Hacia la Ciudad Olvidada

Tras más de treinta y seis horas de acción y 48 sin dormir, Sassa y Flanagan se dejaron caer como sacos desmadejados en el refugio que encontrara Rashid después de despistar a sus perseguidores. El nómada y Du Pont parecían aguantar mejor la falta de sueño, por lo que montaron las guardias y exploraron la zona.

El refugio, un pequeño valle perdido en el macizo rocoso, era un auténtico vergel con abundancia de caza menor (pequeños mamíferos, aves y lagartos), forraje para los camellos y frutos y verduras silvestres de temporada. La cueva donde buscaron acomodo resultó ser un viejo refugio de cazadores, con un secadero al fondo. Aún había sal y leña en abundancia, así que aprovecharon el día de descanso para preparar provisiones para la caza que se avecinaba.

Y es que el camino se presentaba largo y peligroso: había dos o tres semanas de camino hasta la Ciudad Olvidada y de ésta sólo conocían su situación aproximada. Gran parte del trayecto pasaba por zonas desconocidas para Rashid, por lo que debían cuidar sus reservas de agua y comida. Iban a echar de menos las provisiones secas que tomaron de Fort Nakhti, pero éstas, con los demás camellos, Hodor y O Flaherty, debían ir ahora mismo camino del fuerte bajo las órdenes del teniente Dufour.

Al poco de empezar viaje se toparon con un gran número de huellas que iban en su dirección: debía tratarse del Antiguo Enemigo, que, suponían, marchaba ya sobre la ciudad. Era una gran comitiva: numerosos camellos que debían llevar a los Caminantes de la Muerte de Maysar el Renegado y una fuerte escolta saada y huellas de esqueléticos pies en formación, un centenar o así de viejos combatientes llamados a filas desde su retiro definitivo.

Les llevaban unos cinco días de ventaja (¡Ah, si Rashid no se hubiera perdido en el macizo, habrían llegado a tiempo de verlos partir del pueblo del túmulo y, quizás, habrían podido intentar algo en aquel laberinto!), pero seguir las huellas les permitía ir más rápido, sin tener que desviarse a buscar pozos. Además, eran sólo cuatro y con camellos de refresco. ¿Conseguirían alcanzarlos antes de que llegasen a la ciudad? Y, ¿qué harían entonces, contra fuerzas tan enormes?

 

Pero en el desierto se entrelazaban más historias, más dramas…

 

Gaya el Caminante de la Muerte, el tío de Rashid, había escapado del Fort Nakhti. No es fácil mantener preso a un mago sin drogarlo o matarlo, así que el doctor había dejado la celda abierta y un camello ensillado y con provisiones en el patio.

—No destroces nada al salir, que bastante mal estamos ya.

El amargado Gaya, el último de los suyos (salvo, como hemos dicho, viejos, novicios y algún que otro Caminante despistado en parajes lejanos que no se había enterado de nada), demasiado orgulloso y testarudo para aceptar o pedir ayuda o siquiera considerar otro curso de acción, salió al paso de la comitiva del Viejo Enemigo. Estaba bastante mermado tras su encuentro en Nochevieja en el fuerte: había perdido dos sombras y no había podido hacerse con el demonio (aunque esto, bien visto, no dejaba de ser una suerte para él), pero tampoco tenía necesidad de refrenarse ni de guardarse nada para luego. Era un camino sólo de ida.

Esperó a la comitiva en un oasis en el camino. Los exploradores ni le olieron y el campamento nocturno se montó a su alrededor. Unos espíritus del Bosque de Basalto sembraron la confusión al espantar a los camellos. En el caos, llegó hasta las tiendas de los Caminantes. Maysar nunca supo qué lo mató y no fue el único Caminante renegado que pagaría con su vida hasta que el Antiguo Enemigo llegó para poner orden.

Y así cayó Gaya, vendiendo cara su vida.

 

No fue el único que se enfrentó al Viejo Enemigo. Baal y Haggar, las otras dos antiguas tribus, no fallaron a la cita. Pocos: dos clanes Baal y uno Haggar. Un novicio de los Caminantes, buscando a Gaya para convencerle de no hacer una estupidez había acudido al hermano de Gaya, el padre de Rashid. Así, el clan había sabido lo que se cocía y había acudido, como sus antepasados las veces anteriores. A su llamada, por cercanía o desidia, sólo respondieron dos clanes más.

A tres días de la Ciudad Olvidada plantaron cara al Antiguo Enemigo. Todo aquel que podía enarbolar un arma, hombres y mujeres. Las huestes enemigas, mermadas en lo mágico por la muerte de Maysar y otros Caminantes renegados, se habían visto reforzada por un contingente de harumai y resultaron imparables.

Los afortunados murieron sólo una vez. Otros, se levantaron para luchar contra sus parientes y amigos, pues hay nigromantes para los que no hay nada más gratificante que ver el terror de los vivos teniendo que enfrentarse a sus compañeros recién caídos. Los más desafortunados fueron hechos prisioneros: los hombres jóvenes fueron el plato fuerte en el banquete de victoria de los harumai; las mujeres, para diversión de los guerreros saadae.

 

El ataque de Gaya y la batalla con las tribus del desierto retrasó el avance del Antiguo Enemigo. Du Pont, Rashid, Sassa y Flanagan llegaban al campo de batalla pocas horas después de la misma. Los tenían al alcance de la mano. ¿Qué podían hacer?

Se les ocurrió forzar la marcha, adelantar al enemigo y envenenar el pozo en el que fueran a acampar esa noche, pero las arenas eran traicioneras y perdieron un tiempo precioso en las dunas.

