Baile de máscaras — ¡Piratas!

Al alba, el mar se cubrió de velas y el pánico cundió en Eburah, la puerta marítima de la capital del Imperio, Arkángel. Los estandartes de los Reyes Piratas Bergion, Razzor y La Gran Dama capitaneaban una flota de treinta o cuarenta barcos: balandras, goletas y bergantines alrededor de la gran fragata de Bergion. ¿Cómo habían llegado hasta allí tantos piratas de Ojo del Huracán, la infame isla situada al otro extremo del Mar Interior? ¿Qué hacía la flota imperial de Brudge, que debía defenderlos? La ciudad, crecida alrededor de una estación de pilotos en uno de los canales principales del Delta del Zafir, carecía de defensas suficientes. El pequeño fuerte de la Guardia, que defendía la orilla sur de la desembocadura, no fue suficiente, aunque hacía poco tiempo que había sido reforzado con culebrinas. Los piratas también tenían cañones, o saboteadores infiltrados, o algo más siniestro y, para las nueve de la mañana, el fuerte había caído.

Puede verse lo difícil que era llegar a Eburah sin ser avistados y la cercanía de Brudge, sede de la Armada Imperial, apenas a 200km a vuelo de pájaro. ¡Los piratas eran osados!


De todo esto se enteró Julien de los fugitivos. Como una avalancha, los habitantes de la ciudad más cercanos al mar huían hacia el interior, avisando a sus vecinos, que abandonaban también sus casas con lo puesto. Todos, buscando refugio en las marismas, confiando en que los piratas no se quedarían el tiempo suficiente como para perseguirlos.

Julien, entre tanto, corrió al puerto, aguas arriba. El barco que traía a sus amigos debía llegar esa mañana. Debía avisarles del peligro.

En el barco, ya estaban alertados. El tronar del cañón se oía a gran distancia y, antes de ver las primeras casas de Eburah, se habían cruzado con los primeros fugitivos, en chalupas, traineras y faluchos. El capitán del barco quiso dar la vuelta y escapar del peligro, pero para nuestros amigos lo que dejaban a sus espaldas era aún más peligroso, así que lo convencieron para que los dejara en los primeros muelles. Para su sorpresa, allí estaba Julien, saludándolos con la mano.

Reunido el grupo (y con Julien esquivando preguntas como podía), el siguiente paso era decidir qué hacer. No lo tenían fácil. Podrían retroceder con el barco por el delta hasta poder desembarcar en la orilla norte, aguas arriba de las marismas, para seguir por tierra hasta el decadente puerto de Eien y de allí, por mar o por tierra, seguir hasta Chaville. Pero, ¿cómo hacerlo con la familia Dragunov, sin coche, monturas o provisiones? ¿Volver a Yirath? Era pedir a gritos que el Imperio los capturase. Podrían refugiarse en las marismas hasta que los piratas se marchasen, pero a buen seguro Eburah se llenaría de tropas imperiales de Yirath o de Brudge y, entonces, ¿qué posibilidades tendrían de abandonar el puerto sin ser identificados? Para Michel era aún más complicado: su hermano Jean Claude y los tripulantes del barco esperaban en el puerto por ellos, por petición suya. No quería irse de Eburah sin contactar con ellos.

La postura de Michel de quedarse en Eburah para contactar con su hermano fue aceptada por sus amigos. Se despidieron del barco y corrieron a la casa alquilada por Jean Claude. Sin embargo, la ciudad ya estaba tomada por los piratas. Pequeños grupos corrían de aquí para allá, asaltando casas y locales o conduciendo a prisioneros hacia el puerto. Ellos eran demasiados para moverse sin llamar la atención y llevaban a dos niños. Tras un tropiezo con un grupo pirata, decidieron refugiarse en una casa vacía y enviar de exploración a Jacques y a Michel. El resto se atrincheró en la casa, montando barricadas y atrancando puertas y ventanas. Contaban con varias pistolas, incluyendo las poderosas armas de dos cañones de Sorensen y lo pondrían difícil ante cualquier asalto.

En la casa no estaba Jean Claude. Sí el grumete. Jean Claude y los demás habían embarcado la tarde antes, para tener el barco preparado para el día de hoy, y a él lo habían dejado en la casa como enlace. El ataque pirata debía haberlos sorprendido en mitad de los preparativos. ¿Qué habría sido de ellos?

Era impensable moverse sin saber más, así que Michel y Jacques fueron al puerto con el grumete como guía. Tras las semanas pasadas en Eburah ya se conocía las calles y callejones y pudieron evitar casi todas las bandas que corrían de aquí para allá, entrando en casas y locales para saquearlos. Aun así, tuvieron que tirar de espadas para poder llegar a la sombra del fuerte.

El fuerte se levantaba en el extremo marítimo de la ciudad, abriéndose hacia el sur. Los muelles frente a él eran utilizados por la capitanía del puerto, para atracar tanto sus barcos (embarcaciones pequeñas y rápidas para luchar contra los contrabandistas y las lanchas de los prácticos) como aquellos apresados. Pese a haber pagado la multa, el Faraón, el barco de la familia Laffount, seguía allí, el último antes del espigón. Y parecía en buen estado, por lo que podían ver Jacques y Michel, cubiertos bajo la torre norte del fuerte. Parte del lienzo de la muralla había caído sobre el muelle, cortando el paso hacia el Faraón. Eso era bueno: desalentaría a los piratas.

