El desánimo cundía entre los nephilim. Yaltaka y Pírixis, los Guardianes del Grial, estaban deshechos tras perderlo. La pista de Constancio se había borrado en Aquila, donde perdieron un tiempo precioso, y la sensación de que Sigbert se la había jugado como a unos primos les perseguía. El mundo, tan distinto al que recordaban, y la falta de apoyo de sus respectivos arcanos (el Carro, porque poco podía hacer en esta causa; el Emperador, porque Yaltaka no era bienvenida en aquella guerra de poder) no les ayudaba a animarse, precisamente. Por su parte, los dos mozalbetes que les habían dado de acompañantes no es que sirvieran de mucho. Menxar, la ondina, no hacía más que quejarse de la pérdida de Cascabeles, su querido simulacro. Y el fénix era un soldado valiente y de pocas luces, pero su arcano parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Iban camino a Bizancio. La gran ciudad, pese al castigo de la cruzada de 1204, era sede de casi todos los arcanos y puerta entre Oriente y Occidente. Allí esperaban encontrar más ayuda de la Torre, que tenía un refugio importante, y, con suerte, del Loco o del Carro. El Emperador, para desesperación de Yaltaka, aparecía vedado: sin Uzbia ni ella ni Ethiel pintaban nada y no tenía acceso a los vastos recursos del arcano.
Hacían el camino por tierra, pues no tenían fondos para un viaje marítimo ni quisieron perder tiempo en volver a Génova. Eso se había traducido en largas jornadas en los caminos, noches al raso o en camas infestadas de chinches, mala comida, calor, moscas… Algún bandido ocasional o soldado borracho se había interesado por sus pertenencias o sus cuerpos, pero eso no había servido para levantarles el ánimo. El oro donado por un adepto del Carro en Venecia se agotaba, pero los Balcanes parecían no tener fin. El verano, sin embargo, sí y esa noche prometía ser fresca y al raso. Tras varios días de míseras aldeas, cuestas interminables y bosques espesos («Por la derecha, sin duda», había dicho Yaltaka) habían albergado la esperanza de dormir esa noche bajo techo: una familia de campesinos, con todas sus pertenencias amontonadas en un destartalado carro, les había dicho que aquellas eran las tierras del barón Arnulfo, que estaban endemoniadas y por esos ellos se iban.
—Y el tal Arnulfo, ¿tiene castillo?
—Al fondo del valle, pasando el gran bosque. Pero no vayáis, os digo. En el bosque aúllan bestias del averno, que lo dijo el cura. Y el barón tiene un brujo, y sabido es que los brujos venden su alma al diablo.
Por supuesto, los nephilim se dirigieron al castillo. Un castillo donde guarecerse y descansar, gorroneando a un noble. Un bosque lleno de caza mayor y el brujo, con suerte, no sería un humano charlatán sino un hermano nephilim. Al fin la suerte les sonreía un poco. Sin embargo, las millas del labriego eran más largas que las suyas y les sorprendió la noche en el bosque, lejos aún del castillo. Y las bestias que aullaban en el bosque no eran caza mayor.
Les emboscaron de madrugada, diez o doce de ellos. Al pronto los confundieron con humanos, pero algunos llevaban cuernos o garras o incluso rabo. Salieron del bosque, rodeando el campamento. Pero se movían como humanos, luchaban tan mal como humanos y hacían tanto ruido como cualquier recua de reclutas mal adiestrados, así que, aun estando medio dormidos no les sirvieron más que de calentamiento.
—¿Ya está? ¡¿Ya está?! Pues vaya mierda de bosque maldito —exclamó el fénix tras reventar el cráneo del último, de un puñetazo.
De todas formas, por mucho que el ataque les sirviera para descargar tensiones, no podían negar que era raro. Sobre todo cuando los cuernos, colmillos y garras de los muertos desaparecieron al poco, dejando sólo cadáveres de humanos aparentemente normales. ¿El brujo de Arnulfo hacía de las suyas o había algo maligno en el bosque? Intrigados (y, por qué no decirlo, también esperando sacar tajada, ya fuera de jabalí asado o ciervo estofado), siguieron hacia el castillo en cuanto amaneció.
