Baile de máscaras — Los revolucionarios

La noche del lunes fue seguida por la mañana del martes. Para Colette, una mañana de mordida de uñas. Sin noticias de Julien, tuvo que ir a su turno en el hospital, donde fue asaltada a preguntas por sus compañeros de prácticas y por los médicos. La noticia de la muerte de la prometida del archicanciller era ya de dominio público y que un capitán de la Guardia se la llevara el día anterior espoleaba la imaginación.

En palacio, Julien se sentía desbordado. El marqués de l’Aigle Couronné no aparecía por ninguna parte, el papeleo de su pequeña unidad se amontonaba en su mesa y el archicanciller quería respuestas. Jacques y Michel se presentaron después del desayuno, pues querían saber cómo terminaba la historia, y ahora los tenía curioseando en su despacho. Michel tenía noticias sobre el marqués. Al volver a casa, había parado en casa del marqués de La Tour d’Azur para informar de lo ocurrido y encontró a l’Aigle Couronné. Los dos marqueses estaban preparando la expedición a la cámara élfica reabierta. Así que había aprovechado para contar lo ocurrido, haciendo hincapié en la presencia del minotauro con la marca del marqués de Saint Michel. Si no había noticias suyas, le dijo a Julien tras mentir sobre los motivos de su visita a La Tour d’Azur, es porque seguirían aún con su expedición.

Esto le explicó Julien al archicanciller en la reunión que mantuvo con él, junto con las aventuras vividas la noche anterior, lo que habían averiguado de Adelaïde y los Revolucionarios y de cómo el abogado Bechard había acudido en persona a la casa de la guardia para levantarle sus presas. La presencia del abogado resultaba tan extraña e intrigante al archicanciller como como a Julien.

—Haré llamar al vizconde de Saint-Yves, que también es mi abogado —dijo el archicanciller, tras meditar unos instantes—, para que coma conmigo hoy. Eso le dará una oportunidad para visitar su casa, capitán. Por supuesto, con toda discreción.

Julien volvió a su despacho arrastrando los pies como si hubiera salido de una avalancha y se dejó caer en el sillón tras su mesa, cada vez más sepultada en una montaña de papeles. Les contó a su hermano y a Michel las órdenes del archicanciller entre suspiros. Se le veía desbordado por la situación.

—No tengo a quién mandar y yo no puedo dejar mi puesto. Tengo entrevistas para hoy. —Señaló vagamente los papeles.

Por todos en el grupo era conocido que Julien tenía tres meses para formar su compañía y que ahora, cinco semanas después, apenas había reclutado a la décima parte de los hombres necesarios. Pero, claro…

—¿No tienes aún teniente? —Metió el dedo en la llaga Jacques, cogiendo el montón menor de papeles—. Nos dijiste que el primer consejo que te dieron los otros capitanes fue que buscaras a un buen teniente rápido que llevara el día a día.

—Estoy buscando candidatos… Tengo que hacer entrevistas —se excusó Julien.

Jacques enseñó uno de los papeles a su hermano y a Michel.

—¿Es ésta la chica del viaje a Lucrecio? Creí que le ibas a ofrecer a ella el puesto.

Julien se revolvió incómodo en su sillón.

—Van a creer que le doy el puesto porque es mi amante… Colette… Los rumores… —Su voz iba muriendo tras la pila de papeles.

El pequeño ejército de Gabriel no era el ejército imperial. Que una mujer estudiase cirugía era una rareza, una excentricidad, pero una mujer en el ejército era un imposible que bloqueaba hasta la mente de Julien.

Michel bufó.

—Si Colette se entera de que no contratas a una mujer por ser mujer, no daría un cobre por tu pellejo. ¿Acaso crees que no es competente?

—¡Claro que lo es! La adiestró el ejército imperial, no hay otro mejor. Y la he visto en acción.

—¿Y no necesitas un teniente? —apostilló su hermano.

Julien abrió y cerró la boca varias veces y luego suspiró.

—Sí, tenéis razón. Quizás le he dado demasiadas vueltas.

Tomó un papel y escribió algunas líneas. Luego, llamó a uno de sus hombres.

—Lleve esto al ministerio de exteriores y haga que se lo entreguen a la alférez de coraceros Edén Bardin.

*****

Se decía en los mentideros que al marqués de la Tour du Lac, legado senatorial de Gabriel en Arkángel durante muchos años, le gustaban jovencitas y sumisas y que se las buscaba en los orfanatos. A Edén Bardin, la última apadrinada por él, esos rumores la mortificaban. Había tratado mucho con él en sus años en Arkángel y sabía que era un hombre bueno, viudo, que había perdido a su única hija en la adolescencia. Por eso apadrinaba a jóvenes sin futuro: para darles el que su hija no pudo tener.

