Baile de máscaras — La Danza de los Carruajes

Dupois, la ciudad del cisne blanco, la joya de la corona de Gabriel, edificada en una zona de manantiales y lagos que alimentaban el Carignan. Sus grandes bulevares, sus magníficos palacios y teatros, sus populosos barrios se levantaban en terreno ganado a las marismas y, a su alrededor, granjas, ríos, bosquecillos y los lagos supervivientes lucían hermosos y perfectos, como si un regimiento de jardineros obsesionados e incansables cuidasen de que hasta la última briza de hierba estuviera en armonía con el resto. Las aves que invernaban en los lagos seguían siendo la estampa más conocida de la ciudad y el espectáculo de la migración de primavera, es especial de los cisnes, había sido tema de poemas, sonatas y sinfonías y era festejado con verbenas y bailes de toda condición social.

La Danza de los Carruajes


El más importante de estos eventos, el Gran Baile de los Cisnes, se celebraba con motivo de la migración de estas aves. Organizado por el canciller de la ciudad y las más antiguas y nobles familias, acudían personalidades de todo el Imperio y conseguir una invitación era un sueño para todo gabrielense que se preciara.

Michel Laffount de Gévaudan, Julien y Jacques Lafleur d’Aubigne y Colette y Noel Leclair de Dunois eran muy conscientes del honor que les había hecho el señor de Carbellac, cabeza de tan antigua y noble familia de Dupois, y que repartía siempre algunas invitaciones entre jóvenes prometedores de su escuela de esgrima o de la escuela de su mujer.

Era costumbre en los últimos años que el baile se celebrase el sábado de la semana siguiente a la migración de las aves, para dar tiempo a que las diligencias más rápidas trajeran a los últimos invitados. Sabiendo que, para ese año, se esperaba tan magno evento para últimos de abril, cada uno de nuestros amigos organizó su viaje a su manera.

Los hermanos Lafleur optaron por ir en su propio coche y disfrutar de un viaje de diez o doce días con la primavera en todo su esplendor como sólo pueden hacerlo dos jóvenes de familia acomodada. Los padres les habían dado fondos para que organizaran un pequeño baile de agradecimiento al señor de Carbellac, en el que, de paso, debían invitar a posibles pretendientes para su hermana a la fiesta que darían en otoño.

Laffount, buscando demostrar su valía ante unos padres que lo ignoraban, tomó trajes y vestidos como para dos meses de fiesta continua y marchó por el río. Lo mismo harían, aunque por su lado, los hermanos Leclair, ya que era dudoso que la frágil salud de Noel aguantara el camino por tierra. Iban acompañados por un mayordomo, dos criados (el ayuda de cámara de Noel y la doncella de Colette) y por Joël Besson, el médico personal de la familia y maestro de Colette. Los Leclair alquilaron una casa en Dupois, mientras que los otros aceptaron la invitación del señor de Carbellac y se hospedaron en su casa.

Entre unas cosas y otras, para el sábado 14 de abril estaban todos en Dupois, a tiempo de ver la migración de los cisnes y la tan cantada por los poetas «lluvia de plumas» que dejaban caer sobre la ciudad… aunque los que estaban debajo podían comprobar de primera mano que aquella lluvia, lo que menos contenía, eran plumas.

El domingo coincidieron todos en misa, en la catedral. Aunque los gabrielenses no eran, lo que se dice, muy religiosos, las costumbres son las costumbres, y no dejaba de ser un acto social. Eugène de Guignes, marqués de l’Aigle Couronné, arrastró consigo a los jóvenes.

—¿Vendréis conmigo esta noche a la Danza de los Carruajes? —les propuso en tono conspirador, una vez se fueron las muchachas. Ante la incomprensión de sus acompañantes, se explicó—: los carruajes se reúnen en el Gran Bulevar, con las capotas echadas y sin distintivos. Van hasta el final y vuelven, lo que forma una cadena sin fin. Bebemos, nos reímos y oteamos. Siempre hay alguien que lleva algún trovador, así que también hay música. Y, cuando se pone el sol, nos ponemos las máscaras de cisne y las capas blancas y negras y saltamos de carruaje en carruaje —Y sonrió con toda la picardía lasciva de la que era capaz.

—¿Y las mujeres…? —empezó a preguntar Michel Laffount.

—Se disfrazan igual.

—Y, ¿cómo se distingue entonces…?

