Baile de máscaras — Espías en Arkángel

Remontar el río me ha traído recuerdos y nos ha permitido a todos relajarnos de cara a lo que nos espera. He necesitado tener una pequeña charla con Gwen para dejarle claro que lo mío con Julien es un secreto y que, aparte de los que estamos, no debe enterarse nadie. Es un amor, se ha encogido de hombros y me ha dado una charla anticonceptiva.

Diario de Colette Leclair, junio de 988.

Solucionado el problema familiar de los Laffount, los seis jóvenes (Julien, Jacques, Michel, Chloé, Colette y Gwen) continuaron su viaje hacia Arkángel en un barco de pasaje que remontaba el Zafir, el caudaloso río que cruzaba la Pradera Eterna de Abel y unía la capital del Imperio con los estados del Mar Interior. No era muy distinto a los viajes que habían hecho ya entre Chaville y Dupois por el Carignan, salvo que el Zafir tenía, si cabe, más tráfico. Viajaban de día y, al caer la tarde, atracaban en pueblos y pequeñas ciudades donde podían aprovechar para dar un paseo entre curiosos y vendedores. La corriente era lenta y el barco cortaba las aguas con soltura, por lo que en pocos y cómodos días llegaban a la ciudad.


Arkángel los dejó con la boca abierta. Mayor que Chaville y más hermosa que Dupois, los invitaba a perderse en ella, a recorrer sus grandes avenidas, visitar sus iglesias y museos y pasar la noche entre conciertos y los más finos restaurantes. Era el paraíso para unos jóvenes adinerados y ociosos.

Sólo que ellos no estaban ociosos, claro.

Se hospedaron en el Corona, un hotelito cercano al río. El dueño, Nicolas Aldridge, era el enlace del marqués de l’Aigle Couronné y les tenía preparado toda la segunda planta para ellos. Las tres chicas tomaron una suite formada por dos dormitorios y un saloncito, mientras que los tres hombres cogieron una habitación cada uno. La de Julien tenía un compartimento secreto donde pudieron dejar los pasaportes falsos que llevaban. Aldrige les alertó también sobre una de las camareras, del servicio secreto imperial, y, a su petición, les proporcionó un cochero de confianza.

El siguiente paso era contactar con los Iluminados de Raverna, la especie de organización masónica a la que pertenecía la esposa de Dragunov. Claus Bogarde les había dado un nombre, Marco Reid, dueño de la librería La fontana de oro, que resultó ser un viejo librero de viejo, un hombrecillo apergaminado que se movía entre las estanterías atestadas de su pequeño y polvoriento establecimiento sumido en la penumbra mientras no paraba de hablar, no quedaba claro sin con él mismo o con un hermano gemelo, real o imaginario, que se encontraba bien lejos.

La librería estaba en una calleja lateral. Michel se quedó en la puerta y entró Colette, mientras que Jacques y Julien vigilaban desde la esquina. Esto les permitió darse cuenta de que la calleja estaba vigilada por un par de hombres que tomaban un café en una terraza.

Colette, como decimos, fue la que se enfrentó al extraño hombrecillo. El broche entregado por Claus Bogarde a Julien hizo de contraseña y el viejecillo la llevó a una habitación oculta en la trastienda, común a varios locales de la calleja. Allí estaban reunidos varios miembros de la sociedad secreta. Para consternación de la joven, se alejaban de la idea que se había hecho de unos peligrosos conspiradores: eran hombres y mujeres de mediana edad o mayores, trabajadores o pequeños burgueses, que reaccionaron con genuina alegría al conocer a Colette.

—Eres la primera ayuda que nos llega —le confesó una mujer de unos cuarenta años y con pinta de institutriz—. ¡Estamos tan preocupados por nuestra querida Alda!

De la logia, la única que seguía en contacto con la esposa de Dragunov era la panadera de su barrio, que le llevaba el pan todas las mañanas. Quedaron en hacer pasar a Colette como su sobrina para que le ayudase a hacer el reparto para que así pudieran conocerse.

Tanto tardó Colette en salir de la librería y tanto estuvieron de guardia Julien y Jacques en el callejón que llamaron la atención de los vigilantes del café. Uno de ellos los seguiría después un trecho. Al encontrar a un sacerdote comprando en un puesto, intercambió unas pocas palabras con él y empezó entonces éste a seguirlos, mientras el vigilante se volvía. Quizás no debía dejar a su compañero solo o iban detrás de alguno de los asistentes a la logia o buscaba un relevo durante un tiempo para no despertar sospechas. En todo caso, no pasó desapercibido para nuestros jóvenes amigos. Michel quiso hablar con el sacerdote, lo que habría dado al traste con su misión, pero sus compañeros consiguieron impedírselo y arrastrarlo de compras. Entraron en multitud de tiendas y compraron sin mirar la cartera: recuerdos, artesanía, ropa. Pararon a tomar algo cuando estuvieron cansados, enviaron todo al hotel y siguieron un rato más.

Debió bastar para eliminar sospechas, pues no fueron seguidos ningún otro día.

