Baile de máscaras — Bajo Chaville

Al caer la tarde, Colette, Jacques, Julien y Michel volvieron a los subterráneos bajo la Ciudad Vieja. Iban armados hasta los dientes, disfrazados e incluso llevaban cada uno un pañuelo con los colores de los revolucionarios. Siguieron el plano obtenido la noche anterior como guía en aquel laberinto, hasta llegar a su corazón: una sala circular de origen incierto, cubierta por una cúpula y a donde daban numerosos pasadizos. En tiempos, había estado inundada, como atestiguaban los sedimentos, y las paredes recogían siglos de grafitis, hollín y maltrato. Ahora se había convertido en lugar de reunión para el submundo de Chaville. Puestos de mercado recorrían su perímetro, donde podía comprarse desde comida (mejor no preguntamos por el relleno de las empanadillas) a joyería (tampoco preguntemos por su origen).

Allí había más de un centenar y medio de personas de todas las edades, la mayoría agrupada en torno a una tarima levantada un poco desplazada del centro, donde un fraile minorita, orondo y calvo, arengaba a la multitud.

—Era nuestro ángel, nuestro tesoro —iba diciendo—. Velaba por nosotros, nos defendía de los de su clase, ayudó a levantar un hospital al que podemos acudir…

Echado en un montón de sedimento se encontraba André, el gigante compañero de Lucien, masticando un trozo de carne seca.

—Pero el archicanciller nos la arrebató. ¡La mandó asesinar! —seguía el fraile—. Y ahora ha mandado a su perro, Julien d’Aubigne, a cazarnos…

Julien se encogió en su abrigo y se caló el chambergo ante los gritos de la multitud pidiendo su muerte. El fraile pidió silencio con las manos y continuó:

—Nuestro bienquerido Philippe se encarga de ello. Ha encontrado su casa y él y los demás han ido a darle una lección.

La gente aplaudió y silbó, mientras Julien maldecía por lo bajo, pensando en sus criados.

Entre tanto, ya habían llegado hasta André y Jacques lo saludó y se sentó a su lado.

—¡Anda, si es el señor Lafleur! —La voz del gigante retumbó bajo la cúpula.

—¡Chist! ¡Nada de nombres, que nos pierdes!

—¿Qué ocurre aquí, André? —le preguntó Michel.

El gigante les contó que el fraile era la mano derecha de Philippe del Arroyo y que a su jefe Lucien no le gustaba.

—No tienen ideas buenas. La señorita no quería violencia y ahora el fraile está diciendo cosas muy feas. Y también quieren hacer cosas muy feas.

El fraile, entretanto, había terminado su incendiario discurso y tras estrechar manos y repartir bendiciones, bajó de la tarima y se dirigió hacia un túnel situado al fondo.

Pidieron a André que mandara buscar a Lucien, para tener una cara conocida y respetada que pudiera echarles un cable, y se abrieron para capturar al fraile. Jacques y Michel se internaron entre la gente. Julien y Colette rodearon por el anillo de tenderetes.

El fraile tenía guardaespaldas. Un tipo oriental, con el cabello recogido en una cola de caballo y una espada recta de un filo cortó el paso de Jacques y de Michel. Entre la gente, tres tipos más con pinta de matasietes maniobraron para rodear a los dos amigos, pero Colette y Julien fueron más rápidos y los interceptaron. Colette plantó los cañones de las pistolas del archicanciller en los riñones de dos de los tipos y logró que uno de ellos rehiciera su valoración de riesgos y saliera por patas, pero los otros dos se revolvieron y sacaron sus aceros. Tras un rápido intercambio de estocadas, caía uno de los matasietes, dejando espacio a Colette para acudir en auxilio de Jacques y Michel. Habían conseguido derrotar al oriental, pero Jacques estaba malherido.

Julien y el espadachín restante seguían luchando, mientras la gente se reunía y les increpaba. Colette, tras comprobar que la vida de Jacques no corría peligro, y queriendo acabar con aquello rápidamente, tiró de sus pistolas. Pero ¡ah, la pólvora se había humedecido en el paseo por las catacumbas! Sólo al tercer intento hubo disparo. La detonación sonó allí abajo como un cañonazo, espantando a la gente que huyó por las galerías, a la vez que dejaba seco al matasiete.

Recargadas las pistolas, Colette quedó haciendo los primeros auxilios a Jacques, mientras Julien y Michel seguían el rastro del fraile. Parecía haberse volatilizado, pero dieron con una puerta secreta que daba a una pequeña cámara anterior a la propia ciudad. Y lo hicieron justo a tiempo, pues el falso fraile, viéndose perdido, estaba realizando un macabro ritual. Lucharon con él en ese espacio angosto hasta matarlo e impidieron que el horror que conjuraba cobrara forma.

Se reagruparon con Colette y Jacques a la vez que aparecían Lucien y sus hombres. Con él como mediador, explicaron lo ocurrido y fueron con un par de hombres como testigos a ver la celda del falso fraile y volver con el cadáver del niño sacrificado. Para cuando volvió Phillipe de arrojar huevos y piedras contra la casa de Julien, se encontró con un coro de miradas desaprobadora. Colette le echó la bronca de su vida al iluso revolucionario y le ordenó que contara si habían organizado algún otro acto de protesta. El atribulado joven confesó que tenían pensado hacer estallar unos petardos durante el funeral, con los que cubrirían de harina la catedral.