—Con mucho tacto. —La risa del marqués llenó la taberna donde habían parado a disfrutar de un jerez—. Vamos, busquemos vuestros disfraces. Y recordad: lo que ocurre en la Danza…

 

—…Queda en la Danza —terminó de contar Chloé de Carbellac a una ruborizada Colette Leclair. Estaban en la habitación de la primera, con la cama ocupada por sendas máscaras de cisne y amplias capas blancas ribeteadas de plumas negras—. Tengo coche, las máscaras y he tomado precauciones. —Y enseñó unos frasquitos y unas bolsas con hierbas—. ¡Venga, atrévete!

—¿Tus padres te dejan?

—Oh, mi padre ha puesto el grito en el cielo, pero mi madre le ha dicho «¿Se te ha olvidado cómo nos conocimos?» y ahí terminó la discusión.

Colette se mordió el labio. Desde luego, sus padres no aprobarían tal cosa ni en un millar de años. Por otra parte, no estaban allí y aquella podía ser una de las pocas noches en las que pudiera ser realmente libre, sin estar atada por las responsabilidades de ser la hija de los condes de Dunois o por tener que interpretar el papel de su hermano Noel. Sin darse tiempo a pensarlo mucho para no arrepentirse, aceptó la propuesta.

Colette comió con su hermano. Noel la informó de que había quedado con los otros por la noche, pero se abstuvo de entrar en detalles. A la joven le pareció muy gracioso y también tierno las dificultades de su hermano para tratar de ciertos temas con ella.

—No te sobresfuerces y deja el salto entre carrozas a los demás, que la semana es larga.

 

Por la tarde, Jacques Lafleur (Julien había excusado su presencia), Michel Laffount y Noel Leclair se presentaron en casa del marqués. Éste había aprovisionado ya su coche, despojado de escudos y librea, con los disfraces, coñac y tentempiés para la larga velada. Por si la cosa se iba de madre, les enseñó las cuatro pistolas con abundante munición ocultas en el hueco de uno de los asientos.

El comienzo fue tal y como les había contado el marqués: cerca de dos centenares de coches, cubiertos algunos, otros abiertos, sin adornos y con criados y cocheros embozados, se habían ido juntando en el bulevar en la hora y pico previa al ocaso, con cierta presencia de mirones y vendedores ambulantes. La comitiva, a paso lento, recorría el bulevar de un sentido al otro, de forma que los coches se iban cruzando y les permitía buscar y concertar, en un ejercicio de oteo, intercambio de miradas y gestos de abanico, las primeras citas nocturnas. La mayoría de los ocupantes de los coches aún no habían tomado en esta fase las capas blanquinegras y cubrían sus rostros con antifaces y máscaras más ligeras.

Conforme el ocaso extendía su oscuro manto, los coches cerraban las capotas, los mirones eran echados sin contemplaciones por guardias de las principales casas y los vendedores ambulantes eran recolocados en los extremos del bulevar, a modo de zona de avituallamiento. El bulevar quedó en penumbra, con las farolas públicas apagadas y con la única iluminación de unas linternas de colores suaves distribuidas entre los árboles y setos, que daban la suficiente luz para que los cocheros vieran su camino y para que los cisnes pudieran calcular las distancias con seguridad. En un momento dado, tañó la campana de uno de los coches, que fue coreada por el resto: empezaba la fiesta.

Apenas oyó el repiquetear de las campanillas, el marqués de l’Aigle Couronné tomó su capa y máscara y se despidió de sus compañeros. También Jacques Lafleur se levantó, pues su objetivo se acercaba

—Recordad: Jabalí es la contraseña —les dijo Michel—. Así evitaremos cruzar sables esta noche.

Se volvió hacia Noel y continuó:

—Por allí se acerca el nuestro: en ese landó vi antes una pelirroja que me gustaría conocer más de cerca.

—Prefiero quedarme en el coche, Laffount: el viaje en barco me ha cansado más de lo que yo esperaba.

—Tonterías, Leclair. Tomad un poco de reconstituyente. —Le sirvió una copa del excelente coñac del marqués y luego otra y aún una tercera, mientras no perdía de vista el landó de caballos bayos.

 

Colette llegó a casa de Carbellac en el coche que habían alquilado junto con la casa ella y su hermano. Chloé la esperaba acompañada de otra muchacha de su edad, algo más baja que Colette, pero de muslos y busto más rotundos. Era pelirroja, con el cabello a media melena suelto y la cara, más simpática que hermosa, salpimentada de pecas.

—Sara Loupe. —La presentó Chloé—. Es la hija del profesor Loupe. ¿Te acuerdas de profesor? Estaba en casa de mis padres el mes pasado, durante el eclipse de Luna. Sara se queda en casa de una amiga y no tenía nadie con quien ir a la Danza.

