El edificio que se levantaba tras el convento, pegado a él y comunicado por dos pequeñas puertas que daban al claustro, aparentaba ser un lugar de culto. Un cruce entre templo romano e iglesia cristiana, de planta rectangular y con varias capillas y salas laterales. La sensación de terreno sagrado del lugar era casi palpable y los efectos-dragón salvajes lo evitaban.
Los Guardianes del Grial no estaban de visita turística, así que no se fijaron en los bancos del Coro de los Hermanos ni en los del Coro de los Padres, ni en el pequeño almacén semioculto que había junto a la entrada y tampoco le prestaron mucha atención al enorme telar que presidía el templo. Sí se fijaron en las cuatro estatuas que, a modo de columnas, flanqueaban la puerta principal: un bello ser andrógino de cara angelical armado con una espada; una hermosa joven de largos cabellos que embraza un escudo; un hercúleo hombre barbado de cara maligna que empuña una lanza; y un viejo de larga barba con una gran llave en la mano. Los tres primeros tenían cada uno una capilla dedicada en el interior, mientras que el viejo quedaba a la izquierda del telar, delante de una gran losa negra.