Al norte

Nochevieja dejó una pesada resaca en Fort Nakhti: la plataforma oeste hundida, la muralla con grietas en varios puntos. Un cañón perdido y varios hombres heridos de gravedad, entre ellos el padre Rupert, capellán castrense y sargento. El día de Año Nuevo fue día de comparar notas: mientras el teniente Alonso mantenía en pie el fuerte, el capitán Deschamps y el doctor contaban a nuestros héroes lo ocurrido en la expedición Reed y estos a lo que se habían enfrentado y lo que habían averiguado en sus recientes aventuras. Rashid aprovechó para interrogar a su tío Gaya y ofrecerle que se uniera a ellos, justo antes de que el Caminante protagonizara un tragicómico intento de fuga donde tío y sobrino dejaron claro que no querían hacerse daño antes de darse de hostias.

De todo esto Du Pont, Rashid y Sassa sacaron en claro que debían impedir que ese Viejo Enemigo, fuera lo que fuese, alcanzara la mítica y perdida Metrópolis Olvidada. Pero, para ello, decidieron dar un rodeo e ir primero al norte, a la tumba descubierta por la expedición Reed en busca de alguna pista que les ayudase a comprender a qué se enfrentaban. Deschamps y el doctor les dieron carta blanca, pero tuvieron que enfrentarse a las objeciones del teniente Alonso, que veía en dicha expedición una pérdida de tiempo frente a los problemas inmediatos del fuerte y les pidió encarecidamente que fueran a Fort Blanc a averiguar por qué no había habido reemplazo en verano ni en navidades y qué había sido de los correos enviados por Du Pont semanas antes. Al final se salieron con la suya y organizaron una pequeña expedición, buscando ante todo velocidad: a los propios Du Pont, Rashid y Sassa se sumaron los sargentos Flanagan y O Flaherty y Hodor, el primo de Rashid.

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La verdad sobre los Caminantes de la Muerte

Hubo una vez una gran ciudad en el desierto, una civilización sin igual. Tan majestuosas eran sus calles, tan sabios sus habitantes, que los dioses paseaban por ella con sorpresa y agrado. Pero el orgullo y el egoísmo les llevó a sacrificarlo todo en pos de un sueño de locura, el Momento Eterno: la búsqueda de su propia eternidad. Algo innatural, terrorífico, un terrible insulto a los ojos de los hombres y los dioses. Tan grave que la suerte de la ciudad y sus habitantes, sus logros, su cultura, su ciencia, han sido olvidados, repudiados por la memoria de las gentes. Los pocos que conocen algo de esta historia la llaman, sencillamente, la Metrópolis Olvidada, y la consideran, las más de las veces, un mito sin raíces reales.

No todos los habitantes de la Metrópolis Olvidada estuvieron de acuerdo con crear el Momento Eterno. Aquellos más abiertos al exterior, como comerciantes y ganaderos, muchos de ellos relacionados con los primeros habitantes del desierto, abandonaron la ciudad. Con ellos fueron algunos «urbanitas», conocedores de los secretos de la urbe: magos, sabios, funcionarios…

Estos exiliados de la ciudad dieron origen a cuatro de las tribus del desierto de Salazar: los Baal, los Saada, los Haggar y los Harumai. Tuvieron una época de gran esplendor tras la desaparición de la Metrópolis, pero las guerras, la llegada de nuevas tribus (del Kushistán, de Estigia, de Kashmir y de Baho) y catástrofes naturales, como el despertar de Gurmah-Gharus) los relegaron a lo que son ahora: tribus en decadencia apegadas a antiguas tradiciones.

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La expedición Reed

Los desiertos de Salazar son reacios a revelar sus secretos. Si bien los mercaderes de Gabriel parecen no tener problemas en conseguir las preciadas plumas del Oasis de las Aves, las expediciones científicas se ven abocadas a un destino más incierto. De la expedición Lunzberg, dos de sus miembros estaban oficialmente muertos (por dos veces), Nordim y Ström, y por el pellejo del resto nadie daba una pieza de cobre. La expedición Jones no había corrido mejor suerte: tras sufrir un ataque de una partida saada, sólo la suerte de Sassa y su criada Mira nos es conocida.