Con mil precauciones, sortearon el derrumbe y alcanzaron el barco. Estaba intacto y con toda la tripulación a bordo. En opinión de Jean Claude, compartida por su contramaestre, si no daban señales de vida, los dejarían en paz por ser una presa poco apetecible y, con la marea de la noche, podrían forzar el paso, si los piratas aún no se habían ido.

Volvieron Jacques y Michel a la casa, para recoger a sus compañeros y amigos. Antes de dejar el puerto, Michel se fijó que, entre los estandartes de los piratas, estaba la insignia de La Víbora, individuo y organización con los que tenía cuentas pendientes. Pero no cambió el plan por eso. Ése fue su primer error.

En la casa, mientras, Colette hizo a todas las mujeres vestirse de hombre con las ropas que pudo encontrar en la casa. También le contó a Julien como Michel lo había vendido ante Sorensen, aunque Julien le quitó importancia.

—Fue toda una sorpresa, pero si no me hubiesen encontrado no habría llegado tan rápido.

Cuando ya temían que Jacques y Michel hubieran sido capturados o algo peor, volvieron y expusieron su plan. Aunque peligroso, era factible: a esas horas, las bandas de saqueadores habían rebasado ya las zonas por las que debían pasar y el resto de los piratas se estaban agrupando en el puerto, trasladando el botín y los prisioneros obtenidos. Como defendía Michel, vieron a pocos piratas por la ruta que siguieron y se las apañaron para esquivarlos.

Pero llegar hasta el barco era otro cantar: los muelles estaban llenos de piratas. Por fortuna, habían amontonado cajas, baúles y enseres en la zona que daba hacia el muelle del fuerte, lo que les permitiría cruzar el derrumbe con cierta cobertura. Pero en lo alto del fuerte habían apostado centinelas.

—Son míos —dijo Jacques. Y subió la muralla corriendo como si fuera por la más horizontal de las calles, poniendo en práctica el entrenamiento especial recibido desde que estaba al servicio del marqués de l’Aigle Couronné y dejando a sus compañeros con la boca abierta ante aquella proeza increíble.

El paso del derrumbe fue complicado. El ruido de los cascotes al caer atrajo a varios piratas, pero Michel, haciéndose pasar por uno de ellos, logró alejarlos. Él fue el último en cruzar el derrumbe y subir a bordo. Ese fue su segundo error.

Fue recibido por su hermano. En la primera frase que pronunció, supo que no era él. Golpeó con todas sus fuerzas. El hombre cayó de espaldas, cogido por sorpresa. El hechizo se rompió, mostrando un rostro desconocido. Sus compañeros gritaron de sorpresa. De repente, empezaron a salir piratas de debajo de las lonas, de las escotillas, desde las cofas. Quince, veinte. Una figura vestida de negro salió del castillo de proa. Lo reconoció al momento: era el mismísimo Juan la Víbora Mendoza, con el parche en el ojo, recuerdo de un encuentro que parecía ya lejano.

—La tripulación entera está en mi poder y vosotros no tenéis escapatoria posible. ¡Rendíos!

No tenían esperanzas de salir de aquello, pero menos aún si se entregaban, así que desenvainaron los aceros como toda respuesta. Mendoza chasqueó la lengua con desagrado y le descerrajó un tiro a Julien. Colette gritó, levantó la pistola de Sorensen y le disparó dos veces. Y las dos veces falló: Mendoza se movía con agilidad sobrehumana. Jacques cerró distancias con él, alejándolo de su hermano y de Colette.

Michel se las veía con el tipo que había adoptado la forma de su hermano. Luchaba sin armas, con todos los trucos sucios que había aprendido de los marineros de su familia. Sin pararse a pensar a qué se enfrentaba: sus golpes eran parados por láminas traslúcidas oscuras que aparecían y desaparecían y le dejaban las manos entumecidas; el tipo gesticulaba y recitaba una letanía y, de pronto, ¡zas!, un rayo surgía de la punta de sus dedos buscando la carne de Michel y dejando feas heridas en las maderas y jarcias del barco.

Más al fondo, Dragunov, armado con un cuchillo largo y la otra pistola de Sorensen, y Chloé, con la espada de Michel, hacían lo posible por defender a Gwen, a Alda y a los niños. Se salvaban de momento porque los piratas intentaban cogerlos con vida.

Julien, cuya herida era más aparatosa que grave, volvió al combate a punto para salvar a Colette de un tipo enorme, de más de dos metros y brazos como troncos de árbol, y empezó un extraño baile por la cubierta: abría un hueco a estocadas, cogía en volandas a Colette, rodeada de enemigos, y la dejaba ahí, para ocupar su sitio, abrir un hueco y volver a empezar. Colette, que llevaba casi todas las pistolas del grupo, sacaba una tras otra, buscando el disparo sobre Mendoza, aunque al final tenía que disparar sobre los piratas que la acosaban a ella o a Julien.

