Decíamos ayer que, al volver del teatro donde conocieran al marqués de Córdoba, el SG-1 paró a ayudar a un burgués y su hermosa acompañante que eran asaltados por un maleante, quizás un amante despechado. El asunto se torció y terminó con el maleante malherido en el suelo tras cuchillada trapera y envenenada de la joven, que se dio a la fuga. El capitán Paolo y Renaldo salieron tras ella, dejando a Kuro al cuidado del herido, momento en el que el burgués hizo mutis por el foro. En estas se presentó la guardia, cuyo sargento, al ver al herido, exclamó:
—¡Capitán!
A lo que Kuro, escamado, respondió:
—¡No es lo que parece!
Paolo y Renaldo fueron informados de esto por el Marqué, su cochero, y de cómo Kuro y el herido habían sido llevados, ¡en su coche! Paolo, muy digno en su papel de embajador (aunque, en su fuero interno, bien que agradecía a Kuro que se hubiera dejado apresar sin matar a nadie), se personó al punto en la casa de la guardia para exigir explicaciones. Antes, tuvo que convencer a los guardias de que, de verdad, tenían preso a uno de sus hombres, pues, como era habitual, ya se habían olvidado de él. Hizo falta mucha labia, pero lograron que el sargento les creyera e, incluso, que permitiera a Kuro auxiliar al médico al que habían llevado al herido. Entre ambos conseguirían preparar un antídoto que salvaría la vida del desgraciado.
Preguntando al sargento de la guardia al respecto, les contó que el herido había sido oficial del ejército, y que él había estado a sus órdenes en un par de campañas contra los elfos. Hacía un año o más que no lo veía, pero se decía en los mentideros que era ahora la mano en la sombra de alguien del gobierno.
El asunto se complicaba, pero nada más podían sacar de aquello mientras el herido no recobrara la consciencia, así que se despidieron del sargento y, recuperado su coche, se retiraron a la posada. A la mañana siguiente, tras apenas un par de horas de sueño, se presentaban en el ayuntamiento a su cita con el marqués de Córdoba. Estaba también presente el secretario García de Paredes, el pelirrojo. El capitán Paolo entregó sus credenciales y expuso las pretensiones del Ícaro de entablar relaciones amistosas con el virreinato de Entreaguas, pero pronto se dio cuenta de que el marqués parecía aburrido y De Paredes, francamente hostil. A sus ruegos y peticiones, algunas rayando en la insolencia, los de Entreaguas respondieron con el desdén cortés del poderoso ante el pedigüeño y sólo la narración de lo sucedido la noche anterior despertó la curiosidad del marqués y del secretario. El primero ordenó al segundo que investigara personalmente el asunto. Evitó entrar en detalles comerciales con Paolo, pero le invitó a un baile de máscaras que había esa noche en el ayuntamiento, con presencia de los principales comerciantes de la zona. También puso a su disposición su quinta para que les sirviera de alojamiento y un mayordomo, Pelayo el corto.
El SG-1 salió echando pestes de la reunión, acostumbrados a ser tratados con más respeto. Se reunieron con el mayordomo, tan bajito como daba a entender su nombre, y se hicieron conducir a la quinta tras recoger sus cosas de la posada. La quinta resultó ser un viejo molino fortificado a diez kilómetros de la ciudad que el marqués había convertido en su finca campestre. El grupo aprovechó el día para descansar y para tomar el pulso a la ciudad: Kuro curioseó por los bajos fondos, Renaldo comió con un herrero que había conocido durante la obra de teatro y Paolo se informó por Pelayo.
Confirmaron así lo que ya, más o menos, sabían: la hostilidad de los cordobeses hacía Ynys Mawr por los ataques sufridos en el pasado; que el marqués, viejo guerrero, dejaba las cosas del gobierno en sus secretarios y que éstos mantenían una feroz lucha de poder. También se enteraron, gracias a Kuro, de la existencia de una banda de piratas de río por la que se ofrecía una buena recompensa: era la banda del Gato Negro. Cuatro años atrás ya había sido disuelta tras feroz combate con el ejército (Sunil y Coerba, los bandidos con los que se enfrentó el SG-3 del teniente White en Minas Anghen, habían sido miembros de dicha banda y aún tenían recompensa por su cabeza), pero había vuelto a aparecer durante el invierno, con ataques cada vez más audaces.
Sin más pasó el día y llegó la hora del baile. Se celebraba en el salón del ayuntamiento y asistían una treintena de personas, estando la verbena, digo, velada, amenizada por la Orquesta Pasión, perdón, por una orquesta de cámara. El marqués tuvo la deferencia de presentar al excelentísimo embajador de Nuevo Ícaro a los presentas, tras lo cual se desentendió del tema y prestó más atención a una cortesana, una muchachita morena, de cara redonda y naricita respingona que, con su vestido azul marino, su risa argentina y una mirada entre inocente y picarona, era disputada por todos los notables.
