Baile de máscaras — La prometida del archicanciller

El año comenzó como había terminado el anterior, con tambores de guerra. Las noticias llegaban a Chaville con cuentagotas y las gacetillas, siempre volcadas a las noticias locales y los eventos de sociedad, dedicaban ahora páginas y páginas a los sucesos más allá de las fronteras de Gabriel: el golpe de estado de Tadeus Van Horsman y la muerte del emperador Barbados parecía una reedición de lo ocurrido treinta años atrás con el propio Barbados y el Emperador Loco, Lascar Giovanni. Pero el paralelismo acababa ahí: ahora el Imperio estaba mucho más roto que entonces y los otros señores de la guerra aún no habían mostrado su adhesión al golpista.

En Gabriel, se mascaba el miedo. El miedo a una guerra entre los grandes generales imperiales, pero, sobre todo y más cercano, el miedo a los piratas: los mismos que habían jaleado al archicanciller y al Consejo por declarar la independencia y expulsar a las tropas imperiales, ahora los acusaban de haber dejado Chaville indefensa ante los piratas de Ojo del Huracán.

La pareja se daba un baño de multitud en el Teatro de la Ópera.


Estando así las cosas, Joshua Fardelys anunció su compromiso con Adelaïde Beaumont. Su padre, Lothaire, era archiduque y uno de los principales apoyos del archicanciller. En la más alta sociedad, la noticia del enlace se recibió en clave política, es decir, una alianza entre familias. Para el resto, fue la noticia social de la década, esperada y deseada desde que se había empezado a ver a Joshua en compañía de Adelaïde en eventos sociales durante el otoño.

El anuncio se hizo en la última semana de enero. En la tarde del sábado 2 de febrero, la pareja se daba un baño de multitud en el Teatro de la Ópera. En la madrugada del lunes 4 de febrero, Adelaïde Beaumont moría en su cama. Los médicos de la familia certificaron muerte por paro cardíaco. Había antecedentes familiares y consideraron que las emociones de la semana habían sido demasiado para el frágil corazón de la joven.

Joshua se resistía a aceptarlo, pero, ¿no sería su dolor el que le impedía aceptar lo evidente y quería achacarlo a un atentado político?

El marqués de l’Aigle Couronné, su jefe de servicio secreto y el hombre que le acompañó en esos tristes momentos, meditó un instante y le dijo:

—Conozco a un médico. Es leal y discreto y su futuro no depende de su trabajo, por lo que no tendrá miedo de da una opinión contraria a la de sus mayores.

Así le fue encomendada su primera misión como capitán de mosqueteros del archicanciller a Julien Lafleur: ir al Hospital Naval y traer a la estudiante en prácticas de cirugía Colette Leclair de Dunois.

Con el propio archicanciller y el marqués de l’Aigle Couronné, fueron a casa de los Beaumont. El archicanciller logró que Lothaire Beaumont aceptara su decisión y, entre miradas de desdén y desprecio de los médicos de la familia, Colette fue autorizada a examinar el cuerpo de Adelaïde.

En un primer examen, no vio signos de violencia y todo apuntaba al ataque al corazón. Pero sabía por qué estaba allí, así que se hizo una lista mental de todos los venenos que conocía y se propuso ir descartándolos uno por uno. También pidió a Julien que trajese a Michel para que registrase el dormitorio de la joven, pues era bien conocida por todos la agudeza de sus sentidos.

Las primeras pistas les guiaron a una cajita de base de maquillaje que le había regalado la condesa de Lorme, alcaldesa de Chaville, a Adelaïde tras la feliz noticia. El maquillaje, muy de moda entre la alta sociedad, era estimulante y se decía que también afrodisíaco. La cajita había desaparecido de forma muy oportuna y Colette dijo que, si estaba adulterado con más dosis de los compuestos estimulantes, podría haber provocado el paro cardíaco.

Pero pronto se demostró que era una pista falsa. Michel encontró indicios que indicaban que alguien había entrado en el dormitorio de Adelaïde esa noche, tras trepar por la celosía que servía de guía y soporte a la enredadera y hacer saltar el pestillo de la ventaja. Descubrieron un picotazo reciente en el brazo de la joven, cubierto con maquillaje y, bajo la cama, unas fibras que podían pertenecer a la cola de un dardo de cerbatana.

—Probablemente, curare —informó Colette al archicanciller—. Sus efectos se confundirían con un ataque al corazón. Pero eso no es lo único que hemos descubierto.