Y Jacques, el más rápido entre ellos, se enfrentaba a la horma de su zapato: Mendoza se movía aún más rápido. Su espada era un borrón. Su postura denotaba una buena escuela. Aunque dejaba huecos en defensa, Jacques era incapaz de aprovecharlos y apenas lograba defenderse de las estocadas. Lo que tenía que pasar, pasó: no pudo recuperar su defensa tras una parada desequilibrada y el acero de Mendoza lo atravesó de parte a parte. Colette aprovechó el hueco que dejó Jacques para disparar su última bala, rozando a Mendoza. Cabreado, el pirata avanzó hacia ella y la desarmó de un revés.

—¡Suficiente! ¡Rendíos u os mataremos como a perros, empezando por los niños!

No podían hacer más. El hechicero había caído ante los golpes de Michel y cuatro o cinco piratas estaban muertos o heridos, pero Chloé y Dragunov habían sido desarmados, Jacques estaba en el suelo, más muerto que vivo, y Julien estaba herido.

Pero Colette, que sentía como le hervía la sangre, no se amilanó: le escupió a la cara y le dedicó todas las expresiones floridas que había aprendido en su entrenamiento en el puerto y los bajos fondos. Mendoza le cruzó la cara de una bofetada que la mandó rodando contra la borda.

—¡Puerca! Te venderé al peor burdel de Tahar por esto.

Se volvió hacia sus hombres y siguió:

—Desarmarlos y atarlos. Y que alguien compruebe si ese Lafleur ha muerto o no: la señora de Boussac los quiere vivos.

Mientras los piratas cumplían las órdenes y atendían a sus heridos, el grandullón se llevó a su jefe hacia proa. Pese a la distancia, Michel logró escuchar lo que hablaban.

—Patrón, no entregue a los Lafleur. Piense en el rescate que podemos cobrar. Ya tiene a los Laffount.

—No te entrometas, Curro. Tengo un acuerdo con esa mujer. Los Lafleur son suyos.

—Déjenos al menos a la chica, patrón. Por el pelo y su genio, debe ser la hija de los condes de Dunois. Podremos sacar por ella mil doblones como poco.

—Ya has oído lo que voy a hacer con ella. Así aprenderá a controlar ese genio. Tenéis a los otros: averigua quiénes son. Si se puede conseguir rescate, para vosotros. Si no, los venderemos en el mercado de esclavos de Tahar. Prepara el barco para partir: quiero que salgas con la marea. Yo te seguiré con la Tempestad mañana.

—Pero las órdenes de Bergion…

—Déjame a mí a Bergion y a los otros Reyes Piratas. Renunciaré a nuestra parte del botín. Lo que hemos conseguido aquí supera cualquier riqueza que pudiéramos sacar de Eburah.

—Los hombres no opinarán igual.

—Los hombres aceptarán lo que yo diga —rugió—: el barco y el rescate o venta de los prisioneros. Veamos qué tienen de valor: un regalo para Bergion y los otros facilitará las cosas.

—¡Capitán! —exclamó entonces el pirata agachado con Jacques—. Éste se muere: no llegará a la puesta del sol.

—¡Soy médico, maldito carnicero! —gritó Colette, escupiendo sangre del labio partido—. Lo quieres vivo, ¿no? ¡Déjame que lo atienda!

Por un momento, pareció que fuera a golpearla otra vez, pero, tras mirarla intensamente con su único ojo, asintió a sus hombres con la cabeza.

—¡Necesito mi maletín, maldita sea! ¡Gwen! ¡Es mi enfermera, dejad que me ayude, mal rayo os parta!

Mendoza, desentendiéndose ya de los Lafleur, se encaró con Michel.

—Eres mío, Laffount. Vas a ver sufrir a tu hermano hasta que me pidas que lo mate por compasión. ¡Y no va a ser nada comparado con lo que te tengo preparado para ti!

—No te rindas ahora, Jacques, terco del demonio —se seguía oyendo a Colette por encima del sollozar de los niños.

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 2×04. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

El ataque de los piratas a Eburah se menciona en el Gaïa I y sirvió para una aventura vibrante por la ciudad asaltada. Pero, ah, entre la primera visita al barco y la segunda, Mendoza lo reconoció y comandó su captura. El posterior interrogatorio descubrió la presencia de Michel en la ciudad y prepararon la emboscada que nuestros héroes se comieron enterita. Y, aun así, ¡intentaron luchar! En fin, la extracción salió a pedir de boca, pero ahora han terminado en un apuro mucho mayor.

Pd: de las posesiones de los personajes, las dos pistolas de dos cañones de Sorensen se las quedó Mendoza; la pistola de rueda de Julien y su tahalí fueron el regalo para Bergion y una pequeña pistola, fácilmente disimulable, que el marqués de l’Aigle Couronné le había dado a Colette, fue para Lizza «la Gran Dama». Lo que fácil viene, fácil se va.

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