Sin desalentarse, decidieron seguir con su plan, pero para la noche siguiente. Esa noche no acamparon, sino que aprovecharon para, por fin, adelantar al enemigo. Sassa intentó hacer un sondeo mental para comunicarse con el padre de Rashid, cuyo cadáver no habían encontrado. Albergaban la esperanza de que siguiera vivo y les pudiera servir de ayuda en una incursión nocturna. Pero los intentos fueron infructuosos hasta el amanecer. Y no les sirvió de nada, porque al conectarse sólo sintió una gran y terrible presencia y una voz que resonaba en lo más hondo de su ser que decía:

—¡Mío!

Sassa tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para defenderse de la extraña presencia. Consiguió apartarla lo suficiente para notar cómo se apagaba la consciencia del padre de Rashid, abrazando el reparador sueño de la muerte antes de que se cerrase el canal, manteniéndola a salvo.

Ellos no lo sabían, pero el Antiguo Enemigo había intentado convertir al padre de Rashid en otro como él. La intromisión de la joven había hecho fallar el ritual y así el pobre hombre pudo morir en paz.

 

Los planes de adelantarse al siguiente pozo fracasaron porque a medio día llegaban a la Ciudad Olvidada: en el cambiante mar de dunas vieron brillar una pequeña cúpula oscura. Pero cuando se asomaron al otro lado pudieron contemplarla en todo su esplendor: un negro gajo cuya base quedaba seiscientos o setecientos metros más abajo, como base de un estrecho cañón. Al fondo, el brillo del agua y el verde de las plantas.

¿Qué hacer? Envenenar las aguas seguía siendo una opción, pero lo que había allá abajo parecía un río que salía de la cúpula para perderse en la arena. Si el agua corría, el efecto venenoso de las lampyridae no duraría mucho. Peor aún: el único camino practicable que les podía llevar abajo, por la ladera norte, les llevaría tanto recorrerlo que no podrían bajar y subir antes de que llegaran las avanzadas enemigas.

¿Y provocar un derrumbe? Llevaban aún tres kilos y medio de pólvora y la ladera era arena más o menos compacta. Unas cargas bien colocadas podían provocar una gran avalancha. El problema era que necesitarían una mecha kilométrica para detonarla con seguridad. Moverse por encima de la cúpula estaba descartado: el extraño metal que la recubría impedía a Du Pont afianzarse sobre ella mediante el control de su ki interior. Y así surgió el plan que comentábamos el otro día. Suicida, se mirase por donde se mirase: Du Pont esperaría en la ladera sur, se deslizaría sobre la cúpula según la trayectoria calculada por Sassa hasta el punto donde ocultarían las mechas. La prendería y se deslizaría hasta el fondo del cañón, donde se reuniría con sus compañeros.

Estos habían decidido apostarse abajo, confiando en que el derrumbe provocado no los sepultase a todos, para dar cuenta de los supervivientes, ya envenenando las aguas, ya por medios más prosaicos. También confiaban en encontrar alguna entrada a la ciudad, que debía tener algún sistema de alcantarillado. Y así fue: el barranco dejaba al aire parte de los cimientos de la cúpula, incluyendo algunas grandes tuberías. De una de ellas brotaba el agua que alimentaba el pequeño oasis.

Al caer el sol, cuando llegaron las tropas del Antiguo Enemigo, las cargas estaban colocadas; Sassa, Flanagan y Rashid esperaban ocultos en la tubería; los camellos los habían escondido lo mejor posible entre las columnas y nervaduras de los cimientos; y Du Pont permanecía apostado en el tercio superior de la cúpula, en la ladera sur, dispuesto a pasar una noche fría y larga.

Pero el Antiguo Enemigo debía estar impaciente, tan cerca ya de su objetivo, y los esqueletos son incansables. Mientras los vivos descansaban, los no muertos y no vivos iniciaban el largo descenso en fila india. Y un vivo, que confiaba no encontrar a nadie en la ladera sur, se deslizaba sigilosamente: alguien casi albino, de pelo totalmente blanco. ¿Podía ser el extraño alumno de segundo de la expedición Lunzberg?

Preguntas que deberían esperar respuesta. El tiempo volaba, y más tras quedar Du Pont ensimismado, se podría decir que paralizado, durante una hora, para temor de Sassa, que mantenía un vínculo mental abierto con el militar.

Pero nuestro bravo teniente reaccionó y lo que sucedió a continuación ya lo hemos contado: logró prender la mecha y llegar abajo, saltado al río, antes que la avalancha. Salió del agua magullado y dolorido y, contra todo pronóstico y sentido común, vivo.

El Antiguo Enemigo se había deslizado, surfeando por la ladera, huyendo del derrumbe, pero su aterrizaje había sido menos suave. Su orgullo había quedado herido de gravedad bajo el fango, las plantas acuáticas y un sapo solitario que se había encaramado a su cabeza.

Había caído cerca de Du Pont, y la maldición que pesaba sobre él volvió a hacer de las suyas. Durante unos largos segundos, pareció que el teniente caía bajo su control, pero ya fuera gracias a su fuerza de voluntad o a su natural indisciplina y renuencia a acatar órdenes, pudo librarse del yugo y terminar la sumisa reverencia con un gesto burlón antes de correr en busca de sus amigos.

Detrás, en un riachuelo que hervía de puro frío, la ira consumía al Antiguo Enemigo. Ni miles de años de no-vida daban suficiente paciencia para enfrentarse a un Du Pont.

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