El sábado 17 de marzo, el día del eclipse de luna, amaneció radiante, con el rocío fresco y abundante en los campos y la atmósfera limpia, con una brisa que se llevaba los pesados olores de Chaville. Era el segundo día de la desaparición de Émilien y todos sentían que el tiempo apremiaba.
Fernand, con gran dolor, no pudo participar en la búsqueda de su hermano: su visita a Chaville había sido por un asunto profesional, unas consultas que debía hacer. Apelando a la desaparición de Émilien, había conseguido retrasarlas al sábado por la mañana, para luego tomar la diligencia de vuelta a Dupois. Ya se había despedido del resto del grupo tras la cena.
Jacques Lafleur se había levantado bien temprano esa mañana, con idea de organizar la cuadrilla de búsqueda que había comentado la noche anterior. Tiró de amigos, conocidos y los criados de éstos y, para las diez de la mañana, tenía un grupo de veinte o veinticinco personas en el camino de poniente.
Julien y Michel se encontraron, a primera hora, en casa del marqués de l’Aigle Couronné.
Colette, con el miedo sentido durante el encuentro con los ladrones muy presente, tomó también esa mañana las ropas de su hermano. Noel y su madre le pidieron que no fuera, pero ella, afirmando que su hermano no dejaba a sus amigos y que no era ningún cobarde, no dio su brazo a torcer. Quizás se trataba más de demostrarse algo a sí misma. Se reuniría con Julien y Michel en casa del marqués.
El marqués, como era bien sabido, era más de trasnochar que de madrugar. Tuvieron que poner al tanto a su secretario para que éste aceptara despertarlo. El marqués reaccionó rápido y los recibió en su despacho, vestido sólo con un batín sobre el camisón. Tras pedir que les sirvieran un desayuno, pidió a nuestros amigos que le contaran todo. Salvo una exclamación de sorpresa al oír el nombre de Soirault, escuchó en silencio hasta el final.
—En verdad que esa chica está maldita —dijo al final.
Ante las preguntas de los tres jóvenes, les contó que la señorita Cécile Chapelle, hija única y heredera del vizconde de Soirault, había perdido dos novios en el último año. El primero, en un accidente de coche mientras volvían ambos de un concierto. En los mentideros se decía que él había intentado violarla. Con el forcejeo, los caballos se encabritaron y el coche se estrelló. Ella salió ilesa, pero él murió. El vizconde habría tapado los hechos por respeto al honor de la familia del finado.
En cuanto al segundo, era un universitario de menor condición social, hijo de un caballero. De pronto, ocho meses antes, se enroló como marino y se hizo a la mar, sin dar explicaciones. Ni siquiera se despidió de los padres en persona.
Sobre los planes de búsqueda, les entregó una carta para el oficial al mando del puesto de guardia de la puerta occidental, un conocido que, según les dijo «le debía varios favores». También les dejó varios de sus perros de caza, guiados por un criado.
La carta hizo milagros: el oficial, buen conocedor de la zona, les cedió diez hombres y coordinó la búsqueda con la cuadrilla reunida por Jacques. Sin embargo, fue pesimista por la suerte corrida por Émilien.
—En invierno siempre hay problemas con bandoleros. El hambre y la falta de viajeros propia de la estación hace que se acerquen a la ciudad.
—Ayer nos tropezamos con unos salteadores de caminos —dijo Michel, para contar a continuación su encuentro con la banda del ladrón sonriente.
El oficial negó con la cabeza.
—Lucien es un ladrón de los barrios bajos, cortabolsas y timador, no un bandolero. Un tipo extraño, siempre acompañado de un gigantón y, a veces, de un mudo. No le gusta usar la violencia y, por eso, se ha visto arrinconado en los arrabales más exteriores por otras bandas más agresivas. Pero si él dijo que no tuvo nada que ver, podéis creerle.
Fue un día agotador: organizar las zonas de búsqueda, el avituallamiento, preguntar en las granjas y mansiones… Ellos mismos participaron en la búsqueda, aprovechando la movilidad que les daban sus caballos, y fueron quienes encontraron la primera pista, pasadas las cuatro de la tarde:
Michel y Colette habían llegado hasta el puente de la atalaya, el puente cercano a la casa del vizconde de Soirault. Tenían pensado rastrear esa parte del curso del riachuelo, mientras los hermanos Lafleur hacían lo propio con la parte baja. Ya habían observado desde lo alto del puente varias veces, tanto el día anterior como durante éste, pero fue la primera vez que se asomaron bajo él, al descender Michel al cauce del río.