El grupo, pues, se distribuyó con libertad por el salón, haciendo lo que mejor sabían: Kuro, pasar desapercibido; Renaldo, entablar conversación con guardaespaldas y criados; y Paolo, codearse con los importantes. Entabló así conversación con Herschel hijo de Glóin, dvergar libre, reconocido maestro armero y comerciante de pieles. Le preguntó acerca de la economía de Entreaguas y por ciertos artículos que necesitaban en el Ícaro, en especial las enormes cantidades de intestino de vaca necesario para reparar las bolsas de gas dañadas. El ganado en Entreaguas era escaso, le dijo el enano, pero en las Grandes Llanuras abundaba el búfalo, del que los elfos eran grandes cazadores. Elfos que él conocía y que se veían amenazados por un gran mal contra el que no eran capaces de defenderse.
—Habida cuenta de lo que cantan los bardos sobre vos y vuestra gente, capitán, quizás podríais echarles una mano y negociar con ellos la recompensa que os sea más útil. Me ofrezco de guía y consejero, por supuesto, a cambio de una pequeña comisión.
La cortesana morena rescató al capitán Paolo de los burgueses y lo llevó al balcón, donde ella se sentó en la baranda para disimular un poco su pequeña estatura. La chica, que se presentó como Diana, tenía un talento natural para desarmar a los hombres, y Paolo se descubrió contándole con toda naturalidad las aventuras pasadas por él y su gente. Pensando luego sobre ello, se maravilló de cómo la chica le había sacado tantísima información y decidió tenerla cerca de él para estudiarla mejor.
Kuro, por su parte, escuchó tiernas palabras de amor entre María la castaña, la hija, de diecisiete años, del Secretario de Hacienda Ernesto Sánchez de Entelequia, y el secretario Felipe de Córdoba, el joven, que apenas había entrado en la veintena. Pero, antes de poder cotillear más, se coló en la fiesta la rubia de largos rizos de la noche anterior. Y cruzó por mitad del baile sin que nadie reparase en ella y a Kuro le quedó la duda de si la había visto de verdad o se lo había imaginado. Pero la volvió a ver al rato, tropezando con el Secretario de Comercio José García del Muro. Corrió tras ella, pero los bailarines le cortaron el paso y sólo llegó, desde el balcón, a ver como la joven se marchaba en un coche.
Volviendo a la fiesta, reparó en una llave que el Del Muro llevaba al cuello y le pareció que, entre la primera y la segunda vez que vio a la rubia, tal llave no estaba. Así que se acercó al guardaespaldas del marqués a confiarle sus preocupaciones y, al punto, éste fue a avisar a su señor y a Del Muro. La llave abría el despacho de este último, donde se guardaban las rutas y horarios de las caravanas de tierra y de río. No parecía faltar nada del despacho, pero decidieron reforzar la guardia y llamar a Herschel hijo de Glóin para que cambiara la cerradura al día siguiente.
Con esto terminó el baile y el SG-1 tomó el coche del Marqué para volver al molino. Ellos, Pelayo el corto y Diana.
—Capitán, puede ser una espía de Finisterra.
—Razón de más para observarla más de cerca. Quiero decir, para tenerla vigilada.
En el camino de vuelta sufrieron una emboscada. Alguien se tomó muchas molestias: barricadas cortando el paso y la retirada y una veintena de hombres bien armados y pertrechados. Los comandaba el Tuerto, el hombre de armas que, la noche del teatro, acompañaba a García de Paredes. Renaldo hizo aparecer copias suyas como setas y consiguió superioridad numérica, pero se metió en combate directo y fue abatido, desapareciendo sus copias. Kuro aguantaba por su lado y Paolo dio cuenta del Tuerto, al que derribó hundiéndole las costillas. Escupiendo sangre, el Tuerto dio orden a los ballesteros de retaguardia de disparar, pero nadie respondió. Aquello fue demasiado para los asaltantes y se dieron a la fuga, dejando en el campo a ocho o diez de los suyos. Los que peor terminaron fueron los ballesteros, reducidos a pulpa sanguinolenta.
—Le dije que era una espía de Finisterra, capitán.
—No se ha movido del carro.
—Pues ya me dirá quién los ha matado entonces.
El Tuerto, aunque medio muerto, se les había escapado, pero tenían varios prisioneros. Tras curar sus heridas, los interrogaron, pero no sacaron nada en claro: el Tuerto era bien conocido en la ciudad y se había presentado con mucha plata. Oh, claro que el Tuerto era hombre de García de Paredes, pero no trabajaba sólo para él y nadie preguntó quién estaba detrás del asunto.
—Déjeme matar a De Paredes.
—Aún no. Ayúdame con Renaldo y vayamos al molino.