Colette maldijo de forma tan sonora al pasar el coche de Dragunov que unas parejas que tomaban el fresco en el paseo sobre el río, haciendo lo que hacen las parejas los viernes por la noche, ahogaron unas exclamaciones de sorpresa y protesta. ¡Se les escapaba la presa!
Jacques reaccionó rápido.
—¡Cojamos un coche!
Mientras preparaban la operación, Jacques y Colette habían estudiado las rutas entre el restaurante y la casa de los Dragunov, memorizando no sólo el camino, sino también posibles vías de escape. Por ello, antes de subir al coche ya sabían dónde podían interceptar al carro del maestro armero. Indicaron la dirección al cochero, así como el camino por el que debía ir y le prometieron una buena propina si los llevaba rápido. Fue un trayecto rápido, con los dos jóvenes intentando contener su nerviosismo.
En unos pocos minutos, habían llegado. Era una calle ancha y adoquinada. Una zona residencial, de casas de tres o cuatro plantas y sin establecimientos, con farolas bastante espaciadas entre sí. A esa hora, no había transeúntes y apenas se veían luces en las viviendas. Sólo rompía la quietud el traqueteo de los ocasionales carruajes. El coche los dejó en una esquina y, tras despedirlo, Jacques se asomó calle abajo. ¡Bingo! Al poco, vio como se acercaba el coche de Dragunov. Tan oscuro como todos los coches de alquiler, se reconocía por ser el único con dos hombres en el pescante.
Volvió a refugiarse tras la esquina y le hizo un gesto a Colette. La joven asintió, se cubrió la boca y nariz con el pañuelo que llevaba al cuello y esperó. Jacques, de oído más agudo, escuchaba el rítmico tocotó, tocotó del caballo acercándose, con la mano levantada hacia Colette. En un momento, la bajó. La joven cogió aire.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó mientras echaba a correr.
Los gritos alertaron al cochero y al escolta. Justo a tiempo de ver a una joven salir corriendo por la intersección, como si huyera de alguien, y cruzarse por delante del caballo. El cochero tiró de las riendas con todas sus fuerzas y pisó el freno. El caballo se encabritó. El coche chirrió, se deslizó y se detuvo contra el bordillo. Mientras el cochero se enjuagaba el sudor frío y tranquilizaba la montura, el escolta saltó del pescante.
—¡Señorita, señorita!
Rodeó el caballo y vio a Colette en el suelo. Se acercó a ella.
—¿Se encuentra bien? ¿Está herida?
Se agachó para comprobar si respiraba y si tenía heridas del caballo. No se esperaba el brazo rápido que le cogió de la pechera y lo tiró al suelo ni el paño humedecido en una sustancia de olor penetrante con la que una mano diestra cubrió su nariz y boca y que se llevó su consciencia.
Jacques salió de las sombras y saltó sobre el estribo en el momento en que el segundo escolta abría la portezuela. Metió el brazo por la ventana para acogotarlo, pero el guardaespaldas era escurridizo como una anguila. Logró librarse del apretón y dio un fuerte golpe a la puerta, que hizo retroceder a Jacques, trastabillando.
El cochero bajó de un salto y se encaró con Jacques.
—¡Aléjate de la señorita! —le espetó.
—¡No salga del coche! —le ordenaba, mientras, el segundo escolta a Dragunov.
—¡A la mierrda! —masculló el maestro armero.
Y de un preciso directo de izquierda, hizo volar al guardaespaldas, que quedó tendido cuan largo era en la acera.
El cochero parpadeó, sorprendido. Al instante, un brillo de comprensión apareció en sus claros ojos.
—¡Oh, maldi…!
No le dio tiempo a volverse: Colette se le encaramó y le plantó el pañuelo drogado en la cara, sujetándolo con fuerza hasta que cayó.
—¿Quién es este cochero? Llego a moverme más lenta y me hace volar.
Jacques se encogió de hombros. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Con ayuda de Dragunov, metió a los escoltas en el coche. En las casas, varias luces se habían encendido, alertadas por el ruido.
