El grupo permaneció unos días en tierras de los Masaki, mientras Hosoda Genji se recuperaba de las heridas sufridas en su duelo con Mikoshi Yotaro. Kato Misaki aprovechó esos días para volver con su familia y poner sus asuntos en orden. Ishikawa Reiko pasó los días en el archivo, buscando información sobre los Shimazaki, el esquivo clan que compartía, con los Okuzaki, la titularidad del Templo de las Cuatro Estaciones de Tsukikage. Lo poco que encontró apuntaba al norte del Bosque Karasu, en tierras de los Karasuma, un gran bosque con fama de encantado que ocupaba la península que hacía de extremo norte de la gran isla de Varja. Coincidía con lo que le había contado Hitomi. Reiko sospechaba que los Shimazaki eran daimah, al igual que los Okuzaki. La acólita no parecía saber nada o, si lo sabía, no había respondido al sutil tanteo de Reiko.
Para Hosoda Genji, aquellos días en los que obligó a su señora a esperar por él fueron un suplicio. En su vida se había sentido un lastre tan inútil. Abandonó pronto el lecho, pese a las protestas del médico. A falta de cascada helada bajo la que meditar y con la prohibición expresa de Reiko de practicar kendo, optó por los paseos. Al principio a pie, luego a caballo. Iba solo, acompañado de Hitomi o, un par de veces, de Reiko. Precisamente, en uno de estos paseos vivieron una de sus aventuras más extrañas.
Se les había hecho tarde para la vuelta al castillo y ninguno de los dos tenía ganas de pernoctar en la posada de la encrucijada. Hosoda recordó que Kato le había hablado de un samurái que vivía por la zona.
—Debe ser en aquel valle apartado, por donde va el camino.
Un paso estrecho daba a un coqueto y aislado valle. La casa del samurái quedaba frente al camino, protegiendo a la aldea y granjas que se entreveían más allá, entre los árboles.
Reiko, que solía ir con los muros de su mente bajados, escuchando el ruido de fondo de las mentes a su alrededor, sintió una pequeña chispa cerca del camino.
—Espera, Genji, he visto algo.
Desmontó y se acercó a donde sentía la mente. Encontró una mujer, una criada a juzgar por sus ropas. El astil de una flecha sobresalía de su espalda. La mujer se había arrastrado hasta un árbol y había muerto hecha un ovillo entre sus raíces. Con delicadeza, la giró. Acurrucaba un bebé entre sus brazos. La ropa de la criatura era fina. Reiko la tomó en brazos. El bebé no se despertó; estaba frío, así que se ahuecó el kimono para apretarlo contra su pecho y darle calor. Hizo gestos a Genji para que se acercara. El samurái abrió mucho los ojos al ver al bebé, pero no dijo nada. Recuperado de la sorpresa, examinó el cadáver y miró a su alrededor buscando posibles lugares de disparo.
—La flecha es Masaki. Como las que tienen en el castillo. No es la flecha que usaría un ronin o un bandido. El bosque es espeso y ella venía por esa cañada. Para un perseguidor que viniera por el bosque hubiera sido más sencillo alcanzarla y matarla con la espada que buscar un punto de disparo. El único punto bueno de disparo es desde la casa. Ella está ya fría, debieron matarla por la noche.
Ambos miraron el muro de la casa, a cincuenta o sesenta metros. Reiko expandió sus sentidos. Detectó la mente de varios animales, no de seres humanos. Genji se fijó en la falta de humo de un hogar y de los ruidos propios de una casa de tal tamaño.
—Quedaos con el bebé, mi señora. Me acercaré a explorar. Creo que no queda nadie con vida.
—Ten cuidado, puede haber lobos u otras bestias.
El samurái tomó su caballo, se acercó a la casa y rodeó el muro. No escuchó voces ni ruido de trabajo, aunque si gruñidos. Tocó la empuñadura de Yukikaze. Estaba tranquila.
La puerta de la casa estaba abierta. El patio era un caos: sangre, cadáveres y lobos alimentándose de ellos. Genji tuvo que esforzarse para ahuyentarlos; la herida dolía y le limitaba los movimientos. Una vez expulsados los lobos, llamó a Reiko. Dentro los dos, cerraron las puertas para evitar ser atacados por la espalda y registraron la finca.
Parecía haber sufrido un asalto a gran escala: había grandes destrozos en paneles, tatamis y mobiliario. Parecían haber sido asesinadas todas las mujeres de la casa, por espada o por arco, pero sólo algunos de los hombres, los criados: no había rastro de ningún samurái. La casa no había sido saqueada.