—¡Leclair, aquí! ¡He encontrado un sombrero!
En efecto, un sombrero había quedado atrapado entre los juncos bajo el puente. Al sacarlo a la luz del sol, Michel reconoció el sombrero que llevaba Émilien cuando se despidieron en casa del conde de Carbellac la tarde del jueves.
Siguieron entonces el río por más de un kilómetro, pero su excitación se apagó pronto: no vieron más rastro, ni ropa ni pisadas ni hierba aplastada por un cuerpo que se arrastra.
Al volver al puente, Colette se asomó a la atalaya. Estaba vacía, con el techo hundido, pero se veía que era utilizada como refugio por cazadores y otros viajeros: había leña amontonada y restos de un hogar usado frecuentemente. Las cenizas estaban frías, pero secas y sueltas, lo que indicaba que tenían cuatro o cinco días a lo sumo, algo que no pasó por alto la joven.
Siguiendo su intuición, rodeó la pequeña torre y exploró la parte que quedaba tras ésta, oculta del camino y del puente. Encontró pisadas, hierba aplastada, ramas rotas en los matorrales y, lo más importante, un jirón de buen paño que, por el color, podía ser del abrigo de Émilien.
¿Significaba eso que el joven había sido asaltado y secuestrado allí, tan lejos de la ciudad, y que el caballo, desbocado, había luego continuado camino de su establo, hasta ser encontrado por los hombres de Lucien? Desde luego, tal cosa parecía.
Michel hizo un disparo sólo con pólvora para alertar a los Lafleur. Pronto, estaban todos reunidos. El único rastro que pillaban los perros era por el camino, en uno y otro sentido. Como el rastreo de la mañana no había dado resultado, siguieron hacia poniente. En el cruce con el camino de la mansión de Soirault, los perros quisieron ir hacia allí, pero continuaron un trecho y pronto tenían otra vez el rastro.
Lo siguieron durante una legua. El paisaje cambió. Los pastos y campos de cultivo dejaron paso a las colinas boscosas y el camino entró en un valle sinuoso. En un punto, el rastro dejó el camino para introducirse en el bosque, hacia la pared sur del valle. Los perros estaban cada vez más nerviosos, así que hicieron un alto.
—He visto varias cuevas desde que entramos en el valle. Está plagado. Seguro que esos bandidos usan una como refugio. Voy a adelantarme a pie y seguiré la ladera, a ver si la encuentro —propuso Michel.
Jacques tomó su ballesta y lo acompañó. Julien y Colette esperaron con los caballos, el criado y los perros. No tuvieron que esperar mucho. Michel volvió a los diez minutos escasos.
—Hay una cueva oculta en lo alto de un peñasco. Y hay un centinela. Jacques lo eliminará con su ballesta y entraremos. Venid detrás.
Tal y como habían quedado, Jacques despachó al centinela de un ballestazo. Luego, él y Michel se deslizaron en silencio hasta la cueva, echaron un ojo y entraron. Para cuando Julien y Colette llegaron, todo había terminado. Los bandidos eran sólo tres, incluyendo al centinela, y no llegaron a comprender lo que ocurría.
En un rincón de la cueva, cerrada por una tosca cancela de madera, yacía Émilien Duchamp. Colette corrió a atenderlo.
—Está vivo —dijo tras examinarlo—. Está deshidratado y desorientado. Puede que lo hayan drogado o puede ser por el golpe que tiene en la cabeza.
Hicieron unas parihuelas con lo que encontraron en la cueva y sacaron a Émilien con mucho cuidado. Les costó bajar la ladera y llegar hasta los caballos. Lo subieron a uno de los caballos y lo ataron y Colette, por ser la más pequeña, montó a la grupa para guiar la montura y controlar al herido.
Pero no tuvieron tiempo de avanzar mucho: un grupo numeroso y con linternas se acercaba por el camino.
