La larga noche del 31 de agosto estuvo a punto de comenzar con tragedia. El Albatros dorado, que debía acercar al SG-6, el grupo del ingeniero Powell, a las grandes tuberías de la máquina, se comió una loma que la traicionera luz del anochecer confundió con la llanura. Nada grave: contusionados, daños menores en el casco y las jarcias hechas un desastre. Noche de trabajo en la oscuridad y el equipo se quedaba sin apoyo aéreo.
La misión de sabotaje discurrió sin novedad: tras caminar dos o tres kilómetros hacia poniente dieron con las grandes tuberías. Un reconocimiento desveló una estación secundaria de bombeo con presencia de la Máquina. Destruirla dañaría más el sistema que reventar un tramo de tuberías, así que Powell y Dragunov se pusieron a hacer cálculos. A las 23:30, la estación de bombeo volaba por los aires por una onda de sobrepresión provocada por el cuidado sabotaje de las válvulas línea abajo. Lo comunicaron, vía eru pelegrí, al puesto de mando en la Perla y volvieron al barco.
Se perdieron, claro. No dieron con la loma hasta las primeras luces del alba y para encontrarse con el barco abandonado. El reconocimiento subsiguiente dio con un nido de balzaks bajo el permafrost, que habían capturado a la tripulación para usarla como alimento o sacrificios. Los balzaks no esperaban ni las letales técnicas ki de Su Wei ni las armas de fuego de Dragunov ni los impenetrables escudos de Powell y, tras perder a varios guerreros y sacerdotes, se atrincheraron en lo más profundo de las galerías, esperando a que los invasores se fueran, cosa que hicieron en cuanto encontraron a los tripulantes del Albatros.
Entre unas cosas y otras, hasta media mañana no levantaron el vuelo, siempre con el temor de ser atacados por la Máquina. Pero volvían sin bajas y con unos cuantos juguetitos interesantes.