El día uno de enero de 989, en la sala de oficiales del destrozado Fuerte Nakhti, se habló del destino de otra expedición, treinta años atrás, que parecía ser el origen de las extrañas aventuras vividas en el fuerte en las últimas semanas.

La expedición Reed estuvo formada por la habitual mezcla de profesores universitarios, alumnos de postgrado y aventureros de medio pelo. Con la misión de cartografiar y explorar cierto sector al norte de Fuerte Nakhti que hasta los nativos eludían, contó con el apoyo del ejército imperial en forma de una escolta comandada por el joven teniente Deschamps. Encontraron y cartografiaron parcialmente un árido macizo rocoso cruzado por un laberíntico sistema de desfiladeros y cañones.

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Nochevieja, llamas y sombras

La actividad frenética en Fort Nakhti inequívocamente ligada a la habitual y famosa fiesta de Nochevieja fue el telón de fondo del problema localizativo de Du Pont que vimos el otro día. Más o menos a la vez que él revisaba los registros del fuerte de los últimos trescientos años e interrogaba a los dos viejos sargentos, el padre Rupert, capellán castrense, ex-agente inquisitorial y convocador medio potable, con ayuda de ciertas hierbas, brebajes y pentáculos protectores, revisaba el grimorio demonólogo que nuestros héroes habían traído de su aventura con los fantasmas. Tenían el convencimiento de que un algo había quedado libre cuando Nordim y Ström rompieron los sellos y que ese algo era el responsable de las huellas calcinadas que, erráticamente, avanzaban hacia el fuerte.

Razón no les faltaba: el chaval de las llamas eternas había sido un devah sin temor de Dios (de ninguno) al que la demonología no se le había dado demasiado bien. El ignis, demonio de fuego con muy mala leche resultante, buscaba ahora lo único que podía tanto causarle problemas como valerle un ascenso. Así, Nochevieja sorprendió a Du Pont, Rashid, Hodor, Sassa y al padre Rupert en la nueva plataforma de madera construida por el teniente Alonso, los tres primeros tras una pieza de a ocho cargada de metralla mientras seguían con la vista un fuego fatuo crecido que se acercaba haciendo eses por el lado del oasis.

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Nochebuena, coñac y gusanos

Rashid se tomó su sueño como premonitorio y las huellas que encontraron al día siguiente atravesando la salina, yendo y volviendo de las ruinas, lo convencieron. Volvían al fuerte, confiando en llegar para la fiesta de Nochevieja. Habían evaluado también otras posibilidades: la historia de Menna no acababa en el sueño. Su marido fue tras el Caminante de la Muerte para recuperar a su hijo, pero jamás volvió. Encontraron restos de ropas y de su montura cerca de la sima de un gusano de las arenas. Menna volvió con su familia. Era prima de Ahmed y estaba en su grupo el día de los zombies.

Tenían el macizo rocoso que vieron en los frescos de las ruinas, el lugar donde parecía estar un templo o ciudad de los Caminantes de la Muerte. O investigar más la historia de los dos desgraciados devas a los que habían dado descanso eterno. O ir al oasis de El-Jeriyah, donde se perdía la pista de la expedición Lunzberg. O al misterioso macizo Jabbarem (¿quizás el mismo macizo negro de las ruinas?) que Steffan confesó a Sassa era uno de los objetivos de Lunzberg años atrás, en Lucrecio.

Sin embargo, decidieron volver al fuerte. Cargados de presentes por la ayuda prestada y lo sacado de las ruinas: sellos de oro, el incómodo grimorio, una extraña daga… y con un recluta para la compañía de Regulares: Hodor, el grandullón ojo de águila y mente de esponja primo de Rashid al que Du Pont había cazado con el viejo sistema de emborracharlo primero.

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Cuentos viejos: Norte y Sur

Esto no es, propiamente dicho, una antigua anécdota de un rolero viejo. Tampoco es una reseña de la venerable serie: las risas aún colean.

Pongámonos en situación: los personajes están interesados en una extraña meseta rocosa, un Ayers Rock negro que parece encontrarse al sur de su base de operaciones, Fuerte Nakhti. Una búsqueda en los registros secretos del fuerte les llevó a encontrar información sobre dos misteriosas expediciones al norte, a un subterráneo o tumba, llevados a cabo por el capitán, el doctor y los dos sargentos borrachos… con treinta años menos, claro.