Temiendo que fueran compañeros de los bandidos muertos, desmontaron, ocultaron las monturas y al herido lo mejor que pudieron y se emboscaron tras los árboles.
—Desapareced de aquí —le ordenó Julien al criado—, que no os encuentren. Luego, id y contadle todo a vuestro amo.
Cuando el grupo estuvo cerca de donde estaban los cuatro jóvenes, Julien abandonó su escondite y les dio el alto.
Los viajeros saltaron como impulsados por un resorte y tomaron sus bastones y sus cuchillos. Pero, antes de que nadie pudiera decir nada, una sombra alta se destacó del fondo de la columna.
—Señor D’Aubigne, ¿sois vos? —La sombra tomó una de las linternas y la levantó, iluminando a Julien y, de paso, iluminándose a sí mismo. Se trataba de Sébastien, el mayordomo del vizconde de Soirault.
—¿Qué hacen por aquí?
—Llevábamos todo el día buscando hacia la costa, como quedamos, cuando nos acordamos de las cuevas de este lado y de los problemas con bandidos que tuvimos el año pasado, así que decidimos venir a dar una batida.
—Llegan tarde. Ya tenemos a Émilien con nosotros. Lo habían secuestrado. Es mejor que nos vayamos rápido, pues eran pocos bandidos para ser una banda: es posible que vengan más.
Dado el estado de Émilien, decidieron llevarlo a casa del vizconde. No siguieron el camino principal, sino que siguieron atajos conocidos por los hombres de Soirault que acortaron mucho el camino. Aun así, era ya bien entrada la noche cuando llegaron a los jardines traseros de la mansión. La Luna, en lo alto, estaba siendo engullida por la sombra de Gaïa.
El vizconde los esperaba en el porche. También estaba Cécile, que bajó corriendo las escaleras al ver a Émilien. Pareció que trastabillaba en la grava y cayó dando un grito. Michel, el más cercano, avanzó hacia ella.
Para encontrarse frente a frente al horror.
El grito de la muchacha se convirtió en aullido. Su delicada nariz, en un húmedo hocico. Sus dientes perfectos como perlas, en grandes colmillos. Su menudo cuerpo en una poderosa bestia. La bestia se levantó, iluminada por la luna. Los caballos relincharon aterrorizados. Apenas un gemido salió de la boca de Michel. La bestia olfateó el aire, se giró hacia Émilien, apartó a Michel y saltó.
Colette mantuvo la cabeza fría. O, quizás, estaba en un estado de shock tal que su mente ignoró a la bestia y se centró en otros detalles. En la mirada triste del vizconde de Soirault, en la pistola que llevaba en su mano, en el lazo de Sébastien, en los cuchillos de los criados. Supo que el padre no haría daño a la hija y que el mayor peligro que corrían ella y sus amigos no provenía de la bestia.
—Vizconde, ¿cómo podemos ayudar? —gritó.
El vizconde bajó la pistola, la miró como evaluándola. Dos, tres segundos. Un tiempo que se hizo eterno.
—Llevad a Émilien al centro del laberinto. Y protegedlo.
Jacques y Colette obedecieron al punto. Cogieron entre los dos al joven y lo arrastraron como pudieron hacia el interior del laberinto de altos setos. Julien corrió tras ellos. Sébastien con el lazo retenía a la bestia. Los criados dejaban los cuchillos y cogían sus largos bastones, con los que esperaban mantener a raya a la criatura.
La bestia se desembarazó del lazo y saltó sobre los criados. Michel, que se había levantado con la ropa hecha jirones, pero ileso, la persiguió y zancadilleó, derribándola y ganando unos segundos. Julien los aprovechó para plantarse en la entrada del laberinto, en guardia, dispuesto a todo. Pero la bestia era fuerte. La espada rebotó inútil contra su piel y sus garras encontraron el pecho del joven y lo lanzaron contra los setos. Y siguió corriendo tras Émilien. Era muy rápida, pero en las bifurcaciones titubeaba, olfateando el aire. Julien y Colette estaban acostumbrados a los laberintos y sabían cómo recorrerlos. Eso les permitió llegar al centro primero.