—Quítale el capote y póntelo. A él lo dejaremos tras la escalera de ese portal. Ahí no lo verán y en el coche no va a caber —le dijo a Colette al pasar a su lado con uno de los escoltas.
Colette giró al cochero para quitarle el capote. Al hacerlo, notó algo duro bajo la axila. Metió la mano hasta tocar unas cachas, tiró y silbó de la admiración. Tenía en su mano una pistola, hermosa en su sencillez. Un arma de guerra, no de duelos. Grande, pesada y bien engrasada. De dos cañones y un tipo de llave que no había visto nunca: no era de mecha, desde luego, ni tampoco tan compleja como una de rueda.
—¡Jacques!
El interpelado sacó la cabeza del coche y soltó una imprecación al ver el arma.
—Señor Dragunov, tiene usted muchos pretendientes.
Bajó para coger al cochero y meterlo dentro, sobre los dos escoltas.
—Tendrá que ir usted en el pescante, señor. Aquí no cabemos todos y tengo que atarlos.
Subió Colette al pescante, ayudó a Dragunov y, cuando Jacques hubo cerrado la portezuela, puso al caballo al trote. Había varias personas asomadas a las ventanas y alguna había salido a la calle. Para despistar, giró en la siguiente esquina y siguió así, zigzagueando, camino de la casa. El corazón parecía querer salírsele del pecho. ¿Más gente interesada en Dragunov? ¿Estaba Michel en mayor peligro del que esperaba? ¡Qué largo se hacía el camino!
*****
La noche transcurría a su propio ritmo para Michel, ajeno a las improvisaciones de sus compañeros. Cenó en el comedor familiar con Alda, los niños y la capitana Gloria. Fue una cena tensa. Alda siempre se mostraba muy cortante con la capitana cuando su marido no estaba y esa noche venía con los cuchillos largos, quizás por los nervios. Apenas terminado el postre, se retiró con sus hijos. Quedaron Michel y la capitana, degustando unos pastelillos de miel acompañados de un moscatel. A Michel le costaba encontrar temas de conversación: estaba pendiente del resto de ruidos de la casa. A esa hora, los criados cenaban.
Entró uno de los escoltas para indicar a su capitana que se iban a dormir. Michel se permitió respirar: nadie parecía haber notado nada en la comida. Más relajado por ese lado, hizo acopio de su sangre fría para acometer la parte más peligrosa de la operación. Se levantó y tomó una botella de la licorera.
—¿Una copa, capitana? Es un licor shivatense, muy apreciado en su país. Lo llaman Lágrimas de los dioses —dijo, sirviendo dos vasitos.
La capitana asintió y alargó un brazo tan ancho como el muslo de Michel para coger el vaso. Paladeó el licor e hizo una mueca.
—Entiendo lo de las lágrimas —rio—. Es mucho mejor que ese vino empalagoso. —Levantó el vaso—. ¡Por el Emperador y su hija! —Y lo vació de golpe, imitado por Michel.
El licor soltó sus lenguas y charlaron un largo rato de Arkángel, de la temporada de edén y de lugares por donde pasear y perderse. Mientras, la casa se iba quedando en silencio.
—Voy a sentarme en el jardín, a esperar la vuelta del señor Dragunov —dijo la capitana cuando el reloj dio las once.
—¿Me permite acompañarla? —preguntó Michel, haciendo el universal gesto con dos dedos de tomar otra copichuela.
La capitana asintió mientras cruzaba el salón hacia el vestíbulo. Michel quedó unos instantes inmóvil, viéndola salir. Más alta que él, con esas espaldas anchísimas, con piernas como columnas y brazos como arietes. La había visto jugar con los niños, lanzando a la pequeña al aire con una sola mano. No tendría ninguna posibilidad contra ella si aquello salía mal. Y si salía demasiado bien, la mataría. En los días que llevaba en la casa, había cogido simpatía a ese rostro redondo y amable, siempre sonriente. Pero también temía a esos ojos grises que nunca sonreían y a los secretos que guardaban. No había conseguido averiguar su apellido, aunque su educación era exquisita. Ninguna referencia a la familia, hermanos o marido, aunque debía acercarse ya a la treintena.
