Momias, qué emocionante

Esta historia comienza con un hombre muerto. Bueno, y con un camello agonizante. Y un chaval en estado de shock. Muchas historias comienzan con un hombre muerto, incluso como en este caso, desangrado hasta morir por unas heridas horrorosas de mandíbulas imposibles que se habían cebado también con el camello. Hablando con propiedad, la historia empezó antes. Como pronto, cuando al pobre muerto le hicieron esas heridas. Pero hay una razón para empezar nuestra historia aquí, y no que sea una escena impactante para la audiencia. Es que esta historia pudo terminar también aquí, cuando el teniente Renard Du Pont miró con gesto cansado las sangrientas huellas que se perdían en las dunas, se echó el arcabuz al hombro y apremió a sus hombres:

—Venga, volvamos. Aquí no hay nada de interés.

La historia siguió adelante porque Ahmed Ojo de Águila (así llamado porque tenía un ojo con reflejos dorados que la gente encontraba perturbador) estaba acampado en el oasis de Nakhti con su familia, esperando a su primo. Ahmed era un hombre respetado tanto en su tribu como en las demás. Respetado o temido, que viene a ser lo mismo. Y era un gran amigo de Rashid, uno de los pocos que le quedaban. Y Rashid, como mando y único componente (con su camello) de la compañía de Regulares, estaba examinando el cadáver. Que resultó ser el hijo de la hermana del primo de Ahmed. O sea, su sobrino segundo. Para Rashid, aquello sí tenía interés.

Para los que no le conocieron es difícil hacerse una idea de lo persuasivo que podía ser Rashid. Al poco, guiaba una patrulla bajo el mando del propio teniente Du Pont. Los partes de la época hablan de una gloriosa expedición contra salteadores nativos llevada a cabo por la Primera Compañía de Regulares y elementos de la Primera de Cazadores a camello y la Decimonovena de Arcabuceros, y no deja de ser cierto aunque sólo fueran diez hombres: la patrulla se topó con un clan familiar de los Saada, tribu considerada proscrita entre los propios nativos por la violación de un tabú o costumbre que no viene ahora al caso. El clan había estado utilizando hormigas gigantes para atacar caravanas: se habían hecho con una sustancia que las excitaba y volvía muy agresivas y sus exploradores impregnaban con ella a los objetivos. Luego, sólo tenía que esperar a que las hormigas hicieran su trabajo para recoger los restos.

La patrulla se topó con las hormigas, pero pudo hacer un prisionero que les puso en el camino del campamento del clan y del que también averiguaron que quien les había proporcionado la sustancia era un «poderoso brujo». Estaban en inferioridad numérica, pero una cuidada táctica y las armas de fuego, desconocidas por los nativos, les dieron la victoria: esa misma noche tras un corto combate se hacían con el campamento enemigo, capturando al brujo, a mujeres y niños y a los pocos hombres supervivientes.

En el campamento se encontraban con otra sorpresa: el clan había asaltado unos días antes una caravana de occidentales y tenían como prisionera a una joven dama de Lucrecio, Sassa Ivarsson, por la que sin duda esperaban sacar un buen precio, y su criada Mira. Desde el momento en que pisó Fuerte Nakhti la joven Sassa lo revolucionó, se apropió de un barracón abandonado desde hacía siglos y logró que los hombres se presentasen voluntarios para arreglarlo.

Pero mientras la muchacha agitaba los ánimos de la tropa, una escena más siniestra tenía lugar en el calabozo de la enfermería, donde reposaba el brujo recuperándose de las heridas sufridas en el enfrentamiento: Ahmed vengaba a su familia pasándolo a cuchillo, tras haber entrado en el fuerte gracias tanto a Rashid como al jaleo organizado por Sassa. Cuando descubrió el cadáver, Renard montó en cólera. ¡Era increíble que alguien pudiera entrar en la enfermería del fuerte y matar a un prisionero sin que nadie se diera cuenta! Luego descubrió que la persona más cercana a la celda había sido él mismo, convaleciente de las heridas sufridas, y que no se había enterado de nada, por lo que apuntó en el parte suicidio como causa de la muerte.

Rashid por su parte y mientras hacía un ritual de purificación en la celda, descubrió que el brujo no era tal sino un Caminante de la Muerte, un sacerdote del dios aramense Ulrioka Yama, Señor de las Arenas, y uno poderoso: los tatuajes rituales indicativos de su posición le cubrían todo el cuerpo. Rashid, seguidor de la vieja fe, sabía cómo despojar al sacerdote de su poder e impedir así que sus sirvientes o los djinns con los que hubiera pactado o el propio Ulrioka Yama vinieran por su cuerpo o a vengarse de sus asesinos. Con un cuchillo bien afilado y entonando una letanía, se concentró en desollar al muerto como quien pela una manzana, teniendo especial cuidado en sacar el intrincado dibujo de los tatuajes de una sola tira de piel y sin estropearlo. Luego quemó por separado la tira de piel y los restos del sacerdote frente al fuerte.

