Cuando el dolor y las náuseas remitieron y se le aclaró la vista, Hosoda Genji vio que no seguía en la casa ni había rastro alguno de los daimah y los atacantes: estaba en un bosque, un robledal denso, oscuro y en silencio. Miró, asombrado, a su alrededor. A pocos metros, vio a Reiko, con el tanto de Minako-hime en la mano, y a Hitomi. La piel desnuda de las dos relucía a la luz de la Luna. Reiko lo miró con los ojos muy abiertos, luego se miró y la sorpresa dio paso a la vergüenza. Se giró, tapándose con los brazos.
—¡Genji! —gritó.
El samurái dio la espalda a las muchachas. Palpó su cuerpo con la mano libre, notando su propia desnudez. ¿Y la ropa? Intentó pensar. Había desaparecido todo rastro de los Shimazaki, incluso la ropa que les habían dado. Pero ellos estaban aquí. ¿Estarían también sus cosas? Intentó orientarse, recordar la distribución de la casa. ¡Bingo! Ahí estaba el equipaje.