No tendrá la amiga padres tan abiertos como los tuyos, pensó Colette, pero nada dijo y saludó a Sara con cierta frialdad involuntaria. No se había preocupado nunca por no llenar los escotes de los vestidos de fiesta, quizás por tener a Chloé y su cuerpo de muchacho atlético siempre al lado, pero ante la feminidad desbordante de Sara no pudo evitar sentirse molesta.

Tomaron el landó de los Carbellac, con un cochero cuyas formas no podían negar un pasado de armas. Llevaban vino dulce, anís y pastelillos de miel y de almendras para entretener la tarde y, pronto, el alcohol las fue desinhibiendo. Sara hablaba por los codos, pura energía. Era un pozo de conocimientos, a cada cual más inútil, pero en sus formas se notaba la diferencia de clase social. Era divertido hablar con alguien tan ajeno a los convencionalismos sociales de la alta sociedad gabrielense. Divertido, escandalizante y agotador.

—¿No es ése el landó del marqués de l’Aigle Couronné? —preguntó en cierto momento Chloé.

—Por lo menos, él va en él —contestó Colette al reconocer la sonrisa descarada bajo el antifaz—. Los hermanos Lafleur, Laffount y mi hermano deberían ir con él.

Chloé no añadió nada, pero sus ojos brillaron al escuchar el nombre de Laffount.

Llegó la noche y sonaron las campanas. Hacía ya un rato que, con ayuda del cochero, habían cerrado el coche. Las tres muchachas se miraron con nerviosismo en la oscuridad

—Debemos ponernos las capas —dijo Chloé.

—¿Sin nada debajo? —preguntó Sara.

—Supongo que lo que sobre, en su momento…

—Pues ya me la he quitado toda.

Chloé y Colette se miraron por encima de Sara. Las risas se llevaron el nerviosismo. Colette se puso la máscara y abrió la portezuela del coche.

—Divirtámonos esta noche.

Y saltó al coche con el que se cruzaban.

 

Lunes de resaca. En algún momento de la larga noche que se había prolongado hasta el alba, Michel Laffount había olvidado que estaba citado con Fernand Duchamp para desayunar.

Veterano de mil francachelas, Michel se encogió de hombros —ya tendría tiempo para dormir—, se sirvió otra copa de vino aguado y atacó los huevos, el tocino y el queso que le aguardaban desafiantes.

Fernand, vestido con un sobrio traje y con una cartera a su lado, no había dejado de dar las gracias a Michel por haber salvado la vida de su hermano.

—Es muy desconsiderado por su parte no haber venido aún a ver a su hermano y a sus padres —dijo Laffount—. Pero no es menos cierto que no se ha recuperado del todo de la aventura. Se ha retirado a un balneario —hizo una pausa—. Con la señorita Cécile Chapelle. Creo que pronto habrá anuncio de boda. Apunta alto vuestro hermano. «Émilien Duchamp, vizconde de Soirault». Suena bien.

Fernand bufó por lo bajo.

—¿Vendréis a comer con mis padres, entonces?

Michel asintió.

—Tengo vuestra invitación. También he hecho llegar las suyas a los hermanos Lafleur y a Leclair. No faltaremos. Pero —añadió al ver que Fernand dejaba dinero sobre la mesa y tomaba su cartera—, ¿os marcháis ya?

—Un caso me reclama. —Vio en la cara de Michel que sin explicarse no se iría. Suspiró y dejó la cartera otra vez a su lado.

Un guardabosques había asesinado a un campesino al que pilló cazando en el bosque, explicó. El bosque era coto del conde de Malache, el guardabosques era su guardabosques y el campesino vivía en una de las aldeas del conde, por lo que era también su campesino. Y dejaba viuda y varios hijos y Fernand buscaba conseguir una indemnización para ellos.

—Lo lleváis claro si esperas que un terrateniente suelte siquiera un cobre. Soy un lego en leyes, pero, ¿no es acaso legal defenderse de un ladrón?

—Ha sido un invierno duro y la cosecha del año pasado no fue buena. Para los campesinos del conde de Malache ha sido peor, pues les cobra una barbaridad por usar los molinos. Hace poco ganamos (mi bufete, digo) un pleito contra Malache en favor de uno de sus pueblos que les permite construir su propio molino. La aldea de este campesino está cerca de Dupois, así que bastaría con que ganaran acceso a los molinos de la ciudad. Aunque ganara el pleito, al final le costaría bastante más de lo que le pido como indemnización para la familia.