Esa noche alguien había saltado la valla del palacio de los Beaumont, cruzado el jardín, trepado hasta el primer piso y forzado la ventana del cuarto de Adelaïde, pero esa ruta se había seguido en los días anteriores con frecuencia… por la propia Adelaïde. Encontraron en un doble fondo de su armario ropas masculinas de clase baja, botas y un gabán raído. Manchado de barro blanco, de un tipo y color que sólo habían visto en Chaville en un lugar: las catacumbas bajo la Ciudad Vieja.

Adelaïde era conocida por su labor filantrópica: era uno de los impulsores del Hospital de la Beneficencia en la Ciudad Vieja e iba varias veces en semana como voluntaria, pero, ¿qué tenía eso que ver con las catacumbas? Quizás allí encontraran el motivo de su asesinato o incluso al culpable. El marqués tomó el mando y fueron a investigar. Pararon primero en casa del marqués para tomar uno de sus perros de caza y luego recogieron a Jacques. Durante el trayecto, hablaron de la actividad política de Adelaïde. Su defensa de los más desfavorecidos iba más allá de su labor filantrópica y su influencia sobre el archicanciller, innegable. Ahora mismo se discutían en el Consejo futuras leyes que regulaban el trabajo infantil o el salario mínimo, impulsadas por Joshua, a su vez convencido por su prometida. La muerte de la joven parecía, cada vez más, un asunto político.

La Ciudad Vieja se levantaba sobre una colina calcárea en la orilla derecha del Carignan. Emplazamiento de la Chaville anterior a la Guerra de Dios, era ahora un barrio humilde, de callejuelas estrechas y laberínticas y con algunas de las iglesias más antiguas de Oriente. También servía de separación entre los barrios burgueses que se extendían al sur, hacia la costa (donde vivían los Dunois y los D’Aubigne) y el pozo de pobreza de los Barrios de Lorne, al norte. Su subsuelo estaba plagado de corredores y cámaras: almacenes, refugios de la guerra y restos de asentamientos anteriores, incluso, como bien sabían nuestros amigos, de origen no humano.

El marqués mantenía una casa franca en el barrio para vigilar aquello. Por allí accedieron a los subterráneos. Sospechaban que Adelaïde accedería desde el hospital y su plan era seguir túnel adelante, por donde vinieron los hombres de La Víbora en el caso de la caja de música, y confiar en encontrar un rastro.

Al llegar a la altura de las cámaras élficas, el marqués se paró en seco, pálido como la muerte. La entrada tapiada había sido abierta de nuevo. Asomaron una luz al interior y vieron signos dibujados en el suelo. Y una sombra acechante que se movía.

—Seguid vosotros adelante: yo debo encargarme de esto. Lo que guarda la segunda cámara puede destruir la ciudad entera.

Así, se separaron del marqués, que volvió corriendo para formar un equipo de crisis. Ellos avanzaron un trecho más, hasta una encrucijada, donde el sabueso encontró rastro.

—Muy bien. ¿Derecha o izquierda? —preguntó Jacques, que llevaba al perro.

—Si no me oriento mal, el hospital nos queda a la izquierda —dijo Colette.

—Entonces, a la derecha —decidió Julien—: nos interesa saber adónde fue.

Avanzaron en fila: Jacques, que era quien mejor veía en penumbra, iba delante con el sabueso. Tras él, Michel. En el centro, con la lámpara, Julien y cerraba Colette. Michel y Colette llevaban las pistolas que les había dado el marqués, tomadas del coche del archicanciller: armas pesadas y letales, con llave de rueda; Jacques, su fiel ballesta.

La primera trampa la hizo saltar el perro. Un cordel a la altura de la pantorrilla que se enganchó en su correa disparó una trampa de látigo cuyas estacas le pasaron inofensivamente por encima, buscando el pecho de Jacques. Pero como iba unos pasos por detrás, logro esquivarlo. Con la trampa, también sonaron unos cencerros dando la alarma.

El grupo se arremolinó alrededor de la trampa. Estaba montada en la esquina de un pasillo lateral, en el que no se habían fijado hasta llegar a su altura. Al fondo, escucharon unas voces y cuchicheos: centinelas, posiblemente, pero sin mucha prisa por acudir al ruido de los cencerros o al ladrar asustado del perro.