El castillo estaba, como les habían dicho, al otro lado del bosque. Era un paraje luminoso y soleado, con varias pequeñas aldeas aquí y allá, campos de trigo y cebada ya segados salpicados de bosquecillos, pequeños huertos a la orilla del río. Al fondo, entre el bosque y el río y encaramado sobre una gran roca, se levantaba el castillo: una pequeña muralla de piedra blanquecina sobre la que sobresalía, imponente, un gran torreón de piedra tan negra que parecía absorber toda la luz del sol. Las puertas estaban abiertas y dos guardias haraganeaban junto a ellas, y a ellos se dirigieron los Guardianes a pedir audiencia y hospitalidad, haciéndose pasar por peregrinos camino de los Santos Lugares.
Las visitas eran extrañas en el valle y pronto se vieron rodeados por siervos, soldados y criadas que los atosigaron a preguntas y de los que averiguaron que el barón Arnulfo era un mercenario experimentado que había recibido el feudo como pago por sus servicios al rey de Hungría. El propio barón los recibió enseguida en la gran sala que ocupaba toda la primera planta del torreón, ofreciéndoles el pan y la sal personalmente. Era un hombre grandullón y entrecano, de brazos nudosos y barba frondosa que enseguida demostró ser un gran anfitrión. Amable y buen conversador, durante el refrigerio que ofreció a los nephilim le dio para conversar de armas y tácticas con el fénix, cuyo simulacro era un caballero; demostrar una mente despierta y buena memoria en temas de teología con Menxar, que no terminaba de acostumbrarse al teólogo que le habían traído sus compañeros cuando perdió a Cascabeles contra Marquet; y piropear a las dos damas del grupo. También les presentó a su mayordomo, a su jefe guerrero y a su astrólogo y consejero, Astartes
El tal Astartes, un hombre delgaducho de pelos canos y ojos hundidos, debía de ser el mago que comentaban los campesinos. Los nephilim, cada uno por su lado y cuando tuvieron ocasión, le echaron una amplia ojeada pero sólo vieron en él a un humano. Sólo Pírixis, más sensible a los campos de luna, vio en el astrólogo un núcleo de luna. Y también descubrió que dentro del barón Arnulfo había un ser de luna de aspecto andrógino, como un hermoso ángel plateado. Parecía un nephilim agarthiano, un trascendido, aunque por lo que la quimera negra sabía, estos no necesitan un simulacro para desplazarse.
Observando a sus compañeros con atención, vio que parecía estar como hechizados por la conversación del barón. Sólo Yaltaka, la más poderosa del grupo parecía despertar cuando el barón no se dirigía a ella y permanecía con el ceño fruncido, como intentando darse cuenta de algo. Pírixis, con gran cuidado para que ni el barón ni sus hombres sospechasen nada, intercambió dos palabras, tres gestos y cuatro miradas significativas con la silfo, lo suficiente después de tantos años juntos. Entre las dos compusieron una disculpa, pidiendo la venia del barón para seguir su camino. Sólo se habían acercado al castillo, dijeron, para informar de la presencia de bandidos en el bosque. El barón Arnulfo, o lo que quiera que estuviese dentro de él, se hizo de rogar, pero finalmente dio permiso al grupo para seguir camino. Les dio agua y provisiones y se despidió de ellos deseándoles buen viaje.
Los Guardianes hicieron ver que cogían el camino del bosque, el mismo que habían seguido al llegar. Pírixis les contó lo que había visto y Yaltaka afirmó que sintió la presencia de un conjuro ilusorio, pero que la voz del barón no le dejaba concentrarse. Coincidieron en que allí sucedía algo extraño y que el barón, seguramente, no les dejaría irse en paz, así que decidieron volver e investigar. En cuanto perdieron de vista el castillo, giraron y se internaron en el bosque. Dejaron los caballos en un pequeño claro y se arrastraron sigilosamente lo más cerca que pudieron de la fortaleza. Cuando estuvieron dentro de alcance, la Dama del Lago echó mano de sus habituales Espíritus del bosque de basalto, que tan buen resultado le habían dado en la Atlántida.
La partida empezaba.