Baile de máscaras — La vieja mansión

Colette se desahogó con Julien esa noche y con Chloé a la mañana siguiente. Terminó con los ojos enrojecidos, pero decidida, otra vez, a buscar la cura para su hermano. Con el añadido de evitar que la maldición pudiera afectar a sus descendientes.

Noel se levantó al alba y acudió a la iglesia del pueblo, para hablar con Dios. Titubeó frente a la puerta. Él era más de espirituosos que espiritual, así que se sentó en la taberna que abría en ese momento sus puertas y conversó consigo mismo. Ya se sabía muerto antes del viaje. Había encontrado las pruebas que buscaba de la legitimidad de su abuelo. Pero también algo terrible que afectaba a su hermana. No podía rendirse aún. Y había un nombre que investigar.


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Baile de máscaras — La maldición de los Leclair

Bélis, a 7 leguas de Aubigne, era el centro de las tierras de los Leclair. Era una zona de colinas escarpadas y valles estrechos y vieron cultivos en terrazas, mucho bosque y dehesas para el ganado. El propio pueblo se encontraba entre dos colinas, la menor coronada por la iglesia y la mayor, por la mansión de los vizcondes de Vizaret. Era una mansión alargada, que seguía la cresta de la colina y que había crecido desde una torre de piedra de origen, sin duda, militar.

Colette y Noel habían mandado a su cochero tan pronto llegaron a Aubigne para avisar de su visita y les esperaba un coche al bajarse de la diligencia, un elegante faetón tirado por mulas. Con los hermanos Leclair iban Michel, Marie y Chloé, que querían aprovechar el viaje al máximo.

Fueron recibidos en el jardín de la mansión, que se extendía en terrazas ladera abajo, por la vizcondesa, una anciana tan encantadora como aguda.

La vizcondesa de Vizaret tenía un aire a esta señora.


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Baile de máscaras — La maldición de los Lafleur

Llegaron a la mansión de los D’Aubigne el cuarto día al anochecer, sin más imprevistos. Estaba situada a media legua del propio pueblo de Aubigne y era grande, más incluso que la casa de los condes de Carbellac y mucho más que el palacio que la familia tenía en Chaville. El servicio, encabezado por Olivier, el mayordomo (un hombre de sesenta y tantos años, recto y serio), les dio la bienvenida. Los postillones recogieron los caballos y se los llevaron de vuelta a la casa de postas del pueblo, los mozos de cuadra se encargaron de retirar los coches y los criados se hicieron cargo del equipaje, mientras Olivier y su esposa, el ama de llaves, enseñaban, a los dos hermanos y a sus invitados, las habitaciones. Julien y Jacques se hospedaban en sus cuartos, en el ala familiar, claro. Los invitados nobles se repartieron por el ala de invitados de la misma planta, que disponía de amplios dormitorios con antecámara y baño. Gwen y los niños fueron alojados en el ala preparada para invitados menores.

Había un lago, alimentado por un riachuelo que venía del parque, en el que pudieron pescar y disfrutar de una hermosa puesta de sol.


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Baile de máscaras — Espectros en la niebla

En la mañana del lunes 27 de agosto de 988, diez días después de su vuelta y una semana tras la muerte del conde de Gévaudan, Colette, Jacques, Julien y Michel se reunían en la casa de postas, listos para comenzar su viaje a tierras de los condes d’Aubigne, donde esperaban tanto disfrutar de unos días de descanso alejados del mar y del ajetreo de la ciudad como, algunos de ellos, investigar sobre sus linajes. Iban con ellos Marie Laffount, Noel Leclair y Gwen y sus hermanos. Julien, artífice de la expedición, había alquilado un cómodo coche de viaje, mientras que los Leclair aportaban en landó familiar, ambos con tiro de cuatro caballos.


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Baile de máscaras – La vuelta a casa III

Después de acompañar a Chloé hasta el coche y asegurarle que iría a verla; después de darle una carta a Michel para los padres de su amiga y repetirle varias veces que no se le olvidara dársela; después de despedirse de Julien y los Dragunov… Después de todo eso, cuando Colette se dio la vuelta, se dio cuenta de que ella y Gwen estaban solas en el muelle, entre marineros, estibadores, pilluelos, buscavidas y ociosos. Jacques, que, según Julien, iba a acompañarlas, se había esfumado.


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Baile de máscaras – La vuelta a casa II

El coche de alquiler traqueteaba por el camino de la costa. En Chaville, el calor era húmedo y pegajoso, como en todos sus veranos, pero allí la brisa que cruzaba el coche resultaba agradable. Chloé, el fantasma febril y macilento en que se había convertido, dormitaba sobre el brazo de Michel y sonreía, por primera vez en las últimas semanas, como si sintiera que cada bache y cada curva del polvoriento camino le daban la bienvenida.

—Ya estamos cerca —susurró Michel, besándola tiernamente en la mejilla.