Michel sacudió la cabeza, intentando despejarla de pensamientos innecesarios. Llenó dos vasos y sacó de un bolsillo la cajita que le diera Colette. Tomó con delicadeza la minúscula cápsula y la abrió, vertiendo el pringoso y oloroso contenido en uno de los vasos. Esperó a que se hubo disuelto y olisqueó. Apenas se notaba sobre el licor. Tomó los vasos y se dirigió al vestíbulo. Titubeó un momento al pasar frente a la salita, entró y tomó una manta de uno de los sillones. Con todo salió al jardín.
La capitana se había sentado en los escalones que llevaban a la entrada principal. Una lamparita a un lado de la puerta iluminaba la entrada de la finca, esperando la vuelta de Dragunov. Michel se sentó a su lado y le dio el vaso, invitándola con un gesto del suyo. Ambos bebieron. Michel la miró con tanta intensidad que la capitana se sonrojó. Justo antes de que abriera los ojos como platos y empezaran los espasmos. Michel saltó sobre ella, desplegando la manta en un rápido movimiento para que los cubriera a los dos. Hizo fuerza contra las extremidades de ella, para que no se notaran las convulsiones, y le tapó la boca con un cabo de la manta, para que no se oyeran los gemidos de agonía. El veneno la había atacado tan rápido que ni gritar dejaba.
Fueron unos instantes largos como horas hasta que la capitana quedó por fin inmóvil. Los ojos abiertos, el rostro contraído en una mueca espantosa y sin ni un hálito de vida que saliera de sus pulmones. Sólo entonces se permitió respirar Michel. Ni un ruido se escuchaba fuera de lugar. Con un poco de suerte, si alguien del equipo de la Inquisición los había visto, confundiría los movimientos bajo la manta con algo menos dramático y más obsceno.
Cuando consiguió tranquilizar los latidos de su corazón, empezó a moverse. Cerró los ojos de la capitana y recogió sus miembros a una posición más natural. Salió de debajo de la manta con cuidado y terminó de colocar a la mujer para que pareciera dormida, recostada contra la barandilla. Tomó la lámpara y cruzó el jardín, camino del ala de los sirvientes.
Al pasar por delante del almacén, un ruido lo alertó. Abrió la puerta de golpe, encontrando a dos de los criados jóvenes en pleno escarceo amoroso.
—¡Qué poca vergüenza! —exclamó a media voz—. ¿Qué haréis si os pilla la cocinera? ¿O el señor, que debe estar al llegar? ¡A la cama, rápido!
Se aseguró de que la parejita se retirara a sus habitaciones. El resto de la casa parecía estar en silencio. Cruzó hacia la vivienda familiar, miró la hora en el reloj de péndulo de la salita y subió al dormitorio del matrimonio. Alda abrió la puerta a la primera llamada. Llevaba puesta una bata de dormir larga, pero por debajo se adivinaban unos pantalones viejos de su marido.
—Mis compañeros estarán aquí en menos de una hora. Prepárese.
Luego fue a su habitación y tomó su mochila. De ahí, al estudio de Dragunov. El maestro armero había dejado preparado lo que tenía que llevarse (planos y herramientas). Lo metió todo en la mochila y bajó hacia la cocina. Dejó la mochila a un lado, bajó la intensidad de la lámpara al mínimo, tomó la llave que colgaba de un gancho y abrió el postigo. Apenas una rendija, lo suficiente para ver a Jacques. De momento, nada. Se sentó en el suelo, la espalda apoyada en el portón, y esperó.
Pasaron los minutos. El reloj de la salita dio, casi inaudible desde allí, las doce. Y siguió pasando el tiempo.