Por él había dejado las Descalzas para entrar en el ejército imperial. Por él, había dejado una prometedora carrera para entrar en el ejército de Gabriel (ese pequeño ejército al que nadie tomaba demasiado en serio), como alférez del 2º de coraceros, la unidad que se encargaba de la seguridad del cuerpo diplomático. La Tour du Lac quería a alguien hábil, que supiese moverse por los círculos de la capital imperial. Su entrenamiento y contactos cubrían parte, un curso en Astria debía ocuparse del resto. Pero, ¡ah, cruel destino! Una pulmonía se había llevado a la Tour du Lac en el invierno de 988 y el nuevo legado no había querido saber nada de Edén.

Desde entonces, y con la excepción de la misión a Lucrecio de otoño, donde había conocido a Julien, languidecía en el ministerio de exteriores, montando guardia en el despacho del ministro, el archiduque de Saint-March, junto con otros compañeros igualmente bien parecidos y de envidiable percha. Como un elemento decorativo más.

Estaba Edén en el ministerio, pensando en sus escasas opciones de futuro, cuando se presentó el soldado de Julien. No dudó, quizás su suerte cambiaba. Llamó a un compañero para que le hiciera el relevo («Me llaman de palacio», dijo, enseñando el folio con membrete y el sello de uno de los capitanes de la guardia del archicanciller), tomó su caballo (un excelente animal, regalo de la Tour du Lac, de lo poco que sus sobrinos y sobrino-nietos no habían podido quitarle) y volvió con el soldado a palacio.

Encontró a Julien aún reunido con Jacques y Michel, planificando su siguiente paso. Se interrumpieron al entrar la joven al despacho. Jacques y Michel apenas lograron reprimir un silbido de admiración. Edén era más alta que ellos, y el uniforme de coraceros (botas de montar, calzón ajustado, coraza bruñida y yelmo con crines) resaltaba sobre la guardia del archicanciller, cuya idea de uniforme consistía en un tabardo con el escudo de la compañía y una capa con sus colores. Los alabarderos llevaban coraza y morrión y los demás, chambergo de ala ancha y, quizás, un coleto de piel bajo la casaca. La capa, como el resto de la ropa, cada cual se la agenciaba según sus posibilidades, y el resultado, en formación, era de un curioso degradado donde se mezclaba paño y terciopelo e incluso telas más nobles.

Julien los presentó y le explicó a Edén la situación de la compañía de mosqueteros y su necesidad de un teniente. La joven a duras penas logró ocultar su alegría cuando le ofreció el puesto y lo aceptó al punto, no fuera que la oferta se le escapase.

—¿Cuándo podría incorporarse?

—¡Mañana mismo, señor d’Aubigne! —¡Un nombramiento de teniente de la guardia! ¡Lo que haría rabiar a Saint-March!

En ese momento, llamaron a la puerta del despacho para informar de que el abogado Bechard acababa de llegar. Julien miró a sus compañeros, que asintieron. Luego, se volvió a Edén.

—Debo acompañar al vizconde de Saint-Yves ante el archicanciller. Tendré su nombramiento esta tarde. ¿Adónde se lo hago llegar?

—¡Vendré a recogerlo, señor d’Aubigne!

Julien salió con su soldado a recoger al abogado y el resto hicieron lo mismo unos instantes después. Edén, con la mirada chispeante y el rubor en las mejillas; Jacques y Michel, callados y pensativos, pues les tocaba ir a casa de Saint-Yves.

En la salida, al pie de la escalinata, esperaba el coche del abogado con sus guardaespaldas. Al pasar Edén junto a ellos, hicieron comentarios hirientes sobre la mujer con uniforme que la hicieron detenerse en seco y encararlos. Arriba, en la puerta, Jacques saltó como un resorte y se dirigió a las escaleras. Pero Michel le paró.

—Déjame a mí, que tú la lías.

Bajó a poner paz y volvió instantes después, rascándose la nuca.

—Necesito padrinos. Para mí y para la señorita. Y habrá que decírselo a Colette.

Jacques apenas reprimió una de sus sonrisas lobunas.

*****

Siguiendo el plan, Jacques y Michel fueron a casa del abogado. Estaban aún en el coche, cuando vieron salir a un hombre de la mansión. Ambos reconocieron al instante a uno de los revolucionarios que habían capturado la noche antes. El hombre subió a un elegante coche que estaba aparcado frente a la puerta. Al ponerse en marcha se cruzó con su coche y pudieron tener un breve atisbo del interior. Junto al revolucionario iba un hombre de rasgos finos y piel negra.