Dejando de lado los detalles, que ya contaré en otra ocasión con detenimiento, el teniente Du Pont aprovechó que los dos sargentos estaban de exploración en las bodegas del doctor para ganarse su confianza e interrogarlos sobre esos viajes.

Lo hizo preguntando por la expedición al sur.

¡Olé sus huevos!, me dije. Eso es ir de farol y lo demás es cuento. Efectivamente, había habido un viaje al sur, viaje del que yo no tenía pensado soltar prenda en dos o tres partidas. En fin, si el jugador levanta la liebre, se le deja cobrar la pieza, que para eso se lo ha currado. Así que, tras terminar la parte del interrogatorio, le felicité por el farol y los demás jugadores por la información conseguida.

Y el jugador del teniente Du Pont calló pensativo, miró con detenimiento el mapa que representaba Fuerte Nakhti y las supuestas localizaciones del Ayers Rock (sur) y la tumba (norte), lo cogió y le dio la vuelta.

La tormenta de arena

Hacía veinte días que la tormenta de arena rugía sin descanso. Veinte días sin ver el sol. Veinte días sin ver nada, en realidad: cuando avanzaban, desde el centro de la caravana no se veía ninguno de los dos extremos; cuando acampaban, se hacía difícil encontrar la tienda más cercana. La tormenta se había llevado el sol. La tormenta se había llevado las estrellas. La tormenta se había llevado el agua: el pozo de El-Jahr estaba seco, igual que el de El-Jaht. El de Yahb-Bah había sido engullido por las arenas y apenas sobresalía dos palmos de su aguja de piedra, de siete metros de altura. La tormenta quería llevarse ahora sus vidas. Parecía un ser vivo. Se podía sentir su furia, su ansia de sangre. Entre las tiendas, a la macilenta luz, la arena tomaba formas terroríficas, abalanzándose sobre ellas con saña, haciendo vibrar el armazón, arrancando capas de pieles y tela. No había día que no saliera volando alguna, o se viniera abajo atrapando entre sus restos a sus moradores.

La tienda del jefe era la más grande y la más sólida. Las demás estaban apiñadas contra ella, así que a su alrededor quedaba un espacio en el que casi se podía estar. Un altivo camello negro hacía de improvisado cortavientos en uno de los laterales, así que para el chaval que, acuclillado, curioseaba por un pequeño agujero abierto entre las capas de piel y lana, la tormenta era apenas un murmullo.

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Una de fantasmas

—¡Sassa! ¡Ey, Sassa!

Steffan Dahl era ornitólogo. Bueno, estudiante de postgrado, pero sus profesores decían que se convertiría en una figura mundial. A sus espaldas, todo el mundo decía que era por ese cuello delgado, esos ojos saltones, esa nariz picuda, esa calvicie a la carrera que dejaba tras sí una pelusilla pueril, ese andar nervioso, esa forma de girar la cabeza o mover los brazos, que le daban un aire de pajarillo caído del nido (de polluelo epiléptico, según los más crueles) que hacía que la mayor parte de las aves le trataran como uno más. Menos las rapaces, que le tomaban por el almuerzo. Sus compañeros, sin embargo, sostenían que llegaría lejos por haberse cobijado en buen árbol y hacer los trabajos más duros (como lidiar con los alumnos de primero) sin quejarse.

El sobrio uniforme universitario le hacía parecer un gorrión que se hubiera caído en un barril de alquitrán. Ese aire pegajoso también lo traía de serie, el pobre muchacho, y la pálida luz bajo los soportales sólo lograba realzarlo. Avanzaba dando ridículos saltitos por la larga galería que iba del aula C al salón de actos mientras agitaba nerviosamente los brazos, no se sabe si para atraer la atención de la joven que caminaba delante de él o para remontar el vuelo.

—¡Sassa, por favor, para un momento! ¡Me voy a Salazar! ¡Salimos el mes que viene!