Sin embargo, no pudo completar el ritual a la perfección: por un mal movimiento cortó parte del tatuaje, rompiendo sus líneas. ¿Tuvo esto la culpa de lo que sucedió después? Es difícil decirlo, de igual forma que es difícil encontrar a alguien que quisiera hablar de lo sucedido. Tampoco se conservan partes de esa noche, cuando una espesa y húmeda niebla se levantó del oasis, la primera niebla que veían aquellos soldados desde que llegaron al desierto.

En un principio, nadie notó nada extraño. Los oficiales estaban cenando en la sala con la señorita Sassa; la tropa dormía, se emborrachaba con el último brebaje del doctor o se jugaba la soldada en interminables partidas; Rashid estaba en la tienda de Ahmed, decidido a dejar el fuerte al alba para volver con su tribu en busca de respuestas (¿qué hacía un Caminante de la Muerte con esos muertos de hambre?).

Un alarido de terror y agonía rompió la noche. Aunque amortiguado por la niebla, bastó para que Renard Du Pont dejara la cena para echar una ojeada. También la señorita Sassa, curiosa como un gato travieso, dejó la sala de oficiales, pero el resto siguió con el jerez disfrutando de la sobremesa. La mayor parte de la tropa, o, por lo menos, aquellos que estaban despiertos y en condiciones de moverse, estaban en el patio, nerviosos, cuchicheando y mirando la niebla. El centinela de la puerta principal había desaparecido. No era tan raro que el pringado de turno se escaqueara para dormir, pero no acudió ante la llamada y amenazas del teniente Du Pont. Quien sí apareció fue Rashid, pálido como si hubiera visto un fantasma.

—¡Momias! ¡He visto una momia cerca del oasis! ¡Es la maldición de Ulrioka Yama! ¡Estamos condenados!

Renard puso los ojos en blanco. Quizás lamentaba haber dejado la sala de oficiales. Los soldados cuchicheaban muy nerviosos a su espalda. No se está varios años en el desierto sin volverse supersticioso y con la extraña niebla no era difícil imaginarse legiones de momias polvorientas abatiéndose sobre el fuerte. Que Sassa, que había cambiado la falda por un pantalón de monta pero seguía luciendo un espectacular escote, exclamase alborozada «¡Momias! ¡Qué emocionante!» no ayudaba a arreglar las cosas.

Aunque la imaginación hubiera jugado una mala pasada al salazari, lo cierto es que el centinela seguía desaparecido, así que el teniente ordenó abrir la armería, repartir armas y se llevó al sargento Rupert, al cabo y a dos soldados con antorchas, guiados por Rashid, a investigar. Sassa se empeñó en ir con ellos y Renard, tras un breve intento de discutir, se encogió de hombros y lo aceptó.

—Haga lo que desee, pero no moleste.

Fíjese usted por dónde, sí había momias. Bueno, en realidad, zombis resecos, viejos soldados que se habían cansado de estar en el cementerio. Rashid se había enfrentado a cosas más aterradoras, el padre Rupert y el cabo llevaban demasiado tiempo en Fuerte Nakhti como para sorprenderse por algo y el teniente Renard… bueno, es muy probable que el teniente Renard se sintiese vivo esa noche por primera vez en cinco años. Los otros dos soldados, sin embargo, no los tenían tan bien puestos. El miedo es libre y, pese a las órdenes de Du Pont y del padre Rupert para que les iluminaran con las antorchas que portaban, retrocedieron paso a paso conforme los muertos vivientes se acercaban.

Lo que tampoco fue una buena idea para su equilibrio mental, porque rebasaron a la señorita Sassa. Es muy posible que, de haber sido sus oponentes humanos, hubiera sido la primera en retroceder, pero contra los muertos vivientes quizás le pareciera estar viviendo uno de esos folletines de aventuras tan populares esos días en Lucrecio. Se había agenciado de un saquito de balas antes de salir del fuerte y las usó para ametrallar a los zombis a placer. Sassa Ivarsson podía ser una niña mimada y consentida, pero también una telépata y telequinética de primer orden, para horror de los dos soldados. Por delante, el teniente Renard y los demás estaban más preocupados por el enemigo que se les echaba encima que por el origen de la lluvia de balas que con un sordo plofplof abría agujeros y levantaba una nube de polvo en los resecos cuerpos de los viejos soldados. Así, entre los cinco, lograron acabar con los zombis, quemando luego sus restos.