Jacques ni se lo pensó y echó a correr por el pasillo, con el convencimiento de que, en aquellos pasillos oscuros, lo peligroso era él. Y así se comió la segunda trampa, al pisar el resorte que liberó el rastrillo disimulado en el suelo. Saltó hacia atrás y se cubrió como pudo, pero varias afiladas puntas mordieron sus brazos, haciéndole gritar.

Le respondió un ronco bramido que retumbó en las catacumbas antes de perderse por los túneles. Hubo un ruido de poleas y madera deslizándose y una mole oscura y de olor salvaje ocupó el fondo del pasillo. Jacques levantó su ballesta y disparó, sólo para ver rebotar el virote contra la dura piel del monstruo.

Julien llegó hasta su hermano y ahogó una exclamación. A la luz de la lámpara que portaba, vio al enorme minotauro que ocupaba todo el pasillo y que, furioso, se preparaba para cargar contra ellos.

Michel llegó también y, sin dudarlo, le descerrajó un tiro. La bala le alcanzó en la cabeza, rompiéndole un cuerno. Luego, guardó la pistola y cerró distancias (saltando con cuidado el rastrillo caído en el suelo), para enfrentarse con el con los puños. Una estupidez, pues golpearle era como aporrear vigas de madera recubiertas de pieles.

Julien le pasó a su hermano la lámpara, para poder desenvainar el estoque, pero su hermano lo apartó a un lado, tomó su daga de obsidiana y cargó contra el minotauro.

Pero se olvidó del rastrillo.

Las púas atravesaron la suela de sus botas y mordieron sus pies. Jacques avanzó trastabillando y jurando y mal saltó sobre Michel para apuñalar al monstruo. Pero iba desequilibrado y el minotauro se lo quitó de encima de un manotazo, mandándolo sobre Michel. Y ambos cayeron al suelo, indefensos delante del monstruo. La lámpara se hizo añicos contra el suelo y la piedra de lampyridae rebotó, apagándose.

Alcanzó entonces Colette a Julien (que la paró extendiendo el brazo, para que la joven no pisara el rastrillo), levantó la pistola y, con la última luz de la lampyridae, apretó el gatillo. La bala afortunada alcanzó al minotauro en la frente, desprotegida por el cuerno roto, y lo mató en el acto. El monstruo se bamboleó unos instantes, amenazando con caer sobre los indefensos Jacques y Michel, antes de desplomarse de espaldas.

—¡Maldito idiota! —exclamó Michel, desembarazándose de Jacques—. ¿En qué pensabas para saltar así encima de mí?

—¡Imbéciles los dos! —les gritó Colette, acercándose tras encender una mecha que les dio algo de luz—. ¿Cómo se os ocurre cargar así contra semejante monstruo? Estoy harta de tener que remendaros, especialmente a ti, Michel.

En la penumbra, vio una puerta cerrada a la izquierda. De sus bajos se filtraba luz y se lo señaló a Julien, que se acercó y llamó.

—¡Abrir, en nombre del archicanciller! Vuestro toro está muerto y, si os resistís más, sólo empeoraréis las cosas.

La puerta se abrió al cabo de unos momentos y dos hombres se tiraron al suelo, pidiendo piedad. Estaban en una sala pequeña, como de guardia, con tosco mobiliario y unas pocas provisiones. Antaño había sido mayor, y ahora unos recios tablones y puertas la separaban del pasillo y del pesebre del monstruo.

En unos instantes, inmovilizaron a los dos centinelas con cuerdas que hallaron en la sala. Michel examinaba el minotauro, con idea de tomar un trofeo que demostrara su existencia, y Julien montaba guardia, temiendo que los cencerros de alarma y los disparos atrajera a más gente. Mientras, Jacques y Colette interrogaron a los prisioneros. Es decir, no como tal, porque Julien lo había prohibido, pero Colette tenía que curar a Jacques de sus heridas, así que despejó la mesa, abrió su maletín y empezó a sacar el instrumental, explicando en voz alta su función y lo que debía hacer para extraer las puntas del rastrillo que habían quedado enganchadas en la carne del joven.

—…Y esto con antiséptico. ¡Imaginad si uso sal! —decía sonriendo a los prisioneros, mientras Jacques se retorcía de dolor.

Cuando terminó de remendar a Jacques, se volvió a los prisioneros con el bisturí ensangrentado en una mano y las pinzas en la otra y les dijo:

—Ahora vosotros. ¿Nos vais a contar qué ocurre aquí?