Era una plazoleta que, durante el día, debía ser una alegría a la vista: hermosas estatuas de mármol, fino césped y las flores más delicadas. Tenía una fuente en su centro. Su vaso inferior estaba cubierto por unas pequeñas flores rosadas que parecían brillar con luz propia bajo una Luna ya casi por entero oculta por la sombra de Gaïa. Un viejo con un gastado hábito de fraile esperaba junto a la fuente.
—¡Aún es pronto! ¡Todavía no es la hora! —exclamaba sin quitarle el ojo a la Luna.
El vizconde llegó por otro camino. Disparó. La bala destrozó una ninfa junto a la que pasaba la bestia. El estampido y el ruido la hicieron dudar. Unos segundos, suficientes para que Colette y Jacques llegaran hasta la fuente, dejaran a Émilien y empuñaran sus aceros. Las armas no horadaban su piel, pero la defensa de los dos jóvenes era sólida y consiguieron retener a la bestia unos instantes. Llegaron refuerzos: primero Michel y Julien, aguantándose el dolor de sus heridas; luego, Sébastien, con el lazo. Entre los cinco se las ingeniaron para evitar las acometidas de la bestia y, al mismo tiempo, que no cayera sobre el indefenso Émilien.
—¡Ahora! ¡Ahora es el momento! —gritó de pronto el viejo fraile. La sombra del planeta había engullido a la Luna por completo—. Dejadla pasar. ¡Dejad que se acerque!
Los cuatro amigos retrocedieron, no muy convencidos. Pero Sébastien soltó el lazo y la bestia saltó. El saltó se convirtió en zancada; la zancada, en paso; el fuerte pelo negro dejó paso a la piel sonrosada; y los ojos de la muchacha vieron como unas garras volvían a ser sus manos, manchadas por la sangre de Julien; y vio a su amado, semiinconsciente, entre el embriagador aroma de unas flores rosadas. La terrible ansia de sangre dejó paso al terror de la comprensión. Un grito escapó de la garganta de la joven. Un grito que se convirtió en un desgarrador llanto y, luego, en un piadoso desmayo.
—La maldición se ha roto —anunció el fraile.
Los más cercanos notaron como una presencia en el aire. Los pelos de la nuca de Colette se erizaron y, durante un instante, se sintió en un peligro mortal. Pero debió ser su imaginación, porque allí no había nada.
Los cuatro jóvenes se miraron entre sí. Estaban vivos, con las ropas destrozadas. Jacques y Colette tenían algunos rasguños. Julien estaba en un estado lamentable, con unas profundas heridas en el pecho en las que se le entreveían las costillas.
Michel se volvió al vizconde.
—Señor, nos debéis una explicación.
Por mucho que quisieron, no pudieron sentarse en la salita de la planta baja, aquella donde habían sido recibidos el viernes, hasta bien entrada la madrugada. Primero tuvieron que proporcionar bebida y algo de alimento al pobre Émilien, que seguía como zombie, para acostarlo a continuación en una de las habitaciones de invitados. Reanimaron a Cécile con sales para comprobar que se encontraba bien. Estaba en shock, pero bastante lúcida. Uno de los criados era, como supieron después, todo un experto en drogas y la hizo dormir con un preparado.
Colette se encargó de Julien: limpió y cosió sus heridas, haciendo de tripas corazón. Su primera práctica como cirujana de combate y no sería la última. Como, no lo olvidemos, se hacía pasar por su hermano Noel, su destreza con el desinfectante y la aguja despertaron la rechifla de sus compañeros:
—Pero, ¿quién se presenta a los exámenes, ella o vos?
—¿No sois mayorcitos ya para andar jugando a los médicos?
Lo que le contó el vizconde de Soirault fue la historia de un padre enfrentado a una situación imposible.
Como les había contado el marqués de l’Aigle Couronné, el entonces prometido de Cécile, Gaston Grenier, a la vuelta de un concierto y estando bebido, intentó abusar de Cécile. Era noche de luna llena y la bestia tomó el control, destrozando al joven.
Sébastien conducía el coche y oyó el forcejeo de la joven. Acertó a parar el carruaje y abrir la puerta justo para ver cómo su ama se convertía en un monstruo de pelaje oscuro bajo el joven y lo destrozaba con garras y dientes. Al olor de la bestia, los caballos se encabritaron y se lanzaron al galope y el carro terminó despeñándose por un terraplén. Sébastien encontró a la joven desvanecida cerca y al joven destrozado entre los restos. Llevó a la muchacha a casa y puso al padre al tanto de lo sucedido.