Rashid temía por la seguridad de Ahmed y su gente y estaba dispuesto a cruzar todo el oasis solo. Renard intentó disuadirlo de tal locura pero, viendo que no era posible, decidió acompañarlo. Recargó su arcabuz, ordenó al sargento Rupert que volviera al fuerte e informara al capitán y, mirando con preocupación el oscuro oasis tragado por la niebla, indicó a su compañero que abriera la marcha. Sassa se sumó a la partida sin consultarlo con nadie, pero este gesto fue recibido con un encogimiento de hombros por parte del teniente y un suspiro de alivio por parte de los soldados.

Ahmed y su familia estaban bien, en alerta al oír los disparos, pero no habían visto nada. Esto les llevó a pensar que el objetivo era el fuerte o sus alrededores. Un escalofrío recorrió la espalda de Rashid y Renard.

—¡El brujo! —exclamaron al unísono.

Sus sospechas se confirmaron: el lugar donde Rashid había quemado al sacerdote muerto estaba ahora revuelto y unas huellas esqueléticas se perdían en el desierto. Sin dudarlo, pidieron unos camellos a Ahmed y se lanzaron en persecución, mientras a sus espaldas se oía el ronco bramar del cañón seguido de las secas descargas de los arcabuces.

Alcanzaron a su presa pronto, recortados contra la luna en la cresta de una duna. Cuatro esqueletos en columna de a dos, dejando espacio en el centro como si escoltaran a algo o a alguien, aunque nada se veía. Tras un corto intercambio de balas y flechas, Rashid entró a la carga a lomos de Saitan, su camello. Cimitarra en mano, se abrió paso entre los muertos vivientes sin flaquear, ahuyentando a los arqueros. Renard, desmontado, intentó hacer frente a lo que quiera que escoltasen, de los tres era el único que podía hacerlo. El teniente que elevaba el pasotismo al grado de arte resultaba ser un pozo de sorpresas, el polvoriento oficial de aquel polvoriento destacamento perdido en el desierto tenía un talento marcial y un dominio de su ki interior que ya quisieran para sí oficiales de largos bigotes que soñaban con la gloria. A manos desnudas empezó a golpear a aquella criatura invisible que intuía moverse en las arenas mientras a su alrededor los esqueletos volaban de un lado a otro de la duna sin que pudieran acercársele.

—¡Coño!, ¿ahora también vuelan a trozos! —exclamó sorprendido al ver volar una calavera en el sentido opuesto que antes había seguido un esqueleto.

Todo terminó en un momento. Rashid, sonrisa salvaje, aplastando y quebrando los últimos huesos y Renard, sorprendido, mirando el hueco que había abierto a su alrededor. Había acabado con un fantasma y había alejado a los esqueletos sólo con su poder interior, con su ki. ¡Era fantástico, mejor de lo que su maestro le había contado! Tras ellos, con gruesos goterones de sudor corriéndole por la frente y un terrible dolor de cabeza en camino, Sassa se dejaba caer en la arena. La telequinesis era agotadora.

Entre los restos, tal y como Rashid había sospechado, había un fragmento sin quemar del brujo, lo que los esqueletos, vestidos con andrajosos ropajes de nómadas, habían buscado. Lo destruyeron al momento y emprendieron camino de regreso.

Llegaron al oasis con los primeros rayos del sol. En el fuerte ondeaba orgullosa la bandera de Abel, oscurecida por el humo de pequeñas hogueras dentro y fuera del recinto. Las puertas estaban abiertas y en el patio quedaban restos de zombis resecos que los soldados se afanaban en quemar. Una barricada improvisada cubría dos de los cañones de bronce con sus amenazadoras bocas dirigidas contra la puerta. Había sido un duro combate, pero sólo tenían que lamentar cuatro heridos que ya estaban en manos del doctor y del padre Rupert.

Nadie mencionaría esa noche a extraños. ¿Cómo explicar que lucharon contra sus compañeros muertos años o incluso siglos atrás? Pero aquello sólo era el comienzo.

3 comentarios para “Momias, qué emocionante

  1. Ains, dolor de cabeza el que va a tener Sassa para lograr que los dos soldados dejen de mirarla como si fuese un monstruo, y con la charla que le espera con el cura.
    Pero mira que es divertido que Du Pont se crea que lo hace todo solito. Jajajajaja

  2. En el Mundodisco de Terry Pratchett existe algo llamado la Legión Extranjera Klatchiana…esta aventura me recuerda un montón a ella…

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