Hacía veinte días que la tormenta de arena rugía sin descanso. Veinte días sin ver el sol. Veinte días sin ver nada, en realidad: cuando avanzaban, desde el centro de la caravana no se veía ninguno de los dos extremos; cuando acampaban, se hacía difícil encontrar la tienda más cercana. La tormenta se había llevado el sol. La tormenta se había llevado las estrellas. La tormenta se había llevado el agua: el pozo de El-Jahr estaba seco, igual que el de El-Jaht. El de Yahb-Bah había sido engullido por las arenas y apenas sobresalía dos palmos de su aguja de piedra, de siete metros de altura. La tormenta quería llevarse ahora sus vidas. Parecía un ser vivo. Se podía sentir su furia, su ansia de sangre. Entre las tiendas, a la macilenta luz, la arena tomaba formas terroríficas, abalanzándose sobre ellas con saña, haciendo vibrar el armazón, arrancando capas de pieles y tela. No había día que no saliera volando alguna, o se viniera abajo atrapando entre sus restos a sus moradores.
La tienda del jefe era la más grande y la más sólida. Las demás estaban apiñadas contra ella, así que a su alrededor quedaba un espacio en el que casi se podía estar. Un altivo camello negro hacía de improvisado cortavientos en uno de los laterales, así que para el chaval que, acuclillado, curioseaba por un pequeño agujero abierto entre las capas de piel y lana, la tormenta era apenas un murmullo.
Dentro, entreveía al viejo jefe, de rostro fatigado y grandes ojeras y a su hijo, un joven Saden con la cara pálida como la de un cadáver. Al otro lado de la rica alfombra, un hombre de negro, tan altivo como su camello, tan terrible o más que la tormenta. Entre ambos, un bebé hacía pucheros: el hijo de Menna, que había nacido prematuro por culpa de la maldita tormenta. Hablaba el jefe, hablaba el tipo de negro, que mantenía su rostro cubierto incluso bajo techo, y a cada palabra Saden empalidecía aún más.
Llegaron a un acuerdo. El hombre de negro salió de la cabaña, fue hacia el ganado y al poco volvió a cruzar el campamento, hacia donde soplaba la tormenta, llevando un pequeño cabrito también nacido en esos crueles días. Luego, sólo el ronco bramar de la tormenta.
Y una piedra, dirigida con precisión a la cabeza del muchacho. Un grito, un salto, las manos levantadas por reflejo, cubriendo inútilmente la cabeza y la piedra, inofensiva, rebotando en un breve muro invisible. La arena crepitando un instante sobre él, como la lluvia en el tejado, antes de que desapareciera.
La sombra negra salió de la tormenta y se arrodilló junto al asustado chico. Con la mano izquierda se retiró el velo y le dedicó una sonrisa feroz. Los ojos dorados brillaban divertidos. Iba cuidadosamente afeitado y un tatuaje reciente, una desagradable espiral negra, se le enroscaba, desde el cuello, en la mejilla derecha.
—Tienes poder, Rashid. Es poco, pero ejercítalo: puede salvarte la vida. —Le revolvió con gesto cariñoso el pelo y entró en la tienda. El chaval quedó sentado en el suelo, recuperando el aliento, mientras un grueso goterón de sangre le caía por la frente.
Salió al poco, protegiendo un pequeño fardo entre sus ropajes. Montó en su camello y se internó en la tormenta. Atrás dejó el viento, el llanto desgarrado de una joven madre, el silencioso reproche de una esposa, la honda desesperación de un hombre justo, la desagradable enseñanza de lo que significa ser jefe.
Al día siguiente, brillaba el sol. Tiempo a cambio de Tiempo. Vida a cambio de vida. El Caminante de la Muerte, maldito y necesitado.
En su tienda, Rashid despertó sobresaltado. Oh, piadosa Devah, ¿por qué este sueño, por qué este recuerdo olvidado? ¿Por qué ahora?