Esa madrugada, Colette acudió a la panadería. Llevaba a Jacques de escolta: ambos habían pasado la noche «de fiesta», para no levantar sospechas al salir del hotel de madrugada, y, en algún momento, mudado sus ropas por otras más discretas. Ya en la panadería, Colette se volvió a disfrazar con las ropas que le dejó la panadera. Luego, salió a hacer con ella el reparto que las llevaría hasta casa de los Dragunov. Fueron por un callejón ancho al que daban las traseras de las casas, sus puertas de servicio y cocheras, casas que parecían despertar al traqueteo del carrito donde llevaban las humeantes hogazas.

La casa de los Dragunov era la última del callejón. La puerta daba directamente a la cocina y entraron a dejar su carga. Como en las anteriores casas, la panadera se paró a hablar con la cocinera y las criadas. La señora de la casa, Alda, también estaba presente, ayudando con el desayuno, así como un tipo adormilado y armado. La panadera presentó a Colette como su sobrina y entretuvo a las otras mujeres contándoles la historia inventada de la pobre chica. De esta forma y mientras metía el pan en la casa, Colette pudo hacerle a Alda los gestos de reconocimiento de los Iluminados que le había enseñado la panadera y pasarle una nota donde la ponía al tanto del intento de rescate.

Aquello fue el comienzo de una rutina que los acompañaría en los días siguientes: Colette se pasaba la noche «de fiesta» con Jacques, hacía el reparto con la panadera para intercambiar mensajes y breves conversaciones con Alda; se cambiaba luego en la panadería y tomaba un par de coches para ir a la Universidad y acudir al simposio médico; comía con sus compañeros o a solas con Julien; pasaba parte de la tarde con él en su dormitorio y luego salían todos juntos de turismo, para seguir con teatro, ópera, concierto, una buena cena y vuelta a empezar. ¡Ah, bendita juventud!

Julien empezó a trabajar a su vez por las mañanas, tras presentarse en la embajada de Gabriel. Era su tapadera, pero también una parte secundaria de su misión: negociar la compra de armas de fuego para el ejército de Gabriel. Su enlace en la embajada conocía su trabajo y le organizó unos densos días de reuniones y algunas comidas de negocio con las principales empresas y artesanos. Entre ellos, por supuesto, Andrei Dragunov. Esto les permitió mejorar su comunicación con la familia e ir creando un plan.

Decidieron que uno de ellos debía estar en la casa. El elegido fue Michel y por dos razones: primero, porque sabía dibujar, al serle necesario para su negocio; segundo, porque era más factible que Jacques pudiera entrar en la casa a salvarlo que al revés. Además, la infancia shivatense de Michel le había dejado un acento exótico que sabía forzar y hacía difícil identificar su procedencia. Con Dragunov acordaron que buscaría un secretario y la agencia de colocación que usaría.

También buscaron una casa cercana a las de los Dragunov. Habían reconocido ya el barrio, una zona residencial de casas unifamiliares. Casi todas tenían un porche delantero donde sus habitantes pasaban largas veladas nocturnas en verano, buscando el fresco, y una salida trasera a los callejones que había recorrido Colette. La casa de los Dragunov estaba en esquina, es decir, daba a dos calles y al callejón. La parte de la vivienda familiar, de dos plantas, daba a la calle paralela al callejón, formando una L con el ala de la servidumbre y la cocina. El hueco de esa L que quedaba entre el callejón y la segunda calle lo ocupaba un cuidado jardín con arbustos, rosales y un par de árboles de sombra. Ya sabían que la Inquisición vigilaba desde la casa que quedaba frente al jardín. Ellos encontraron una en la otra calle, casi frente por frente a la zona de la familia y Jacques se mudó del hotel a la casa, tanto para tenerla bajo vigilancia como para poder ayudar a Michel en caso de apuro.

Para Chloé fueron unos días difíciles. Era una aventura extraña ésta en la que se había embarcado y ahora tenía que estar sin Michel, que se jugaba la vida en un engaño peligroso. Colette estaba ocupada por las mañanas y luego estaba tan acaramelada con Julien como ella lo había estado con Michel, así que no podía reprocharle nada. Sólo le quedaba Gwen. A Chloé la desesperaba porque era tan atenta como sumisa, siempre dejándose llevar sin protestar de aquí para allá, así que se la llevaba de compras y la hacía probarse mil vestidos y sombreros, buscando hacerla enfadar. Al final, terminó rindiéndose y se limitó a disfrutar de su compañía.

Cuando Colette terminó el simposio, las tres muchachas dejaron el hotel y se fueron a la casa, por lo que sólo quedó allí Julien, para mantener su tapadera. Empezaban así su última semana en Arkángel, pues ese viernes darían el golpe.

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 2×02. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Con los personajes ya en Arkángel, toca la lenta fase de preparación y planificación: reconocer el terreno, contactar con la familia, conocer sus rutinas y las de sus vigilantes… Mientras disfrutan del entretenimiento que les ofrece la gran ciudad, que para eso son jóvenes adinerados.

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