La semana pasada la 2 de Televisión Española nos regalaba una programación nocturna de auténtico lujo: El hombre tranquilo, de John Ford, sin cortes. Los efectos secundarios provocados incluyeron el que al día siguiente me costara Dios y ayuda levantarme para ir al curro, pero, ¿cómo dejar pasar la oportunidad de volver a ver tal película? Dedicarle unas líneas en este perdido blog es tarea innecesaria porque, ¿qué decir que no se haya dicho ya? y ¿qué contaros, si ya la habéis visto? Porque la habéis visto todos, ¿verdad? ¿VERDAD?
John Ford, uno de los grandes, grandes directores que Hollywood nos ha dado y un enamorado de sus raíces irlandesas nos regaló esta comedia costumbrista allá por 1952, cuando los inviernos eran más cálidos y en Hollywood aún no habían olvidado qué es eso de hacer películas. La historia de un emigrante irlandés que vuelve al pueblo donde nació, pueblecito perdido en mitad de ninguna parte y olvidado de la mano de Dios y de la Historia, con ganas de hacer borrón y cuenta nueva con su pasado (no, no voy a decir por qué; eso lo cuentan en la película casi al final, por más que cualquier crítica o reseña se empeñe en desvelarlo así al pronto). Y la historia del choque cultural de este emigrante, a efectos prácticos ciudadano americano de gran ciudad, con sus nuevos vecinos. ¡Y qué vecinos! Unos personajes que oscilan entre lo entrañable y lo absurdo y que forman los ingredientes principales de tan extraño plato, con un grandísimo Barry Fitzgerald haciendo de borrachín casamentero, un brutote Victor McLaglen y una hermosísima Maureen O’Hara que, junto con una amplia panoplia de secundarios inolvidables, prácticamente se nos comen a John Wayne.
De la película en sí poco más puedo decir. Salvo que empieza de esta forma absolutamente genial (¿Ve ese camino…?) y no para.
Aprovechando la distancia (así no me puedes matar fácilmente) no la he visto. Así que la pongo en el listado de «pendientes»