La abadía del Telar se levantaba al final de una pequeña meseta que parecía haber sido cultivada en la antigüedad, pero en la que sólo había ahora hierba baja y cardos: una auténtica fortaleza pentagonal de piedra negra. De cerca, sus imponentes muros se veían agrietados, con plantas abriéndose paso aquí y allá. Un par de las garitas que coronaban cada vértice, sobre lo que debieron ser hermosos escudos representando los ka-elementos, se habían venido abajo y los goznes de los portones de la puerta principal, al sur, hacía tiempo que se habían declarado vencidos.
El interior estaba lleno de escombros, restos de cobertizos y otras construcciones menores. Entre ellos tropezaron con diverso número de esqueletos, en mejor o peor estado, con restos de ropas y armas… Pero lo verdaderamente preocupante eran los bloques cristalinos de cerca de dos metros de altura que salpicaban el patio como si fueran setas en temporada. Sus ocupantes, incorruptos, mostraban diversas metamorfosis más o menos avanzadas, pero en visión-ka no pudieron encontrar rastros de los nephilim que los habitaron. Tampoco quedaba nada de ka-sol en esos cuerpos, a los ojos de Pírixis.
Quedaban en pie tres edificios. El más cercano a ellos tenía un piso y era de planta cuadrada, sin ventanas. Detrás de él se veían los tejados de otra edificación mientras que el tercero, a cierta distancia, parecía ignorado por el tiempo: una imponente mole negra de tres plantas.
El grupo empezó su exploración por el primer edificio, que resultó ser el convento. La puerta, simple abertura negra, conducía, a través de un corto pasillo, a un claustro comido por la maleza y con un no sé qué maligno en el ambiente, presidido por una fuente con la estatua de un viejo de larga barba vestido con sencillez. Varias puertas y ventanas daban a las galerías porticadas tanto de la planta baja como de la superior. El registro de la planta baja les llevó a las cocinas, al gran dormitorio de huéspedes, un par de almacenes y las celdas. Muchos restos de ropas, muebles (camastros, bancos, estantes y armarios) y enseres varios. En una de las celdas encontraron un esqueleto caído sobre un baúl desvencijado y de cerradura oxidada, con la caja torácica y la columna destrozadas. Intrigados, destrozaron la cerradura y abrieron el baúl, encontrando una frágil nota garabateada a toda prisa en griego:
¡Qué Dios nos ayude! Uno de los Heraldos de Caos no fue capturado, et nos ha encontrado. Si nosotros morimos, ¿quién vigilará las Puertas? Dudo que los Carpinteros sepan dónde están.
Si desaparecemos, ¿quién reconocerá a los paladines? Sólo quedan los hijos de Dana, los últimos de la Atlántida, con el secreto.
Ya viene. He
Junto a la puerta del convento habían encontrado escrita en grandes letras pardas (los restos de aquellos que sirvieron para escribirla estaban debajo) la siguiente maldición: «Ningún tejedor saldrá vivo», que, con la nota, les permitía hacerse una idea de lo sucedido. La maldición carecía de florituras, pero era efectiva. Aunque de lejos los caracteres eran indistinguibles, cualquiera podía leerla y, cuando el primero lo hizo, todos sintieron como «algo» les escrutaba de arriba a abajo para dejarlos en paz.
La presencia de efectos-dragón entre los edificios era una continua molestia. Algunos huían ante ellos, pero la mayoría eran muy territoriales e intentaban ahuyentaros e incluso atacarlos si les veían. Vieron luces de fuego de los bosques de Pharphar y un dragón de fuego como aquél que en tal lío metiera a Yaltaka. Evitaron con cuidado a una reina pálida y el campamento que varios ministros implacables habían montado en el vértice de Fuego. Pero lo que de verdad les llenó de pavor, un terror que les hizo querer morir, fueron unas breves notas de lo que parecía una canción. Algo de unos claveles pequeños.
Pírixis, Menxar y Yaltaka querían terminar con aquello lo más pronto posible, antes de verse atrapados por tan terrorífica criatura, pero el fénix quería revisar a fondo todos los edificios. Desoyendo las advertencias de sus compañeros, había decidido explorar el piso superior del convento. Y no había vuelto. Tras esperarle todo lo que pudieron, dejaron el convento para ir a los otros edificios.
—Es vuestro compañero. ¡Puede estar en apuros! ¿Cómo podéis abandonarlo así? —les recriminó uno de los dos nephilim de nombre olvidado que les acompañaban desde la excursión por la Península Ibérica.
—De muchas le hemos salvado ya y bien que le hemos advertido. Ahora, allá se las apañe como pueda —le respondieron los Guardianes del Grial—. Si quieres, ve tú en su busca. Una vez terminemos lo que hemos venido a hacer, si podemos, veremos qué pasa.
Ambos nephilim, inseparables amigos, fueron en busca del fénix. Y sólo uno volvió. El convento estaba vivo y se alimentaba de los desgraciados que entraban en la planta superior: les confundía, separaba y les ofrecía lo que más deseaban. Con sus mentes atrapadas en esa ilusión, sus cuerpos se marchitaban y morían de inanición. El alma, el ka, era lentamente devorado por la criatura. Aquél fue el terrible fin del fénix y de su desgraciado rescatador: los Guardianes del Grial se limitaron a darle las condolencias al superviviente.
—Advertencias dimos y no escuchasteis. No entraremos en esa ratonera a morir con ellos.
«Más sabe el diablo por viejo que por diablo», pero en este asunto a estos tres «diablos» nadie les hizo caso.
Eso es lo que pasa cuando no les haces nunca caso a tus compañeros. Animalicos….
Y como no había ganas de quitarse al fénix de encima…
«Clavelito, clavelitooo…» ayyyy, que mieditooo.