—He encontrado a la madre de la criatura —dijo Reiko, con voz neutra—. La acuchillaron por la espalda.
—Han matado también las monturas y he encontrado el postigo por donde salió la criada. En la armería falta un arco largo. Varias mujeres intentaron hacerse con naginatas para defenderse. —Sacudió la cabeza—. Diría que asaltaron la casa y los samuráis sobrevivieron y partieron tras los asaltantes, pero…
—Pero eso no explica la muerte de la criada —terminó Reiko.
Tras meditar unos minutos si volver con el bebé o investigar un poco más, decidieron acercarse a la aldea y preguntar a los lugareños qué habían visto. Fue más difícil de lo que parecía: no se veía un vivo, los animales estaban sueltos, había cadáveres aquí y allá y los lobos campaban a sus anchas. Encontraron a los supervivientes atrincherados y aterrorizados en la casa comunal del centro de la aldea. Todas eran mujeres, salvo por unos pocos niños.
Costó tranquilizarlas para poder hablar con ellas y la información que dieron tampoco les sirvió de mucho. Hablaron de un ataque en la noche, ruido de pelea, gritos e insultos y los hombres supervivientes adentrándose en el bosque. Había quien había visto al señor y a su yerno entre ellos. ¿Perseguían a los asaltantes? Reconocieron también al bebé como la nieta del señor. Reiko y Genji leyeron entre líneas que había alguna relación entre el bebé y el espíritu lobo del bosque, algo relacionado con las mujeres de la familia.
—¿Qué opinas? —preguntó Reiko a su compañero. Había dejado el bebé al cuidado de una de las mujeres y lo estaba limpiando y alimentando.
—Podemos volver con la criatura y dar la alarma. Pero eso significa dejar a las mujeres aquí y si lo que sea que fuera lo que atacó vuelve… Llevarlas con nosotros hoy está descartado, nos sorprendería la noche en el bosque. Podemos atrincherarnos aquí y pasar la noche. Eso nos pone a nosotros y al bebé en peligro, pero sería la única posibilidad para las mujeres.
—Hay otra posibilidad: seguir a los hombres al bosque. Estoy intrigada con lo sucedido. Parece más algo sobrenatural que un ataque de ronin o de los Shiki y, si dejamos que se enfríe el rastro, quizás nunca sepamos qué ocurrió. Las mujeres han hablado de un santo ermitaño. A lo mejor puede contarnos algo.
—No nos quedan ni dos horas de luz, hime-dono.
—Dará para llegar al ermitaño.
Genji no fue capaz de discutir con Reiko, no cuando lo miraba con esos ojos chispeantes. Dejaron las monturas en la casa del samurái y organizaron a las mujeres, armándolas con lanzas y naginatas. Atrancaron puertas y ventanas de la casa comunal y levantaron barricadas para darles una oportunidad en caso de ataque. Luego, con el bebé, se internaron en el bosque siguiendo el rastro que habían dejado los hombres.
Fue un rastro de muerte, cadáveres con heridas de espada, de cuchillo o de flecha; hasta dos que se habían matado entre sí. El rastro conducía al sur; ellos se dirigieron al norte, en busca del ermitaño.
Encontraron el santuario sin problemas, una gran roca plana a la que se subía por unos toscos escalones. No había ni rastro del ermitaño. Genji, que había subido hasta la roca, dejó como ofrenda uno de los onigiris que llevaba para pasar el día en una piedra que se veía hacía las veces de altar y rezó al espíritu lobo del bosque. Sus rezos tuvieron como respuesta una sombra que movió unos matorrales, descubriendo un sendero que había pasado desapercibido al samurái. El sendero llevaba a la vivienda del ermitaño, una covacha cerrada por una pared de piedras y adobe. El ermitaño estaba dentro, muerto. Su fallecimiento había sido de éxtasis, parecía, vista la expresión de su rostro y la situación de cierta parte de su anatomía.
Perdida esa pista, decidieron volver. Equivocaron camino y terminaron en una zona del bosque lúgubre, con árboles de ramas retorcidas y tupidas telarañas cubriendo el suelo. Vieron por ahí las huellas de los hombres que seguía. Como el ocaso estaba cerca, intentaron retroceder y volver a la aldea. No lo consiguieron: hicieran lo que hiciesen, acababan en el mismo sitio.
Sin poder volver, decidieron seguir adelante. Ya era noche cerrada cuando alcanzaron una cabaña. Había luz en su interior, así que llamaron y pidieron hospitalidad. En la cabaña había una mujer, aunque el mobiliario y los enseres indicaban que vivían allí dos personas.
