuesto a aceptar unas disculpas para no estropear la noche del Gran Baile.
—El señorito de Malache debería aprender a beber antes de acudir a un baile con los mayores —saltó Jacques antes de que su hermano pudiera decir nada.
Sin más que decirse, desenvainaron los aceros. Julien le hizo un gesto contemporizador a su hermano y se apartó.
La posición de Lorens era de manual y algo rígida. Jacques, haciendo caso a su hermano, se ciñó a la elegante esgrima de duelo de la Vera Cruz. Tampoco necesitaba más: su aguda vista le daba ventaja en la penumbra del amanecer, donde la hoja de la espada se confundía con el gris de la bruma que reptaba del río.
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—¡Insensatos! —exclamó Eugène de Guignes, marqués de l’Aigle Couronné—. ¡Vaya una ocurrencia, batirse en duelo con el hijo del conde de Malache! Por lo menos, le habréis permitido ganar.
El reloj del salón acababa de dar las 8 de la mañana. El marqués estaba con el camisón de dormir y un batín de terciopelo. Michel Laffount y los hermanos Lafleur se habían presentado en su casa tras dejar a una agotada Colette en la suya, encontrando al marqués a punto de acostarse.
—Se marchó con una estocada limpia al brazo —dijo Jacques—. Nada grave.
El marqués se mesó los cabellos. Luego, se sirvió una copa de brandy para despejarse y les ofreció la botella a los tres jóvenes.
—El conde no se anda con remilgos en lo que respecta a su hijo —dijo, tras apurar la copa—. Y, encima, está el marqués de la Tour d’Azur, dispuesto a vengar a su sobrino, aunque sólo sea por dejar de oír a su hermana. Y de él ya sabéis que no podéis esperar salir librados con un brazo en cabestrillo.
»Escuchadme, si en algo apreciáis mi consejo: desapareced una temporada. Esfumaos. El marqués perderá interés cuando deje Dupois y los matasietes que os mande el conde os perseguirán lo que dure el oro. Y su bolsa es lo único que el conde quiere más que a su hijo. No volváis a Chaville directamente ni vayáis por las carreteras principales: os atraparían enseguida. Disfrutad de una excursión por el campo por cuatro o seis semanas.
Tomó De Guignes un mapa de Gabriel de una estantería y lo extendió sobre la mesa. Lo recorrió con el dedo.
—Ourges… —murmuró, pensativo—. No es mala idea. —Se volvió a los jóvenes—. El sacerdote de casa de los Carbellac, Daniel Magloire, partía hoy hacia Ourges por el río, me dijo. Es una ruta rara: seguro que no piensan en ella. El pueblo no está mal comunicado. Volver de él os será fácil. Si no se os ocurre otro camino, es una buena opción. Embarcará en el arrabal, en la otra orilla del Carignan y no creo que parta antes de las 11 o las 12. Aún os da tiempo.
Los tres jóvenes discutieron la situación entre ellos. El encuentro camino del duelo y la muerte del joven Fernand eran un terrible aviso y entendieron la necesidad de desaparecer. En cuanto al camino, se quedaron con la idea del marqués al no tener otra mejor. Ir a Ourges, además, les podía permitir averiguar algo más sobre el ataque a Eloise de Ferdeine y Sara Loupe.
—Dejemos a Noel al margen de esto. Bastante tiene con cuidar de su hermana —propuso Julien.
—Al contrario. De nosotros, es el que más arriesga —le contestó Michel—. Si lo dejamos atrás, tarde o temprano irán a por él y puede que su hermana se vea implicada. ¡Ah, si se hubiera quedado donde los carros no habrían reparado en él! Pero tuvo que atender la herida de Gilson. Cada vez se parece más a su hermana.
—Haré correr la voz de que mademoiselle Leclair está bajo mi protección —intervino De Guignes—. Eso debería bastar.
»Tomad estos cincuenta doblones; es lo que tengo en casa. No, no me discutáis, ya me los devolveréis a la vuelta. Llevaos también mis pistolas: nunca está de más ir armados por esos caminos de Dios ¡Vamos, moveos!
Baile de máscaras, 1×02. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).
Segunda sesión de la aventura, ya con todo el grupo presente. Mucho roleo: breve la fiesta de los Lafleur (realmente, fue el final de la anterior sesión); el tiempo necesario para la de los Carbellac y la improvisada por Michel, que dio pie a justificar la ausencia de Noel del baile, para desgracia de Colette, que ya había conseguido que Julien la invitara; y un buen rato para el Baile: la preparación de los trajes; la alfombra roja con Julien y Michel chupando cámara, cada uno a su estilo; los numerosos pnjs con sus charlas, bailes y demás. Y su ración de acción: el duelo, con la emboscada previa.
Colé bastante cameo de campañas anteriores, aunque sólo Menxar iba a pillar las referencias: estaban los padres de Goran Visnij, Claus Bogarde y unas jóvenes Diaratyh y Angélica (no hablaron ni las mencioné por nombre, así que tampoco las menciono en el texto, pero estaban en el baile acompañando a su maestra) de mi primera campaña de Ánima Beyond Fantasy. Y también el segundo pj de Menxar, el hombre de negro, comandando a los malandrines de la emboscada (el hombre de negro, junto con el alfeñique mediopelo de Pírixis, formaron una pareja muy divertida y alguna vez los hemos rescatado). Trece años han pasado de esa campaña y me apetecía hacer un pequeño homenaje.
Y a un personaje de Charlie, otra vez, casi se lo comen unos perros. Empieza a ser una constante universal.
PD: Claus Bogarde pertenece a la sociedad secreta de los Iluminados de Raverna. Llevaba un colgante o un broche que fue identificado por el padre de Sara Loupe (a veces profesor universitario, a veces tertuliano de Iker Jiménez). Lo dejo anotado aquí por si resulta relevante en el futuro.
Fue curioso conocer a Bogarde antes de que se volviese un tío muuu chuuuungo al que apodamos «El bogavante».
Y me dio mucha pena que Colette no pudiese ir al baile como ella misma, pero algo me decía que iba a ocurrir así.
Bueno, es lo que tienen las desventajas. Y sin tener a Colette de Noel en el baile, hubiera sido difícil que jugara el resto de la aventura y las siguientes.
En cuanto a Bogarde, el pobre diablo nunca superó la muerte de su familia, pero es un antagonista al que tengo cariño. Hacía bien de jefe cabrón del grupo de Angélica.