La muchacha se paró en seco y se encaró con un movimiento tan calculado como su vestido: la mano en la cadera, la melena al viento, la falda amplia y cómoda, el corpiño, un escote sugerente pero no escandaloso… los folletines de aventuras estaban llenos de grabados con heroínas con la misma pose pero, por tópica que fuera, levantó un coro de suspiros entre los alumnos de primero que sesteaban entre clase y clase al otro extremo del patio.

—¡Imposible! La expedición Jones iba a salir antes.

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Si estuviéramos en un buque, esto sería el cuaderno de bitácora

Fuerte Nakhti, 22 de diciembre de 988

Segundo teniente T. Alonso.

Hace ya una semana del extraño ataque nocturno que ha acabado con la aburrida monotonía en Fuerte Nakhti. Nada tengo que decir de lo ocurrido, pues nadie me creerá. Temiendo un nuevo ataque, el teniente Du Pont ha ordenado reforzar las defensas del fuerte. Esta semana he visto trabajar a los hombres por primera vez desde que llegué, hace casi año y medio: se han reparado las principales grietas de la muralla sur y el matacán de la puerta principal. Por desgracia, esta última obra provocó la caída de una de las hojas del portón. Los goznes se han desprendido, así que nos llevará algunos días arreglarla. De momento, hemos montado una barricada por si sufriéramos un ataque.

La falta de medios es preocupante. Cada año debería llegar una caravana con suministros y reemplazos, pero la última fue con la que vine yo, en septiembre del año pasado. Nuestro capitán enfermó hace más de treinta años, todo este tiempo ha estado aquejado de fiebres intermitentes. No puedo imaginarme qué hizo para que no le permitan volver. Yo perdí una pierna en un accidente hace 7 meses y espero mi relevo. Un tercio de los hombres del fuerte, incluyendo a los sargentos y el doctor, están en edad de retiro. La edad y la baja forma de la tropa están haciendo que tardemos más de lo previsto en las reparaciones. Entre guardias, enfermos y la patrulla diaria, casi no quedan brazos útiles.

Hablando de los sargentos, tengo la impresión de que me ignoran. De una forma cortés, eso sí, y retorciendo mis órdenes de formas imaginativas. El capitán lleva toda la semana en cama y el teniente Du Pont, el genio del escaqueo, se largó hace cinco días con Rashid y la pija tonta. Que el indígena pagano tenga que ver a su chamán tras lo ocurrido aquella noche, lo entiendo. Que la chica lo siga por el exotismo, también lo entiendo. Pero que el único oficial capaz del fuerte se largue de excursión en este momento no tiene perdón de Dios. Y luego vendrá contando una de fantasmas.

Espero que los dos mensajeros enviados a Fort Blanc, en Estigia, vuelvan pronto con refuerzos y material. Me temo que estas Navidades van a ser las peores de mi vida.

Momias, qué emocionante

Esta historia comienza con un hombre muerto. Bueno, y con un camello agonizante. Y un chaval en estado de shock. Muchas historias comienzan con un hombre muerto, incluso como en este caso, desangrado hasta morir por unas heridas horrorosas de mandíbulas imposibles que se habían cebado también con el camello. Hablando con propiedad, la historia empezó antes. Como pronto, cuando al pobre muerto le hicieron esas heridas. Pero hay una razón para empezar nuestra historia aquí, y no que sea una escena impactante para la audiencia. Es que esta historia pudo terminar también aquí, cuando el teniente Renard Du Pont miró con gesto cansado las sangrientas huellas que se perdían en las dunas, se echó el arcabuz al hombro y apremió a sus hombres:

—Venga, volvamos. Aquí no hay nada de interés.

La historia siguió adelante porque Ahmed Ojo de Águila (así llamado porque tenía un ojo con reflejos dorados que la gente encontraba perturbador) estaba acampado en el oasis de Nakhti con su familia, esperando a su primo. Ahmed era un hombre respetado tanto en su tribu como en las demás. Respetado o temido, que viene a ser lo mismo. Y era un gran amigo de Rashid, uno de los pocos que le quedaban. Y Rashid, como mando y único componente (con su camello) de la compañía de Regulares, estaba examinando el cadáver. Que resultó ser el hijo de la hermana del primo de Ahmed. O sea, su sobrino segundo. Para Rashid, aquello sí tenía interés.

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