De pronto, una sombra se movió por el callejón y reptó hasta el postigo. Era invisible en la noche, pero la traicionaba el olor.
—¿Jacques? —siseó Michel.
Un leve gruñido por respuesta. Michel terminó de abrir el postigo, para que el interpelado entrase.
—Voy a por la familia. Espera aquí.
Retrocedió hasta la vivienda familiar. En el pasillo, oyó abrirse la puerta del dormitorio de la escolta. El militar sacó una cabeza somnolienta, lo vio y le hizo una pregunta ininteligible.
—Es el señor, que vuelve —contestó Michel, con el corazón a punto de salírsele del pecho. ¿Es que nadie dormía en esa casa?
El escolta asintió y volvió a meterse en la habitación. Michel esperó unos instantes. Al no oír nada más, se dio prisa en subir a los dormitorios. Alda y los niños ya estaban vestidos y preparados: ropa vieja y gastada, como les había dicho; la mujer cargaba también con una bolsa de lona impermeable. Le dio la lámpara.
—Mi compañero está en la cocina. Id en silencio.
Mientras la familia bajaba las escaleras, él revisaba las habitaciones, para asegurarse de que no dejaban nada atrás. En la cama de la niña vio su muñeco favorito, con el que sabía que dormía todas las noches, olvidado. Lo cogió, apagó las últimas lámparas y bajó también.
En la cocina, Jacques daba las últimas instrucciones:
—Hay que ir pegados a la pared hasta la segunda alcantarilla. Bajar es fácil. Luego, sólo hay que seguir las luces. Yo iré delante.
Tomó de la mano al niño y salió. Llegaba entonces Michel, que le dio el muñeco a la niña, ya en brazos de su madre.
—Adelante, yo cierro.
Salió el último y cerró con llave. Miró hacia la salida del callejón y la casa inquisitorial. No parecían haberse dado cuenta de nada. ¡Espera! ¡Ahí había alguien! Un olor a tabaco fuerte, inconfundible. Pero desde su posición no veía a nadie, así que se alejó en silencio.
Llegó a la alcantarilla cuando Alda bajaba. Tanya aguardaba en silencio. Sin duda, debía estar asustada. Le tomó la mano. Hubo un destello de luz abajo, cuando la madre movió la manta que habían puesto tapando el ramal lo suficiente como para iluminar el pozo. Con un suave apretón, le indicó a la niña que bajara. Lo hizo como un gato. Un momento de luz, otro de oscuridad y las dos ya habían desaparecido. Ahora le tocaba a él. Echó un último vistazo a la calle y bajó. No volvió a colocar la tapa: con alguien vigilando en la calle era demasiado riesgo. Abajo, dejó caer la llave del postigo en el cieno, apartó la manta y entró en el ramal a gatas. Habían puesto lamparitas a tramos para iluminar el camino, muy sencillas: unos cuenquecitos metálicos con un poco de agua y unas piedrecitas lampyridae, clavados en la argamasa del conducto. Ahora fue recogiendo las piedras, dejando la oscuridad a sus espaldas.
El ramal era difícil de recorrer para un adulto, a gatas y chapoteando en un palmo de agua y desperdicios. Cruzaba por debajo de una casa, con sus bajantes, luego la calle y después bajo la casa de enfrente, hasta llegar al otro callejón. Jacques lo ayudó a salir. Pasó junto a dos coches de caballos —la berlina que habían alquilado y el coche de alquiler que habían secuestrado— y entró en la casa.
Dragunov acariciaba la mejilla a su mujer. Gwen ya se había hecho cargo de los niños.
—Venid, venid. Vamos a darnos un baño y a quitarnos toda esta peste —les decía mientras se los llevaba.
Chloé corrió hacia él al verle, para pararse en seco a dos metros, arrugando la nariz.
—También hay agua caliente para vosotros. Subid y cambiaos, ¡rápido! Yo terminaré de cargar los coches. —Parecía estar disfrutando de la aventura.
