Baile de máscaras – La vuelta a casa I

Michel Laffount y su hermano Jean Claude, Julien y Jacques Lafleur, Colette Leclair, Chloé de Carbellac, Gwen, Dragunov y su familia, el primer oficial Edgar, el contramaestre Giles y el resto de los supervivientes de El Faraón, tras desembarcar a Curro y su banda en el primer pueblo pesquero que vieron en la gran isla de Adlia, continuaron con el barco tomado en la isla de Pálias y costearon hacia el norte por su cara occidental. Cruzaron el estrecho que la separaba de su gemela Presta y pudieron contemplar el Paseo Marino, el inmenso puente que las unía, tan alto que incluso los galeones de más alta arboladura podían cruzarlo por debajo sin problemas.


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Baile de máscaras — Un poco de historia familiar

Estoy estos días intentando recuperar el tono de Baile de máscaras, en el limbo por dos motivos fundamentales: la Covid y sus efectos secundarios por un lado y, por el otro, que la campaña se me atraganta desde el principio. Con los parones, se me han ido desdibujando los personajes no jugadores, hasta el punto de no ver su evolución futura. También me encuentro con el bloqueo de una de las tramas personales, la de Colette, que empezó muy avanzada en algunas partes y muy vacía en otras y no lograba ver el cómo continuarla. Así que he cogido y he vuelto a las bases: repasar personajes no jugadores, sus motivaciones e historias. La mayor parte de la historia estaba ya escrita, ya en modo de boceto en alguna aventura, ya repartida por varias entradas del blog. Al escribirlas de seguido y poner especial cuidado en fechas y edades, de repente, ha empezado a encajar todo. Recordemos de paso que, en Gabriel, la nobleza no existe como estamento separado, sino que es alta (o muy alta) burguesía.

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Baile de máscaras — ¡Naufragio!

El Faraón se hizo a la mar esa misma noche, aprovechando la marea favorable, mientras los piratas continuaban con el saqueo de Eburah. Lo comandaba Curro, el gigantón lugarteniente de La Víbora Mendoza, que llevaba consigo a una veintena de piratas. Durante la tarde, tras el combate, habían trabajado con presteza para armar una gran jaula-calabozo en la bodega donde encerraron a sus prisioneros: Michel Laffount, Jacques y Julien Lafleur, Andréi Dragunov y la propia tripulación del Faraón: Jean Claude Laffount, su primer oficial, un joven de buena familia de nombre Edgar, el contramaestre y nueve marineros. Alda, los niños y Gwen, a la que los piratas parecían haber tomado por la hija mayor de los Dragunov, lo fueron en la cámara de oficiales, mientras que a Chloé y a Colette las metieron en uno de los camarotes.

En un principio, temieron por el trato que iban a recibir, pues no les dieron ni agua ni comida en toda la tarde y en toda la noche, pero, a la mañana siguiente y tras desayunar los propios piratas, les llegó el turno a ellos, primero las mujeres y niños y luego los hombres. Pronto, se estableció una rutina: les llevaban comida y agua dos veces al día y les permitían usar las letrinas de proa una. Los hombres eran sacados por parejas. A Colette le permitían bajar una vez al día para atender a los heridos, en especial a Jacques, que era el que peor estaba, y ésa era la única comunicación que tenían unos y otros.


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Baile de máscaras — ¡Piratas!

Al alba, el mar se cubrió de velas y el pánico cundió en Eburah, la puerta marítima de la capital del Imperio, Arkángel. Los estandartes de los Reyes Piratas Bergion, Razzor y La Gran Dama capitaneaban una flota de treinta o cuarenta barcos: balandras, goletas y bergantines alrededor de la gran fragata de Bergion. ¿Cómo habían llegado hasta allí tantos piratas de Ojo del Huracán, la infame isla situada al otro extremo del Mar Interior? ¿Qué hacía la flota imperial de Brudge, que debía defenderlos? La ciudad, crecida alrededor de una estación de pilotos en uno de los canales principales del Delta del Zafir, carecía de defensas suficientes. El pequeño fuerte de la Guardia, que defendía la orilla sur de la desembocadura, no fue suficiente, aunque hacía poco tiempo que había sido reforzado con culebrinas. Los piratas también tenían cañones, o saboteadores infiltrados, o algo más siniestro y, para las nueve de la mañana, el fuerte había caído.

Puede verse lo difícil que era llegar a Eburah sin ser avistados y la cercanía de Brudge, sede de la Armada Imperial, apenas a 200km a vuelo de pájaro. ¡Los piratas eran osados!


