El lugar daba escalofríos. Un falso cielo estrellado se levantaba sobre sus cabezas, con sus tenues y falsas estrellas dando una iluminación mortecina que apenas bastaba para dibujar los contornos de los edificios. El único sonido presente era la cantarina voz del agua de la fuente, cayendo al vaso y de ahí a las alcantarillas que habían usado para entrar.
La luz de sus lampyridae se reflejaba en los platos, fuentes, copas y candelabros dispuestos en la plaza. Una gran fiesta se había celebrado allí. O se seguía celebrando: toda la plaza estaba repleta de estatuas cristalinas que representaban personas a escala natural, sentadas en las mesas, bebiendo de copas vacías o bailando al son de una orquesta silenciosa. Tallas de una calidad increíble que invitaban a creer que no eran estatuas, sino personas presa de alguna maldición. La luz arrancaba extraños reflejos y puntos de luz y todas emitían una leve aura mágica apenas visible para Sassa.
Hacia el centro de la enorme ciudad se vislumbraba una gigantesca estructura. Supusieron que aquello debía ser el objetivo del Antiguo Enemigo y hacia ella se encaminaron, esperando tener tiempo para hacer un reconocimiento y prepararle la bienvenida.
Sin embargo, éste estaba cabreado. La emboscada en la ladera, la torpe caída y el burlesco comportamiento de Du Pont lo habían sacado de sus casillas. Por eso, en vez de esperar y reorganizar a los pocos esqueletos que habían llegado al fondo, o incluso esperar al día siguiente sus seguidores humanos, se había introducido en la ciudad él solo, dispuesto a acabar con nuestros héroes.
Seguirlos era fácil: no había más luces en la ciudad. Y, aunque no era muy rápido, tampoco se cansaba. Pronto los acechaba desde lo alto de los edificios, saltando de azotea en azotea.
Fue Rashid quien lo vio, una sombra en movimiento por el rabillo del ojo. Du Pont ni se lo pensó: se adelantó al grupo, trepó a uno de los edificios y se apostó con su arcabuz. Paciencia, paciencia. Espera que se acerque…
Paciencia. Eso debiera haber tenido. Cuando disparó cayó en la cuenta de que debía haber cogido otro arcabuz. El Antiguo Enemigo fue alcanzado, pero aquello no lo paró. Abajo, Rashid había decidido plantar cara, arrastrando consigo a sus compañeros. La criatura, tras un momento de titubeo, cogía carrerilla para saltar a la calle. Du Pont no dudó, tiró el inútil arcabuz y le salió al paso sable en mano.
Gesto valiente. Gesto inútil. El vacío existencial del Antiguo Enemigo y la maldición que le impelían a obedecer le obligaban a forzarse en cada paso, cada gesto, haciéndolo más lento contra un enemigo que le superaba y por mucho en habilidades. Apenas consiguió parar dos o tres estocadas antes de que un fortísimo tajo le destrozara espada y cuerpo.
Desde abajo, Rashid, Sassa y Flanagan contemplaron horrorizados como el torso de Du Pont se estampaba contra la calle, desparramando sesos, sangre y vísceras por toda la manzana. Aquello fue demasiado para el salazari, que escapó corriendo y aullando el nombre de su amigo. Por fortuna, sin soltar sus armas (los nómadas del desierto se desembarazarán de sus hijos y esposas antes que de sus camellos y sus armas).
Detrás, el Antiguo Enemigo aterrizaba en la calle como una promesa de muerte y destrucción. Flanagan, viéndolo todo perdido, no dudó: se echó al hombro a la joven, que se preparaba para enfrentarse al monstruo, y echó a correr tras el nómada jadeando y bufando, empezando una tragicómica persecución con el Antiguo Enemigo corriendo a paso constante, Sassa sobre el hombro del sargento lanzándole todos sus poderes que se disipaban impotentes sin llegar a tocarlo, y el militar intentando cargar su arcabuz sin aflojar el paso.
Rashid logró, por fin, controlarse. Por detrás se acercaba la luz de Sassa con la terrorífica silueta del asesino de Du Pont pisándoles los talones. Jadeando, miró en derredor suyo. Como viera una casa con las ventanas abiertas, allá se tiró, haciéndose un ovillo hasta quedar invisible incluso a los ojos del más fino cazador. Volvió a cebar la cazoleta del arcabuz, comprobó que la mecha seguía encendida y la cubrió cuidadosamente para que el tenue punto rojo no le traicionase.
Esperó. Esperó. Esperó. Notó el paso pesado, irregular y jadeante del sargento cruzar junto a la ventana sin verlo. Luego, la asfixiante presencia del Antiguo Enemigo y su zancada de metrónomo. Se incorporó, se echó el arcabuz a la cara, apuntó unos instantes y apretó el disparador. El fogonazo lo cegó unos instantes, pero alcanzó a ver al Antiguo Enemigo desplomarse inerte.
Un momento de paz que fue seguido por una violenta implosión cuando el vacío existencial del cuerpo caído, destrozada la consciencia que lo mantenía, se nutrió de sus alrededores. Rashid, demasiado cerca, notó como su vida se le escapaba: sus ropas se deshicieron en ceniza gris, su barba y su cabello se cubrieron de canas, su piel se endureció y agrietó y él mismo sintió como si envejeciera diez o quince años de golpe, evitando la muerte por muy poco.
Habían ganado. Una victoria incompleta, cara y triste, pero lo habían conseguido. El poder de la tecnología había acabado con un mito del pasado.
Éste no es el fin de sus aventuras. No estaban solos en la ciudad y aún tendrían que salir de ella, a través de las toneladas de arena del derrumbe, a través de los esqueletos, de los saadae, de los harumai, de los Caminantes de la Muerte. Enfrentarse al desierto y a un mundo que cambiaba rápidamente.
Pero eso es otra historia…