—Abogados, ¡qué terrible enemigo! —rio Michel—. Permitid que os acompañe: me gustaría conocer al conde.

Así se acercaron los dos jóvenes a la mansión del conde de Malache, situada a las afueras de la ciudad. Una casa de estilo antiguo, hermosa y discreta por fuera y amueblada con mal gusto y horterismo destilado.

Simon Gilson, decimotercer conde de Malache, resultó ser un hombrecillo que rondaba los cincuenta años y que ocultaba su calvicie con una peluca empolvada pasada de moda, su incipiente barriga con una faja de seda azul y lo escuchimizado de su espalda con una casaca de terciopelo rojo con evidentes hombreras. Nada que ver con el hombre de treinta y pocos años, de porte aristocrático y mirada severa que lo acompañaba y que presentó como su cuñado, el marqués de la Tour d’Azur.

La conversación entre el conde y Duchamp siguió los derroteros que se temía Michel: el conde defendió a su guardabosques, habló de los males de la caza furtiva y se cerró en banda a la posibilidad de una indemnización.

Ahí habría quedado todo de no ser por el marqués, que entró atacando las motivaciones de Fernand y el flaco favor que hacía al ilustre apellido Duchamp sus ataques a la alta sociedad. Michel entendió que aquello trataba más del asunto del molino y quizás de otros que el abogado no le había contado.

La discusión subió de tono, con expresiones y proclamas muy revolucionarias de Fernand que a Michel, miembro de esa alta sociedad a la que se refería el marqués de la Tour d’Azur, no le gustaron nada.

—El marido de vuestra madre debe sentirse avergonzado al ver cómo… —El marqués no pudo terminar. Fernand, fuera de sí, le cruzó la cara de una bofetada. Michel saltó como un resorte, pero el marqués lo refrenó con un gesto. Luego, se quitó el guante de la mano derecha con lentitud—. Aunque nada me obliga a responder a este ataque con algo que no sea la ley, estoy dispuesto a daros la oportunidad de cruzar vuestro acero con el de un verdadero noble, señor abogado y, quizás así, encontréis de nuevo el honor que habéis extraviado.

En el intrincado juego social gabrielense, un caballero (rango social de la familia Duchamp) no podía retar en duelo a un marqués, por lo que la bofetada habría terminado en la justicia ordinaria, además del castigo social para la familia. A Michel no se le pasó por alto el detalle del marqués que, al retar él, permitía al abogado salvar su honor.

El duelo se organizó con rapidez en los jardines del conde de Malache, con éste y Michel Laffount de padrinos. La posición de Fernand traslucía sus años en la Vera Cruz del señor de Carbellac, pero también la falta de práctica reciente. La del marqués era casi indolente y sólo un ojo experto podía ver lo sólido de su defensa.

Se defendió bien el marqués de las primeras estocadas de Fernand, como si estuviera evaluando a su oponente. De pronto, provocó un ataque con una finta, paró y desvió la hoja de su rival, cambió de dirección en un movimiento imposible y tiró a fondo, atravesando el pecho a la altura del corazón. Fernand Duchamp se desplomó sin un gemido.

Para Michel el tiempo se detuvo. ¡Oh, triste ironía del destino: salvar al hermano menor de una criatura de pesadilla y perder al mayor en un duelo estéril! Fue consciente de como el marqués se arrodillaba para cerrar los ojos del caído, cruzar sus manos sobre el pecho y, entre ellas, depositar la espada. Fue consciente del destello de alegría en la mirada del conde de Malache. Fue consciente del trino alegre y fuera de lugar del jilguero. Pidió ayuda para llevarse el cuerpo de su amigo y el marqués, antes que el conde, ordenó que preparan un carro y ayudó a Michel y a los criados a subirlo al mismo.

Y así, a la hora de la comida concertada con los padres de Fernand y Émilien Duchamp, Michel Laffount les trajo el cadáver de su hijo mayor.

Baile de máscaras, 1×01. Con Jacques Lafleur d’Aubigne (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Entramos en materia con el gran baile. A última hora se nos cayó Alcadizaar por enfermedad, así que decidí alargar la sesión para no plantarnos ya en el baile. Es decir, la hora antes de la sesión, buscando como loco algo que meter. De una aventura de Alatriste en Venecia se me ocurrió la idea de dar un ambiente más carnavalesco a Dupois y su fiesta de la migración de los cisnes. Lo de la danza de las carrozas al recordar algo similar que leí no hace demasiado, creo que en el Madrid de los Austrias. Con todo eso, quedó una mañana muy erótico-festiva, que rematamos con una escena sacada de Scaramouche.

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