Al despertar, Cécile no recordaba nada más allá del forcejeo con Gaston. Como los destrozos sufridos por el cuerpo del joven en el accidente ocultaban las heridas de las garras, el vizconde decidió contar la historia del intento de violación seguido de la estampida de los caballos. La historia fue creída tanto por la dignitas del vizconde como por las marcas de forcejeo (moratones con forma de dedos, arañazos, etc.) que presentaba ella en brazos y piernas.
Como no se volvió a producir el cambio, el vizconde se relajó, queriendo olvidarlo. Pero la tragedia volvió a repetirse: en una cena en la mansión de los Soirault con el nuevo pretendiente de la joven, un joven universitario proveniente de una familia de caballeros, Pépin Peletier, la bestia volvió a surgir, despedazándolo. Su padre y Sébastien, con ayuda de varios criados, lograron atarla y encerrarla. Al alba, dormida y convertida de nuevo en Cécile, la llevaron a su cuarto. Como sospechaban, la joven no recordaba nada.
Tapar este incidente fue más difícil. Varios criados fueron heridos y uno moriría por infecciones posteriores. Hubo mucho ataque de histeria y varios se fugaron. El vizconde convenció a los que se quedaron con oro y con el temor hacia la Inquisición. Se deshizo también del cuerpo y, para eliminar sospechas, uno de los criados jóvenes, vestido con las ropas del pretendiente, se dejó ver por su apartamento recogiendo sus cosas. También enviaron una carta falsificando su letra a sus padres contando que había decidido ganarse la vida en el mar. A Cécile le contaron que se había desmayado durante la cena y que el joven se había marchado.
Esto fue demasiado para el vizconde, que le contó todo a su confesor, un sacerdote metido a eremita que se hacía llamar Imperius y que había sido acogido por el vizconde hacía unos años, dejándole vivir en una antigua atalaya ruinosa. Imperius se dio cuenta de la relación con la luna llena y afirmó que la joven había sido poseída por un demonio vengativo la noche de la violación y esta posesión se repetiría cada vez que estuviera con un pretendiente una noche de luna llena, salvo que fuera una noche de eclipse y se tratara de su amor verdadero, momento en que se rompería la maldición.
El vizconde y Sébastien, convertido ya en su mano derecha en este turbio asunto, creyeron a Imperius, pero, temiendo que el demonio pudiera surgir de pronto, no sólo en presencia de un pretendiente, decidieron forzar las cosas. Sabiendo de la cercanía de un eclipse, el vizconde empujó a su hija, deshecha tras ser «abandonada» por Pépin Peletier, a relacionarse con otros jóvenes, diciéndole que ya había gastado toda su mala suerte y que el amor la esperaba.
Entró entonces Émilien en escena como el nuevo pretendiente. El vizconde quiso invitarle a cenar la noche del eclipse, pero Émilien ya había quedado para verlo con la Sociedad Astronómica en casa del conde de Carbellac. Lo intentó entonces para la noche anterior, el viernes, pero como había quedado para almorzar con su hermano, se excusó también. Al final, la cita fue para el jueves 15 de marzo. Le drogaron el vino con un preparado de acción lenta que le dejó incapacitado cuando, en el trayecto de vuelta, unos matones contratados ex profeso lo asaltaron y secuestraron. Cuando, esa noche, los cuatro jóvenes se encontraron con Sébastien y los criados, éstos iban a recoger a Émilien para el ritual. El resto ya lo conocemos.
Los cuatro jóvenes quedaron a solas. Tenían las armas a mano, por si el vizconde intentaba algo. Julien, con un gran sentido de la justica, sentía que debía hacer algo, pero su hermano dejó clara la situación.
—Nadie nos va a creer. Y, quien puede creernos, no nos interesa que se entere —Esto último iba por la Inquisición y todos asintieron lúgubremente.
—Debemos velar por Émilien, que es la mayor víctima aquí —dijo Michel—. Averigüemos cuáles son las intenciones del vizconde para con él y luego apoyemos a nuestro amigo, decida lo que decida.