La casa de los Carbellac estaba vacía: sin coches aparcados en el patio ni gente en los jardines. Los viernes no había clases ni tertulias, ya que era el día que la familia se tomaba para sí misma. Jacob, el mayordomo, salió a la puerta al entrar el coche en el jardín. Un mozo corrió a sujetar el caballo y un criado, a abrir la portezuela. Al ver a los pasajeros, ahogó un grito que hizo acercarse a Jacob.

—¡Buen Dios! ¡La señorita!

Jacob y Michel ayudaron a Chloé a entrar en la casa, mientras los criados descargaban el coche y le proporcionaban un refresco al caballo y al cochero.


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Baile de máscaras – La vuelta a casa I

Michel Laffount y su hermano Jean Claude, Julien y Jacques Lafleur, Colette Leclair, Chloé de Carbellac, Gwen, Dragunov y su familia, el primer oficial Edgar, el contramaestre Giles y el resto de los supervivientes de El Faraón, tras desembarcar a Curro y su banda en el primer pueblo pesquero que vieron en la gran isla de Adlia, continuaron con el barco tomado en la isla de Pálias y costearon hacia el norte por su cara occidental. Cruzaron el estrecho que la separaba de su gemela Presta y pudieron contemplar el Paseo Marino, el inmenso puente que las unía, tan alto que incluso los galeones de más alta arboladura podían cruzarlo por debajo sin problemas.


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Baile de máscaras — Un poco de historia familiar

Estoy estos días intentando recuperar el tono de Baile de máscaras, en el limbo por dos motivos fundamentales: la Covid y sus efectos secundarios por un lado y, por el otro, que la campaña se me atraganta desde el principio. Con los parones, se me han ido desdibujando los personajes no jugadores, hasta el punto de no ver su evolución futura. También me encuentro con el bloqueo de una de las tramas personales, la de Colette, que empezó muy avanzada en algunas partes y muy vacía en otras y no lograba ver el cómo continuarla. Así que he cogido y he vuelto a las bases: repasar personajes no jugadores, sus motivaciones e historias. La mayor parte de la historia estaba ya escrita, ya en modo de boceto en alguna aventura, ya repartida por varias entradas del blog. Al escribirlas de seguido y poner especial cuidado en fechas y edades, de repente, ha empezado a encajar todo. Recordemos de paso que, en Gabriel, la nobleza no existe como estamento separado, sino que es alta (o muy alta) burguesía.

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Baile de máscaras — ¡Naufragio!

El Faraón se hizo a la mar esa misma noche, aprovechando la marea favorable, mientras los piratas continuaban con el saqueo de Eburah. Lo comandaba Curro, el gigantón lugarteniente de La Víbora Mendoza, que llevaba consigo a una veintena de piratas. Durante la tarde, tras el combate, habían trabajado con presteza para armar una gran jaula-calabozo en la bodega donde encerraron a sus prisioneros: Michel Laffount, Jacques y Julien Lafleur, Andréi Dragunov y la propia tripulación del Faraón: Jean Claude Laffount, su primer oficial, un joven de buena familia de nombre Edgar, el contramaestre y nueve marineros. Alda, los niños y Gwen, a la que los piratas parecían haber tomado por la hija mayor de los Dragunov, lo fueron en la cámara de oficiales, mientras que a Chloé y a Colette las metieron en uno de los camarotes.

En un principio, temieron por el trato que iban a recibir, pues no les dieron ni agua ni comida en toda la tarde y en toda la noche, pero, a la mañana siguiente y tras desayunar los propios piratas, les llegó el turno a ellos, primero las mujeres y niños y luego los hombres. Pronto, se estableció una rutina: les llevaban comida y agua dos veces al día y les permitían usar las letrinas de proa una. Los hombres eran sacados por parejas. A Colette le permitían bajar una vez al día para atender a los heridos, en especial a Jacques, que era el que peor estaba, y ésa era la única comunicación que tenían unos y otros.


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Baile de máscaras — ¡Piratas!

Al alba, el mar se cubrió de velas y el pánico cundió en Eburah, la puerta marítima de la capital del Imperio, Arkángel. Los estandartes de los Reyes Piratas Bergion, Razzor y La Gran Dama capitaneaban una flota de treinta o cuarenta barcos: balandras, goletas y bergantines alrededor de la gran fragata de Bergion. ¿Cómo habían llegado hasta allí tantos piratas de Ojo del Huracán, la infame isla situada al otro extremo del Mar Interior? ¿Qué hacía la flota imperial de Brudge, que debía defenderlos? La ciudad, crecida alrededor de una estación de pilotos en uno de los canales principales del Delta del Zafir, carecía de defensas suficientes. El pequeño fuerte de la Guardia, que defendía la orilla sur de la desembocadura, no fue suficiente, aunque hacía poco tiempo que había sido reforzado con culebrinas. Los piratas también tenían cañones, o saboteadores infiltrados, o algo más siniestro y, para las nueve de la mañana, el fuerte había caído.

Puede verse lo difícil que era llegar a Eburah sin ser avistados y la cercanía de Brudge, sede de la Armada Imperial, apenas a 200km a vuelo de pájaro. ¡Los piratas eran osados!


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