—Mi marido es cazador. No ha vuelto aún, pero no debe tardar.
Era una mujer de edad indefinida y gran belleza. Su piel pálida y sus facciones denotaban un origen noble, sin que el vivir en aquella cabaña la hubiera afectado. Quizás, pensaron Genji y Reiko, la hija de un samurái caído en desgracia o fugada con su amado.
La mujer se desvivió por el bebé. Aunque desconfiaban de ella, Yukikaze se mostró tranquila y estaban cansados. Aceptaron su comida y Reiko aceptó que les dejara el futón para ella y el bebé.
De madrugada, un ruido de sables despertó a Genji. Vio sombras en el bosque. Tomo su espada y salió. Dos hombres luchaban entre sí. Uno mató al otro y, al ver al joven, lo atacó.
—¡Mía! ¡Es mía! ¡No me la robarás! —gritaba el desconocido.
Estaba herido y sus movimientos eran torpes. Aun así, Genji no estaba para florituras, la herida le impedía hacer buenos movimientos y se vio obligado a matarlo. Examinó los cuerpos: un hombre de unos cincuenta años y otro de veintipocos. Ambos con katana y ropas similares: el samurái de la casa y su yerno o un vasallo.
Se volvió hacia la cabaña. Estaba iluminada por la luz de la Luna y se rompió la ilusión. Yukikaze empezó a temblar. Genji, también.
—¡Reiko! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Salid de la casa! ¡Rápido!
Echó a correr, saltó al porche y entró en la cabaña katana en mano. Reiko estaba con el bebé; la mujer, entre ellos y la puerta. Tenía una mirada triste a la par que terrible. La cabaña tembló.
—¡Alejaos de ellas! ¡Reiko, salid ahora mismo! —volvió a gritar Genji.
El rostro de la mujer se contrajo en una mueca espantosa, su mandíbula cambió, asemejándose a la de una araña, y escupió una pelota blanca y pegajosa. Genji esquivó la primera; la segunda, a causa de un movimiento brusco de la cabaña que lo desestabilizó, le acertó en las manos, pegándoselas a la empuñadura de la espada. El impacto le hizo rodar hasta el porche. Otro temblor de la cabaña lo tiró al suelo. El golpe lo dejó sin aliento. La cabaña estaba más alta ahora.
—¡Reiko! —Fue un gemido, más que un grito. El dolor de la herida apenas le permitía moverse.
Reiko se movió rápida. También le había despertado el ruido de la pelea. Cuando oyó el grito de Genji reaccionó por instinto, cuando su guardaespaldas daba una orden, era siempre por un buen motivo. Cogió el bebé, corrió hacia la puerta, vio como Genji rodaba por el impacto y siguió corriendo, sin perder de vista a la mujer, esperando su ataque.
Saltó de la cabaña justo a tiempo. La casa terminó de levantarse sobre unas patas de gallina y se alejó a buen paso, dejando a los dos samuráis con la boca abierta.
—¿Qué extraña brujería era esa?
—Era una chichusei, una mujer araña. He visto cómo se transformaba su boca para atacarte. Dicen que su presencia y contacto vuelven locos a los hombres y que son duchas en las ilusiones —dijo Reiko.
Eso explicaría el comportamiento de los hombres. Se volvieron locos por ella y se mataron entre sí por celos. Las mujeres fueron víctimas accidentales.
—¿Por qué a ellos y no a nosotros? Pudo habernos matado y no quiso: durante la cena, durante el sueño, ahora… Algo se nos escapa —continuó Reiko.
—Ahora lo que me preocupa es el cazador. —Reiko lo miró sin comprender—. El que vivía con ella. Está claro que no mintió, en esa cabaña viven dos personas. No quisiera encontrármelo y tener que darle explicaciones.
Durante un momento intentaron imaginarse quién o qué podía convivir con una chichusei. Miraron con aprensión al oscuro bosque que los rodeaba y se alejaron de allí rápidamente.
Sakura, un cuento de Lannet 2×09. Con Hosoda Genji (Menxar) e Ishikawa Reiko (Charlie).
Ésta fue una partida improvisada al faltarnos Aophis para la sesión. Por la mañana le dimos a los juegos de mesa, pero el cuerpo pedía rol. Fue una sesión corta, muy intensa y muy divertida. No me preguntéis detalles, porque no los recuerdo.
Inicialmente, la consideramos no-canon. Es decir, no dio experiencia, no tenía relación con la campaña y los pjs no podían morir. Al retirarse Aophis, decidimos considerarla parte de la campaña. Ya veré si recupero a esa chichusei, su cabaña errante y su misteriosa pareja.