A todos les pareció lo correcto y fueron a hablar con el vizconde. No tenía, les aseguró, intención de inmiscuirse en la relación de la pareja. Todo lo contrario: los apoyaría de todo corazón si ésta seguía adelante. En todo caso, estaba en deuda con Émilien y haría todo lo posible por pagarla.
Con la joven pareja fue más sencillo: el shock hizo que la joven ocultara los recuerdos de la noche como las brumas de un mal sueño. Para el joven, con sus facultades mermadas por la droga, la deshidratación y el golpe en la cabeza, el tumulto del rescate y de la lucha con la bestia se mezclaban. Fue fácil obviar el enfrentamiento en la casa y dar por válida la historia del secuestro y del rescate. La pareja continuó saliendo, lo que, en palabras de Michel, podía significar un señor braguetazo para el segundo hijo de un modesto caballero de Dupois.
La bestia visitó con asiduidad las noches de los cuatro jóvenes, hasta que encontraron más material para sus pesadillas. Pero eso es otra historia.
Baile de máscaras, 0x01. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).
Las muertes de la luna llena es una de las semillas de aventuras que trae el Gaïa I (pág. 82). Una asagiri que ha poseído a la esposa del alcalde de una ciudad. La asagiri es un espíritu licántropo que posee a mujeres. Es una criatura del manual básico que me gusta mucho, posiblemente por la evocadora ilustración de Alicia Guillem, de esa fantasía oscura que prometía el juego antes de que llegara el luminoso shonen de Wen-M. La aventura en sí la he jugado ya cuatro veces: la primera, fiel a su concepto original, como parte de una campaña informal con Pírixis y Menxar (la del alfeñique medio pelo y el hombre de negro, gran pareja donde las haya). Una forma más distinta (con un combate muy divertido y un desenlace más divertido aún para el máster) vino con Tres valles y luego con Los viajes del Ícaro.
Para esta ocasión metí una variación: la joven poseída mantiene el control, salvo cuando se encuentra en presencia de un hombre en particular: su pareja. El eclipse daba un final muy a lo Lady Halcón, película por la que siento gran debilidad y que ya adapté a partida en una lejana ocasión. Pírixis me proporcionó un ritual muy interesante, pero, por desgracia, llegó tarde para ser incluido en el montaje final.
La aventura cubría desde la tarde del miércoles, donde se presenta a Émilien, hasta el domingo, cuando se descubre su cadáver. En el devenir de la historia sin la intervención de los pjs, el vizconde y Sébastien no logran sujetar a la Cécile-asagiri, que mata a Émilien. A continuación, se completa el eclipse, se transforma, es consciente de lo sucedido y enloquece. Todo muy trágico y muy propio.
Y casi que mejor que fuera así, porque si intervenían en el ritual se tendrían que enfrentar a un padre dispuesto a todo por su hija. A la hora de hacer los pnjs (el vizconde, el mayordomo y los criados que estaban en el ajo) tuve que hacer un grupo que pudiera retener a una asagiri (mala bestia nivel 3). Dos niveles tres más tres o cuatro niveles 1 (¡y la asagiri!) para un combate en un jardín con su laberinto en una oscura noche lo tenía todo para convertirse en un escenario Kobayashi Maru (TPK, para entendernos). Cuando me encuentro en una de éstas, planteo el escenario como creo que debe ser y confío en que los jugadores encuentren cómo salir del paso.
En este caso, Menxar fue muy rápida al interpretar la mirada triste del vizconde (¡Oh, pobres chavales, que han de morir por estar en el lugar equivocado!) y, al ofrecer su ayuda y la de sus compañeros, dar una salida a la situación que no se me había ocurrido.
Fue, creo, un gran episodio piloto. Tuvo rolero, investigación, toma de decisiones y acción. Julien salió muy dibujado de esta primera sesión, así como la relación con su hermano. Jacques y Michel se compenetraron muy bien (los personajes y sus jugadores) en la incursión contra los bandidos y Colette, que estuvo más en segundo plano por el devenir de la partida, tuvo también sus momentos de lucimiento. Tras las anteriores partidas con cuatro jugadores en los últimos dos años (todas entre desastrosas y muy flojas), esta sesión me ha permitido encarar con más seguridad la campaña.