Continuando con el resumen de lo jugado estas semanas, le toca el turno al SG-1 (me hubiera gustado explayarme tranquilamente con ellos), el grupo de exploración del Ícaro formado accidentalmente (se cayeron cuando el dirigible chocó contra las rocas) por el agente de Wissenschaft Renaldo José Fernando Olivares, un auténtico gigante cuya principal preocupación era la comida; por el artillero Iosef Dragrunov, siempre aferrado a su escopeta calibre 12 y a sus gafas de sol; por el profesor Jorgen Forgen, conocido como el dandy; y por la civil, rescatada poco antes, Sassa Ivarsson.
Ya el primer día habían contactado con un nativo, el viejo trampero Oleg, al que salvaron de ser la cena de una quimera ártica. Guiados por él, el día siguiente (segundo tras el naufragio) llegaron a Caer Dubh, la capital del pequeño reino de Y Cymoedd, donde contactaron con el párroco local (¡por fin alguien que hablaba latín!). Gracias a él supieron que estaban en una isla, Ynys Mawr y que Teyrnas Y Cymoedd era el principal señorío de la vertiente occidental.
Mantenían el contacto con el Ícaro gracias a un Eru Pelegrí, pendientes que permitían comunicarse a distancia. Pudieron informar así de sus descubrimientos y recibieron la orden de intentar forjar una alianza con el caudillo local que les permitiera obtener comida y ayuda si se veían varados en esas tierras durante un tiempo. Así, cuando, durante la recepción dada por el señor de Teyrnas Y Cymoedd, el rey Pedr, se enteraron de los problemas que tenía con su mina de hierro, se ofrecieron a ayudarlo de inmediato.
Al parecer habían perdido el contacto con los hombres que debían prepararla tras el invierno, incluyendo al ayudante del ingeniero de minas. Talorc, un señor vasallo que tenía como obligación proteger la mina, había acudido con sus hombres, desapareciendo a su vez. Ahora, tercer día tras el naufragio, Olivares, Dragunov, Forgen e Ivarsson fueron a la mina guiados por el joven hijo de Talorc.
Más arriba de la mina limpiaron un nido de lagor, gigantescas arañas psíquicas, y salvaron a Talorc y sus hombres. Encontraron también un antiguo complejo subterráneo cuya entrada, sepultada por un antiguo desprendimiento, había sido excavada por los mineros haciendo catas. Aun antiguo, el lugar era tecnológicamente muy avanzado (¡Eh! Creo que he encontrado las cocinas. He girado una ruedecita y oigo como un psssst y huele raro. Traedme una antorcha, que no veo nada) y había sido escenario de una masacre: esqueletos y más esqueletos atrincherados en los pasillos con restos de armas de fuego (Kalashnikovs, murmuraba con ojos brillantes Charlie, el jugador de Dragunov).
A los posibles responsables de aquellas muertes se los encontraron al poco: moscardones biomecánicos con capacidad para re-ensamblarse tras ser destruidos. Se enfrentaron a un grupo en las cocinas, lo que dejó para el recuerdo la imagen de Dragunov y su escopeta o Renaldo muy King Kong, cogiéndolos al vuelo mientras aguantaba la barricada de la puerta. Al resto los eliminaron en un laboratorio, donde intentaban destrozar la maquinaria para acceder a un cristal psíquico: en las cocinas encontraron una olla exprés, tenían pólvora, balas y tornillería y un mentalista con chispa…
Terminaron de explorar el complejo, es decir, lo poco que no estaba derrumbado o inundado y llevaron a Talorc y sus hombres a casa. Tras merecido descanso volvieron a Caer Dubh donde fueron agasajados por el rey Pedr y el bardo Egryn cantó su gesta.
Tras un par de días de descanso acompañaron al ingeniero de minas, el dvergar Ffáfner, hacia el sur, hasta el vecino asentamiento de Leonid. Allí, además de a Leonid, a su hija Lilya y a Alexei, su cazador y campeón, también conocieron a los MacLellan, cuyos dominios estaban más al sur y que se encontraban de visita. Para gran alivio de todos, la joven Karin MacLellan hablaba latín. Por las historias que les contó, pensaron que quizás su difunto párroco tuviera alguna relación con el capitán Paolo.
Pero no pudieron socializar mucho: olieron humo, de allí llegaron al fuego, una cabaña en el bosque asaltada y sus habitantes masacrados. Las huellas llevaban a una antiquísima y extraña torre de hormigón coronada por una herrumbrosa cúpula metálica de la que asomaban dos cañones rotos. Entraron en la torre Dragunov, Olivares, Ivarsson y Alexei, el cazador de Leonid; Forgen se había quedado en Caer Dubh, aprovechando la oportunidad como buen antropólogo y los MacLellan siguieron camino a sus tierras, temiendo que hubieran sido atacadas en su ausencia.
La torre era parte de un complejo de galerías y fortificaciones que se extendía por la sierra en dirección al macizo central. Contaron tres torres principales y cuatro secundarias, más barracones, cocinas, almacenes, depósito de municiones (muy caducadas) y de espoletas (muy inestables) y dieron caza a su esquivo enemigo, que no eran sino wendols, los cavernícolas mutantes a los que se habían enfrentado días antes Paolo, Kuro y White.
La persecución les llevó por pasadizos estrechos, túneles de metro e interminables escaleras hasta los niveles inferiores de la Ciudadela Alta. Allí, guiados por los del Ícaro, pudieron salir al Valle del Ojo por los garajes que había sobre hidroponía, reuniéndose por fin con sus compañeros. Muy emotivo fue el encuentro de Sassa con los dos supervivientes de Fort Nakhti, el doctor y el padre Rupert. Menos, la de Dragunov con sus compañeros.
—¿Tus cosas? Las empaquetamos. Están en alguna de las cajas de aquel montón.
En el dirigible no habían estado ociosos esos días. Se había levantado una estructura en el hangar para soportar, junto con las grúas del techo, el peso del Ícaro. Las reparaciones de emergencia ya habían concluido y, al día siguiente, el teniente Walter White llevó con gran maestría la maltrecha aeronave a su nuevo hogar.
Por fin la suerte parecía sonreírles.
Es una pena, que no hayas podido escribir la entrada como las que a mi me gustan, espero que cuando te pongas al día vuelvas al estilo de siempre 😉