—Para que sus distinguidas señorías —escupió— se manchen como los honrados proletarios a los que chupan la sangre.

Colette no prestó atención a la diatriba del joven. Se había fijado en el pánico que había cruzado el rostro de Julien. ¿Polvo de harina en suspensión en la catedral con petardos estallando? O eran en verdad muy inconscientes o había una mano maquiavélica detrás de todo.

Intentó explicar eso a los revolucionarios, pero sólo consiguió miradas de incomprensión. Consiguió sonsacarles dónde iban a colocarlos y cuántos y acució a sus compañeros a volver a la superficie lo más rápido posible.

Salieron de las catacumbas bien avanzada la madrugada. Tomaron el coche con el que habían venido para volver a todo correr a palacio. Allí, Julien fue en busca del oficial de guardia y le puso al tanto de todo lo que había averiguado. El oficial actuó con presteza: mandó aviso a su capitán (que debía incorporarse antes del funeral) y a todos los hombres que pudo y se adelantó con un destacamento a la catedral, a revisarlo todo. Sólo entonces se permitió Julien el dejarse caer en un sillón.

—Aunque no estoy de guardia, me acercaré a la catedral a supervisar la inspección en cuanto el secretario tenga a bien despertar al archicanciller para darle la noticia. Pero para vosotros la noche ya ha terminado.

—¡De eso nada! —exclamó Michel—. Tengo un duelo en menos de una hora y necesito padrino y cirujano. Ea, la flamante teniente de Julien nos espera.

El duelo fue rápido. Michel despachó en dos estocadas al guardaespaldas del abogado. Edén Bardin tiraba con sable, arma pasada de moda, y con una esgrima militar tosca pero efectiva y pudo también resolver su enfrentamiento sin incidencias. Colette, al verla, se propuso presentarla al conde de Carbellac, del que sabía sentía un especial cariño por el sable por su tiempo pasado en la Marina Imperial.

*****

Así terminó el turbio asunto tras la muerte de la prometida del archicanciller. Phillipe y otros cabecillas cantaron de plano y se libraron con pequeñas condenas. Hasta el vizconde de Saint-Yves, el abogado, habló. El duque Pinaud había estado detrás de todo, con agentes y dinero. Suya había sido la idea, dejada caer en el oído de Phillipe por intermediación del fraile, de los petardos y de él venían. Como Julien había temido, nada inocentes, con demasiada carga para ser llamados petardos e incluso metralla. Y entre las ropas del sicario oriental habían hallado una cerbatana plegable y un juego de dardos cuyos penachos coincidían con las fibras encontradas por Michel en el cuarto de Adelaïde.

Pinaud escapó antes de que pudieran echarle el guante. Tomó el primer barco que pudo encontrar y buscó refugio en la tierra de sus abuelos, Togarini, para terminar trabajando para la recién formada Alianza Azur.

Para todos, el archicanciller el primero, estaba claro que Pinaud sólo era la mano de la conspiración. Varios nobles llegaron tarde a la catedral esa mañana, lo suficiente para que los revolucionarios hubieran hecho estallar sus petardos. ¿Inocente impuntualidad o…? El archiduque de Saint-March, ministro de exteriores, tampoco acudió, con otros compromisos en la agenda. Pero no había pruebas ni indicios sólidos que los relacionasen.

Por supuesto, nada de esto se hizo público. Adelaïde siguió muerta por una afección cardíaca congénita y el funeral fue triste y tranquilo. Como homenaje a su amada, el archicanciller sacaría adelante las leyes contra el trabajo infantil y por un salario mínimo digno que le había inspirado.

*****

Michel dio el informe al marqués de la Tour d’Azur unos días después. El marqués escuchó en silencio hasta oír la parte del enfrentamiento en las catacumbas, cuando pidió a Michel que describiese al oriental.

—¡Ah, Tenzen! —dijo—. Una lástima su muerte, un asesino muy hábil que nos ha dado muy buenos servicios. Muy astuto Pinaud al contratarlo. Sois todos en verdad muy hábiles para haber salido vivos de tal encuentro.

Michel se escamó.

—¿Hizo Tenzen por vuestra orden…?

El marqués le cortó con un gesto de la mano.

—Bien está lo que bien acaba. La conspiración ha fallado; Pinaud era un extraño, ajeno a nosotros; y Adelaïde había olvidado cuál era su clase. El archicanciller estará melancólico unos meses, pero es joven y encontrará a la joven apropiada y con las ideas adecuadas. Buen trabajo, señor Laffount.

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy 3×02. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Final de la segunda sesión de esta aventura (recordemos, adaptación libre de Un asesinato en Chaville de Arnau, que pueden encontrar en el mega de la comunidad de Ánima). El enfrentamiento con Tenzen fue muy duro. Yo esperaba sacarlo vivo y convertirlo en enemigo recurrente, pero unas tiradas abiertas de Charlie después de que Jacques diera con sus huesos en el suelo frustraron mis deseos.

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