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Baile de máscaras — Viaje inesperado

Julien Lafleur no pegó ojo esa noche. Daba vueltas por el dormitorio como un león enjaulado. ¿Habrían conseguido sus amigos sacar a los Dragunov de su casa? Se le ocurría mil fallos en el plan, mil cosas que podían haber salido mal. Si había ocurrido el desastre y estaban muertos o presos, no se enteraría hasta varios días después, a su llegada a Eburah. Y eso, con suerte.

Así, sumido en funestos pensamientos, fue pasando la noche y llegó la mañana del sábado. El servicio del hotel llamó a la puerta para servirle el desayuno. Esto le devolvió a la realidad. No podía hacer otra cosa que ceñirse al plan. Su diligencia partía a media mañana hacia Yirath y Eburah. No tenía ni un momento que perder.

Llegaron cuando había pedido ya al conserje que le buscara un coche y mandara recoger sus maletas. Dos agentes de la Orden del Cielo, de paisano, con gesto serio.

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Baile de máscaras — Preparando la extracción

Andrei Dragunov era grande y de hombros anchos. Habría sido un gran atleta en su juventud y su nariz de boxeador debía ser de entonces. Ahora, rondando los cuarenta, se le notaban los años de casado. Con todo su aire de buey torpón, pensaría Michel más de una vez esos días, era todo un espectáculo verlo dibujar con soltura sus complicados planos o ajustar los pequeños muelles, llaves y demás piezas del mecanismo de sus armas.

Alda, cuatro o cinco años menor, era menuda y servicial. También inquisitiva, un punto testaruda y una devoradora de libros. De esas mujeres que, al envejecer, terminan resolviendo crímenes para pasar el tiempo.

La casa de los Dragunov


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Baile de máscaras — Interludio festivo

—Si mi madre me viese ahora mismo se moriría de la impresión. —Creía que me iba a sentir más incómoda con algo tan… ligero. Pero la realidad es que me siento cómoda y me muero por ver la cara de Julien.

—Ten por seguro que nos convertiríamos en el escándalo de turno si nos viese cualquier conocido —Chloé ríe entre dientes mientras habla y me ayuda a terminar de peinar a Gwen.

—Señoritas, ¿de veras es necesario que yo también las acompañe así vestida? —No necesita nada de colorete de lo ruborizada que está.


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Baile de máscaras — Espías en Arkángel

Remontar el río me ha traído recuerdos y nos ha permitido a todos relajarnos de cara a lo que nos espera. He necesitado tener una pequeña charla con Gwen para dejarle claro que lo mío con Julien es un secreto y que, aparte de los que estamos, no debe enterarse nadie. Es un amor, se ha encogido de hombros y me ha dado una charla anticonceptiva.

Diario de Colette Leclair, junio de 988.

Solucionado el problema familiar de los Laffount, los seis jóvenes (Julien, Jacques, Michel, Chloé, Colette y Gwen) continuaron su viaje hacia Arkángel en un barco de pasaje que remontaba el Zafir, el caudaloso río que cruzaba la Pradera Eterna de Abel y unía la capital del Imperio con los estados del Mar Interior. No era muy distinto a los viajes que habían hecho ya entre Chaville y Dupois por el Carignan, salvo que el Zafir tenía, si cabe, más tráfico. Viajaban de día y, al caer la tarde, atracaban en pueblos y pequeñas ciudades donde podían aprovechar para dar un paseo entre curiosos y vendedores. La corriente era lenta y el barco cortaba las aguas con soltura, por lo que en pocos y cómodos días llegaban a la ciudad.


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Baile de máscaras — Negocios de familia

Eburah, situada en el Delta del Zafir, sobre el brazo principal del río, había desbancado a Yirath como principal puerto de Arkángel, la capital imperial. Los barcos de alta mar, cada vez de mayores dimensiones, evitaban remontar así el río hasta Yirath y descargaban o cargaban directamente en los muelles cada vez más extensos. La pequeña estación de paso, similar en un principio a las que existían aún en los otros canales navegables del Delta, había ido creciendo, convirtiéndose en una ciudad boyante y cosmopolita.

Una de las ocupaciones preferidas de los ociosos era ver el trajín continuo del puerto, el incesante ir y venir de lo más exótico del Mar Interior. Los barcos que traían pasaje de Gabriel estaban entre los que más expectación levantaban, pues las recargadas vestimentas de sus adinerados burgueses y nobles, tan llenas de encajes, volantes, pedrería y plumas, chocaban sobremanera con la sobria moda de Abel.


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