Michel agradeció el agua caliente y se tomó su tiempo para vestirse. Al salir del cuarto, se tropezó con Colette, vestida de cochero.
—Nadie se ha dormido en la casa. Pueden dar la voz de alarma en cualquier momento.
Colette encajó el golpe. Por un momento, pareció más pequeña y frágil. Pero se enderezó y endureció la mirada.
—Tenemos otros problemas. Hay alguien más detrás de Dragunov. —Y le enseñó las pistolas del cochero—. Lo tenemos abajo, con los guardaespaldas, bien drogado.
Michel se rascó la barbilla.
—Había alguien en la calle: olí su tabaco, pero no he llegado a verlo. Me preocupa. ¡Ojalá pudiéramos interrogar a tu hombre!
—Dame un momento: con las sales se despertará de golpe.
Tomaron entre los dos al cochero y lo metieron en una habitación, sentándolo en una silla. Era un hombre de treinta y pocos años, fibroso, de pelo pajizo y piel pálida y curtida, con algunas manchas provocadas por el sol. Colette sacó el frasquito de sales y se lo dio a oler. El tipo dio un respigo, abriendo de golpe unos ojos claros. Miró a un lado y a otro hasta enfocar la vista en los dos jóvenes.
—¿Quién eres? —preguntó Michel.
—Lo mismo podría preguntarles yo —replicó. Tenía un fuerte acento.
—Me temo que no está en disposición de hacer preguntas.
—Es cierto. Artillero Sorensen, de la marina de Lucrecio.
—¿Y qué pinta la marina de Lucrecio aquí? —exclamó Colette, tan sorprendida como Michel—. Han estado a punto de echar a perder la liberación de los Dragunov.
Sorensen se encogió de hombros.
—Hacíamos un favor a un compañero, pero parece que nos han ganado ustedes por la mano. Por lo que veo se han infiltrado en la casa, cosa que nosotros no pudimos. Y han logrado sacar a la familia al completo sin jaleo. Mi más sincera enhorabuena, son ustedes buenos.
—Como comprenderá, la familia se viene con nosotros y, si no da usted problemas, lo dejaremos marchar en cuanto estemos a salvo. Y, por supuesto, espero que esto no se convierta en un incidente diplomático.
—Mi compañero no se pondrá muy feliz, pero como he dicho antes: nos han ganado por la mano. Y además he de agradecer seguir de una pieza. No habrá ningún impedimento por nuestra parte.
Colette se llevó a un aparte a Michel.
—Tendremos que llevárnoslo. Si lo dejamos aquí, se puede poner a gritar y llamar la atención.
—Lo llevaremos en el coche de alquiler. Iré con él, quiero seguir interrogándolo.
Ambos miraron al marino. Mantenía en todo momento un aire risueño y burlón incongruente en aquella situación. Llevárselo podría ser peligroso, pero dejarlo allí sin duda lo sería más,
Se reunieron con Jacques y le explicaron la situación.
—Iremos algo apretados en la berlina, pero Chloé o Dragunov pueden ir conmigo en el pescante. ¿Y los dos guardaespaldas?
—Como planeamos, se quedan en la casa. Están atados, pero sin amordazar. Se harán notar cuando se despierten.
Tomaron a Sorensen y lo metieron en el coche de alquiler. Michel subió con él. Colette, tras cerrar la casa, subió al pescante. Antes de ponerse en marcha, abrió la ventanita que permitía comunicarse cochero y cliente para no perderse palabra de lo que se hablara dentro.
—Disculpe, ¿me van a devolver mis armas? —preguntó Sorensen.
—Comprenderá que eso sería una insensatez por nuestra parte.
—Tenía que intentarlo. Si me permite una cosa más… Verá, el amigo al que hacíamos el favor es el hermano menor del señor Dragunov y tiene un poco de mal genio. Espero por el bien de ustedes que en Gabriel se trate adecuadamente a su familia.