—¡El duque Pinaud! —reconocieron al momento Jacques y Michel.

—Yo los sigo —decidió Michel, dando las órdenes al cochero.

Jacques asintió, tomó un portafolio que había cogido del despacho de Julien, bajó del coche, se acercó a las puertas cerradas de la mansión y aporreó con la aldaba hasta que abrió un joven ayudante de sobrio vestir y con la servilleta aún al cuello.

—Soy Jacques Lafleur d’Aubigne —se presentó—. Me envía mi padre.

El vizconde de Saint-Yves era también abogado de los condes d’Aubigne y, como Jacques llevaba meses ayudando a su padre, no le costó encontrar un motivo plausible para entrar en la casa. El joven ayudante quería volver a la comida, pero desairar al hijo de un conde podía suponer el final de su carrera en con el prestigioso abogado, así que no tuvo más remedio que acompañarlo a los despachos de la planta superior y presentarle el expediente familiar que le había pedido.

—Creíamos tener copia de todo en casa, pero a mi señor padre se le pasaron por alto estas referencias. Las copiaré en un minuto. No quiero importunaros más y que os perdáis el postre. Si os parece, os aviso de que termine.

El ayudante no necesitaba mucho empujón para volver a la cocina, así que dio las gracias a Jacques y prometió volver en unos minutos, tiempo que nuestro joven amigo aprovechó para registrar el despacho del abogado.

*****

Unos minutos después, bordeando la Ciudad Vieja, el coche del duque Pinaud se detuvo un momento y el revolucionario bajó, para adentrarse luego en el caos de callejuelas. Michel hizo detenerse a su coche, pagó al cochero, y continuó tras los pasos del revolucionario.

Michel siguió a su hombre hasta el Hospital de la Beneficencia y allí lo perdió: un cancerbero encarnado en una mujer de mediana edad y fuertes brazos repelió todos sus intentos de colarse. Estaba claro que debía haber algún santo y seña para aquella gente y sin conocerlo, poco podía hacer.

Buscaba una taberna para comer cuando una idea le alcanzó:

—Colette quizás pueda entrar —se dijo—. Es de buena familia y le falta poco para ser médico: quizás la acepten como voluntaria.

Y así dirigió sus pasos a casa de los Dunois, que no quedaba muy lejos de la Ciudad Vieja.

Llegando ya al palacio de los Dunois, vio doblar una esquina un coche desbocado que, tras derrapar en los adoquines de la avenida, despegó con el bordillo y se estrelló contra la verja. Echó a correr, a tiempo de atrapar a los caballos antes de que atropellaran a nadie.

Al ruido del estropicio acudió Colette, que apenas había tenido tiempo de cambiarse tras terminar su turno en el Hospital Naval. Justo a tiempo para ver salir de entre los restos del coche a Julien, que arrastraba a un tipo inconsciente.

—¡Es el colmo! ¡Sólo me buscáis cuando hay problemas y ahora me los traéis a casa! ¿Qué le digo yo a mi padre cuando vea la verja?

Michel le contó su parte en el comedor, donde se hizo servir también algo de comer, ante el suspiro de resignación de Colette. Luego le tocó el turno a Julien, que puso al tanto a Colette de lo ocurrido durante la mañana.

—Después de dejar a Saint-Yves con el archicanciller, salí a comer. Me di cuenta de que me seguían e intenté atrapar al tipo, que se resistió. Los caballos se desbocaron y terminamos aquí.

*****

Fueron todos a palacio después. Jacques ya había vuelto, así que Julien mandó a dos de sus hombres custodiar al prisionero y se reunieron en el despacho. Para entonces, también había llegado Edén Bardin y tuvieron que esperar a que Julien redactara, firmara y sellara el nombramiento de la joven como teniente de la guardia del archicanciller. No le había entregado aún los papeles a la joven, cuando Jacques, sin poder esperar más, le espetó a Michel:

—¡Vamos, cuéntalo ya! ¿Qué paso con el duque y el tiparraco aquel?

Así que le tocó a Michel volver a contar su parte.

—Sigo sin imaginarme qué puede querer Pinaud de los revolucionarios —dijo Julien.

—Él no es de Gabriel. Seguro que trabaja para una potencia extranjera, el muy traidor —exclamó, vehemente, Michel.

