Hablábamos el otro día de la peligrosa aventura que vivieron nuestros protagonistas al enfrentarse a los seguidores o adoradores del Antiguo Enemigo: guerreros saadae, nigromantes venidos de lejanas tierras, soldados estigios, zombies… Nada, en el fondo, tan peligroso como nuestros amigos, el teniente Du Pont, Rashid, Sassa y el resto de la expedición. Contamos cómo entraron y salieron y el rosario de muertos y heridos que dejaron a su paso. Pero no de lo que vieron y vivieron bajo el túmulo, el objetivo de su viaje. Esto lo dejamos para más adelante, y más adelante es, ya, el párrafo siguiente:
La entrada al túmulo estaba oculta. Los habitantes del pueblo habían levantado un templo sobre una base de tierra apisonada y cascotes al que se accedía a través de una escalinata y una galería flanqueada por pequeños obeliscos de piedra negra. El templo era pequeño, de planta rectangular y con cinco o seis filas de bancos para los fieles. Carecía de adornos, como imágenes, ídolos, estatuas o tapices. Como altar, una gran piedra de sacrificios negra con marcas de sangre y de cuchillos.
La pared del fondo era la propia ladera del túmulo y la entrada al mismo quedaba semioculta por el altar. Daba a un pasadizo estrecho y empinado al que alguien había tenido la feliz idea de añadirle un pasamanos de soga que facilitaba mucho la bajada. En las paredes habían clavado pequeños platos de bronce donde unos fragmentos de lampyridae sumergidos en agua daban una luz cálida. Du Pont, hombre previsor o quizás ladrón nato (¿qué motivo le había llevado a Fuerte Nakhti?), arrampló con los fragmentos y descolgó también un par de platillos para tener luz allá a donde llevaran sus pasos.
El pasadizo terminaba en una gran sala cuadrada, tal y como les contaran el doctor y el capitán Deschamps. El suelo era un mosaico de baldosas oscuras y claras, salvo por un pasillo de tierra apisonada de cosa de un metro de ancho y que formaba el perímetro exterior. Las paredes estaban cubiertas de frescos. A la luz de las lampyridae los examinaron. Parecían contar una historia, que empezaba a la izquierda de la entrada y terminaba a la derecha:
Un ejército de esqueletos y momias guiados por una figura siniestra, con atributos similares a Ampune, el señor de los muertos mular, la religión principal en Estigia y en las tribus de Salazar que no seguían la vieja fe aramense, avanza hacia un gran disco negro. ¿Un Sol negro que sale o se pone? ¿Una gran cúpula levantándose entre las arenas?
El ejército de muertos se enfrenta a una gran fuerza de nómadas salazarii con majestuosas figuras de negro al frente. De ellos surgen rayos, viento y fuego que azotan a los muertos, pero parecen no afectar a su líder. El fresco sigue con la post-batalla y los hombres de negro llevando a Ampune en un sarcófago y enterrándolo bajo un túmulo.
La última pared muestra el túmulo abierto y un nuevo ejército de muertos y adoradores que lo rodean. Bajo el túmulo, los hombres de negro aguardan.
No había más en la sala, ni sarcófago ni nadie que aguardara. Las paredes eran sólidas. ¿Quizás bajo el mosaico del suelo? Pero el doctor y el capitán habían sido muy claros al alertarlos sobre el peligro del suelo: varios hombres habían muerto con pisarlo y otros quedaron malditos. Du Pont examinó el suelo. Estaba formado por baldosas grandes, de algo más de un metro de lado. La mayoría eran negras, o más bien de un marrón oscuro. Las otras eran claras, con un ribete brillante en algunos de sus lados. Formaban estas baldosas claras caminos entre las oscuras. Caminos que se entrecruzaban entre sí como a distintas alturas: se veía por los ribetes qué camino seguía y cuál quedaba cortado o «pasaba por debajo». Du Pont fue siguiendo un camino, saltando cuando otro lo cortaba, hasta llegar al centro: un camino se metía por debajo de los demás y, a la luz de la lampyridae, le parecía ver una rendija a los lados del mismo. Entonces cometió un terrible error: pisó en dos alturas a la vez. Al momento cayó inconsciente, como muerto. Por fortuna, sobre las baldosas blancas, salvando así su vida. Pero ahora se unía a la lista de malditos. Tardaría un buen rato en recuperar el conocimiento.
Por fortuna, Rashid y Sassa habían seguido los pasos de su compañero y desentrañaron el acertijo: sólo por tu nivel. Así, lograron llegar hasta el teniente y al centro del laberinto. Con su peso, se activó la trampa y las últimas baldosas del camino descendieron formando una empinada escalera que daba acceso a la cámara funeraria, bajo el mismo centro de la sala.
Cámara funeraria vacía, por supuesto. El sarcófago tenía restos de sellos, poderosos a los ojos de Rashid, que habían sido rotos desde el exterior. Las paredes estaban cubiertas de frescos del mismo estilo que la gran sala. Una parte llamó su atención: tres hombres de negro, tres Caminantes de la Muerte, ofrecían al espectador tres viales, uno de color rubí, otro esmeralda y el tercero color zafiro.
Ajá, pensaron, puerta secreta. Se equivocaron: tras el fresco sólo había adobe. Pero en el resto de paredes encontraron sillares de piedra. Podían volver hasta los camellos a por pólvora, o quizás buscar un pico, pero Sassa negó con la cabeza y pidió espacio. Se concentró y, ¡bum!, polvo de adobe. Los poderes telequinéticos de la muchacha estaban espoleados con tanto peligro y aventura.
La nube de polvo despejó, revelando un pasadizo que se perdía en la oscuridad. Y allá fueron nuestros héroes, aunque algo confiados. La primera trampa se la comió Rhasid (foso de estacas, trampa estándar nº 27, modelo patentado, ya han salido por aquí). También había una nº 28, ya saben, la de la escalera cuyos escalones se aplanan formando un tobogán y foso al fondo. En esta Du Pont anduvo rápido y logró bloquear el pasadizo con su cuerpo y atrapar a sus compañeros antes de que cayeran al foso. Hubo una habitación muy rara, con dos terroríficas estatuas que parecía fueran a cobrar vida montadas sobre sendos pedestales y otros dos pedestales vacíos frente a ellas donde Du Pont, por si las moscas, subió a sus compañeros. O bien las estatuas eran estatuas de verdad o bien funcionó, porque no se movieron.
Todo esto para llegar a un extraño laboratorio donde les esperaban el regalo de aquellos Caminantes de la Muerte a los campeones que se enfrentaran en el futuro al Antiguo Enemigo: tres viales, rubí, esmeralda y zafiro, cada uno con su jeringuilla hipodérmica y las instrucciones de uso que pudieron traducir con la ayuda de Rhasid. Productos poderosos para estimular sus poderes latentes, un gran y peligroso regalo que llevaría a varias horas de discusión sobre si aceptarlos o no y cómo repartirlos.