—¿Su hermano? Me sorprende que no vinieran antes a ayudarlo. Casi se habían resignado a no recibir ayuda de nadie.
—Nos enteramos hace poco.
—Supongo que como nosotros. No se preocupe: la familia estará a salvo y lejos del alcance de la Inquisición. Si el hermano de Dragunov quisiera, en algún momento, ponerse en contacto o recibir noticias, puede buscar al teniente Lafleur, que es quien se encarga de todo. De seguro hará lo posible por ayudar.
Colette ahogó una exclamación. ¿En qué pensaba Michel? ¿Por qué semejante traición? Acababa de dejar a Julien desprotegido y solo, sin tapadera y a merced de la marina de Lucrecio. Sacó una de las pistolas de Sorensen, que llevaba al cinto. Debería volarle la cabeza, por bocazas. Pero logró controlar su furia y se limitó a golpear la cabina del coche con la culata, para llamar la atención.
—Caballero, por lo que le conviene, espero que el teniente Lafleur no sufra daño alguno y vuelva de una pieza a Gabriel —le dijo a Sorensen, apuntándole.
—No se preocupe, señorita. —Otra vez la sonrisa burlona—. Da gusto que lo amenace una muchacha bonita y agradable; las que tenemos nosotros en plantilla dan mucho miedo.
Así hablando llegaron al Puente de los Deseos, que debían cruzar para descender luego a los muelles. Allí dejaron a Sorensen. El artillero se frotó las muñecas para devolverles la circulación. Le quedaba claro que huirían por el río, pero en la noche era imposible saber en cuál de las decenas de barcos y barcas de todo porte iban a embarcar. Sacó una pitillera del bolsillo, tomó un minúsculo cigarro, lo encendió y, con las manos en los bolsillos, emprendió el camino de vuelta. ¡A ver dónde encontraba un coche a esas horas!
—Menudo cabreo se va a coger Dragunov.
*****
La capitana Gloria despertaría tres días después, en su funeral, para gran desconcierto del sacerdote.
Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 2×03. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).
La extracción resultó en una partida llena de tensión, con un único y breve combate. Pese a la improvisación inicial con la parte de Dragunov, todo salió de la forma más conveniente y lograron una operación limpia, sin más heridos que los egos y reputaciones de los participantes. La parte más dura fue para Alcadizaar, que la tuvo que ver desde la barrera, al quedar su personaje, por la seguridad de todos, al margen.
Los jugadores se lo curraron y tuvieron buenos detalles: en la improvisación del carruaje, Colette se cruza delante del carro gritando «¡Socorro, socorro!». Cuando aparece Jacques, el escolta que queda y Sorensen piensan que el objetivo es la chica, no Dragunov, lo que resuelve prácticamente el combate a su favor. Si Sorensen llega a sospechar la verdad, estando en el pescante y con cuatro disparos, abríamos tenido con seguridad un Jacques agujereado y una Colette atropellada. Charlie midió muy bien los tiempos con Michel en la casa, donde se juntó suerte y mala suerte (de verdad, todos pasaron la tirada de resistencia del somnífero; Gloria tenía, como sospechaba Charlie, las resistencias por las nubes; mezclar la cápsula con el alcohol hacía casi imposible que no le hiciera efecto, pero que, aun así, tuvieras posibilidades de sobrevivir). Fue más rápido que yo con el cliché del muñeco de la niña (se iba a echar a llorar en el callejón, antes de bajar a las alcantarillas), aunque luego se fue de la lengua con Sorensen, vendiendo a Julien.
Tuvimos también cameo: Sorensen y Dragunov (el fumador), de Los viajes del Ícaro. Eran el plan B del máster: si la cosa se iba de madre, entrarían en acción repartiendo plomo como si no hubiera un mañana para llevarse a la familia. Si alguien se lo pregunta, sí, Sorensen siempre ha sido así. El cigarro, las pistolas, y esa forma de no tomarse la vida en serio.
Para el último tercio, he tomado un fragmento de un relato de Menxar, modificándolo libremente.