Jacques se permitió una mueca divertida. Pinaud era un título de segunda generación, unos nuevos ricos como la familia de Michel. Desde que salía con Eloise de Ferdeine, lo habían invitado a fiestas con marqueses y duques y había visto varias veces a Pinaud, tan llamativo con su piel negra como el azabache, propia de los daevar del centro del continente. Por lo que recordaba, la familia había venido de Togarini en tiempos de su abuelo, pero el actual duque, que rondaría los treinta y pocos años, había nacido en Chaville. Pinaud elegía su ropa para destacar el color de su piel, era popular entre las mujeres, despreciado por sus iguales (y no sólo por nuevo rico) y se decía que tiraba bien con la espada.

—Sin embargo, quien paga a Saint-Yves por defender a los revolucionarios es el archiduque de Saint-March —intervino—. Encontré esta nota quemada en la papelera que lo demuestra. Y Pinaud es conocido por no meterse en política.

—Ojalá pudiera decirse lo mismo del ministro de exteriores —suspiró Julien—. Se está haciendo notar mucho estos días, con el caos internacional actual. También se ha apropiado del éxito de la compra del… —carraspeó, cuando se dio cuenta de lo que iba a decir—. Quiero decir, del asunto de mi viaje a Lucrecio en otoño. Seguro que está sembrando su candidatura para archicanciller.

—¿Pinaud trabaja entonces para Saint-March? —aventuró Colette.

Jacques y Julien negaron con la cabeza, pero les interrumpió un carraspeo antes de que pudieran decir nada. Se volvieron todos hacia el fondo del despacho, donde una olvidada Edén daba vueltas a su nombramiento. Había intentado varias veces interrumpir la conversación para despedirse, sin éxito, y lo había oído todo.

—Pinaud y Sain-March son amigos. Lo mantienen en secreto y son muy discretos cuando se encuentran, pero el archiduque lo tiene en gran estima y confía en él.

—Están entonces utilizando a los revolucionarios para desestabilizar al gobierno del archicanciller —resumió Julien—. Pero, ¿dónde encaja la muerte de Adelaïde? ¿Por qué la mataron? ¿Averiguó algo?

—Eso quizás nos lo pueda decir tu prisionero, hermano.

Pero el prisionero no podía decir nada. Encerrado en una celda sin ventanas, cuya única ventilación era un tragaluz en el pasillo que daba a los jardines situados encima, y con dos guardias en la entrada, había sido asesinado con un dardo envenenado. Julien montó en cólera con sus hombres y luego fue corriendo a avisar a las otras compañías de la guardia. ¡Un asesino se había infiltrado en el palacio del archicanciller!

La búsqueda fue infructuosa, pero Julien consiguió que se reforzara la seguridad antes de volver al despacho.

Todos se miraron, pensativos. ¿Cuál debía ser el siguiente movimiento?

—Puedo intentar entrar en el hospital como voluntaria, como propuso Michel —dijo Colette.

—¡Ni hablar! Estarías en peligro —exclamó Julien.

—Pues préstame a tu nueva teniente —repuso Colette, acercándose a Edén y examinándola con sonrisa pícara—, así vemos si es tan buena como dices.

Edén retrocedió hasta la pared, mirando con pavor a esa muchacha menuda y delicada que, hasta el momento, se había mantenido en un discreto segundo plano.

—No creo que tengamos tiempo para eso —intervino Jacques—: el funeral es mañana. ¿Y si intentan algo?

—¡Pardiez! Pues metámonos en las catacumbas y terminemos lo de ayer —exclamó Michel.

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy 3×02. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Sesión de mucho hablar y poco actuar. Alcadizaar debía mover la aventura, que pivotaba sobre su personaje. Sin embargo, se lio él solo. Aldarion y Charlie lo vieron venir y se buscaron excusas para ir a palacio y no quedarse sin jugar, pero Menxar no pudo hacerlo (las responsabilidades de su personaje) y se quedó fuera hasta que Charlie encontró un motivo para que su personaje fuera a por Colette. Lo de estrellar el coche con Julien contra la casa de Colette fue una herramienta del máster para acelerar las cosas. Bueno, y tuve que esconder al marqués de l’Aigle Couronné bajo doble llave para que no pudiera delegar en él (es decir, en el máster) la toma de decisiones.

Luego tuvimos la movida del prisionero. Aldarion y Menxar eran partidarios de interrogarlo, pero Alcadizaar se empeñó en encerrarlo y me dio un buen rato para discurrir como matarlo, si era factible y si daba tiempo (es decir, si dejaban al prisionero el suficiente tiempo solo). El resultado, pues bueno, tres prisioneros que consiguieron en dos partidas y que les levanté gracias a Alcadizaar.

Aldarion enmendó su desempeño con el minotauro de la sesión anterior con la operación que se montó en segundos para entrar en la casa del abogado.

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