Y hablaron. ¡Vaya si hablaron! Y así se enteraron nuestros amigos de que allí abajo se reunía una pléyade de gente de lo más variopinto. Desde gente sin hogar o sin comida que dar a sus hijos a artistas bohemios, pero, sobre todo, gente trabajadora y descontenta. Se ayudaban entre ellos y organizaban reuniones y discutían acciones: protestas, pegadas de pasquines, organización de sindicatos, sabotaje… El grupo principal, al que pertenecían los prisioneros, se autodenominaban los Revolucionarios y se identificaban con pañuelos de colores y contraseñas. Querían más derechos para los pobres y estaban dirigidos por uno de los suyos, Phillipe, llamado del Arroyo (término habitual en Chaville para referirse a los bastardos pobres de padres adinerados que se desentienden de ellos y de sus madres, como hijos de criadas). Había burgueses adinerados y nobles que participaban, la mayoría de incógnito. Conocían a Adelaïde Beaumont, pues solía pasar por aquella ruta en compañía de la alcaldesa de Chaville, pero no supieron dar más nombres. Adelaïde había ayudado mucho, con el hospital y con escuelas clandestinas y era muy querida por todos. Les sonsacaron las contraseñas y también un plano de los subterráneos con la situación de las trampas y los puntos de control.

Julien alertó entonces de que se acercaba gente. Por la ruta que seguían se veía el reflejo de luces y el inequívoco ruido de mucha gente avanzando. Decidieron que era mejor retirarse que enfrentarse en una lucha incierta, así que tomaron a los prisioneros y volvieron sobre sus pasos.

Salieron por la casa franca y allí se separaron. Necesitaban informar al marqués de lo sucedido y, quizás, más ayuda para adentrarse allí abajo. Julien se empeñó en llevar a los prisioneros a la casa de la guardia más cercana, tras mandar mensaje al marqués. Pero el marqués no se presentó y el joven tuvo que ver, impotente, como, rozando la media noche, llegaba el vizconde de Saint-Yves, uno de los mejores y más caros abogados de Chaville, a pagar la fianza de los detenidos y se los llevaba.

Colette se fue con Jacques, para curar sus heridas antes de volver a casa.

Michel se volvió solo y pensativo, aferrado a su mochila. Mientras revisaba el minotauro, sus dedos habían palpado unas líneas marcadas a fuego: una marca de ganaderos. La había cortado con su cuchillo, ocultándola de todos, para examinarla en el exterior.

Era la marca del marqués de Saint Michel, el padre de Henri.

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy 3×01. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Empezamos la tercera temporada con esta adaptación libre de Un asesinato en Chaville de Arnau.

El combate con el minotauro (¿qué laberinto sería sin un minotauro?) fue divertidísimo, gracias a Jacques.

4 comentarios para “Baile de máscaras — La prometida del archicanciller

  1. Ha estado muy bien el primer episodio de la temporada. A ver qué tal le va a los protagonistas. Siempre me encanta la naturalidad con la que describes y resumes la partida, pareciendo más una serie de tv que una partida de rol al uso.

  2. Espero que todo vaya bien. Se echa de menos alguna entrada en el blog. A ver si pronto sabemos más de las aventuras de Julien, Jacques, Colette y Michel.

  3. Tengo a medio escribir la entrada. Me he saltado también la tradicional entrada de fin de año y al final no he terminado la serie de Night City Herald. No ha sido un buen diciembre y las Navidades han ido incluso peor. Este finde retomamos la campaña en mesa, a ver si con eso vamos enderezando la cosa.

    Uno de los problemas es que llevo más de un año con dolor de coxis. No aguanto mucho rato sentado en una silla, así que casi no me pongo con el sobremesa, que es donde preparo partidas, escribo para el blog… ¡Bastante tengo con sobrevivir a las 8 horas de silla en el trabajo!

    Gracias por preocuparte.

  4. Nada, la salud es lo primero. Siento escuchar que estés tan jodido. Gracias por tomarte el tiempo para escribir, la verdad es que da gusto con la manera que tienes de hacerlo.

    Para el tema de estar sentado, sé por un compañero que venden mesas que permiten regular la altura para poder trabajar levantado. Se llama la empresa Fezibo, pero también hay otra llamada Flexispot. Igual te interesa.

    Con respecto al sistema de Anima, aunque no lo tengo, me ha llamado la atención lo suficiente tu partida como para pedirle a un amigo el libro de reglas y echarle un ojo.

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