El invierno llegó pronto ese año. Las nieves bajaron de la Sen Monogatari, cubriendo con su manto desde los profundos valles hasta las tierras bajas más allá de las estribaciones. La vida en el exterior se detuvo y los hombres y animales se recluyeron en sus casas, establos y madrigueras, como habían hecho siempre, a esperar la llegada de la primavera.
Pero ese año el Destino repartía extrañas cartas. En el lejano occidente, los pequeños temblores de comienzos de año se habían convertido en una imparable avalancha que amenazaba con consumir el mundo entero y los habitantes de Los valles de Minako-hime no eran sino guijarros en la ladera.
Un correo imperial llegó al palomar del castillo, causando un revuelo comprensible: el último había anunciado la subida al trono del emperador Akira; el anterior, llamó a las armas tras la muerte del emperador loco de Abel, Lascar Giovanni. Éste traía promesa de tiempos interesantes: el emperador anunciaba que Lannet cortaba sus lazos con el Imperio de Abel y recuperaba su independencia. Todos sabían (en verano, Aimi había sido un hervidero de rumores) de los actos de la sumo arzobispo Eljared y de cómo ostentaba casi el poder absoluto en el Imperio. El emperador de Lannet, por lo general prudente, debía haber leído en esos actos la debilidad de Abel y aprovechaba el momento.
El mensaje también informaba que había dado ultimátum a las fuerzas de Abel en Lannet para que lo abandonaran. Debían reunirse en el puerto de Setsu, desde donde, cuando las condiciones de la mar lo permitieran, se embarcarían para el continente. El emperador daba orden a sus vasallos de dar paso franco a las tropas de Abel.
La noticia cayó como una explosión en el salón del castillo Sakura. Hubo vivas al emperador, gritos de muerte al gaijin y caras serias. Varios entre los presentes (los señores Hideo y Shingen, el chambelán Saiki, Nakamura Ken y el padre de Hosoda Genji) habían estado en la anterior revuelta, sofocada por las tropas de Abel y sabían lo que una guerra trae consigo.
El señor Hideo calmó los ánimos y conminó a los suyos a cumplir las órdenes recibidas. Como bien apuntó su hija, si los soldados del fuerte de Santa Elienai acataban el ultimátum, pasarían por el Tercer Castillo camino de Aimi y Setsu. Necesitando de alguien ducho en diplomacia que negociara con ellos y pudiera evitar cualquier desgraciado altercado, mandaron llamar a Manobu padre.
No dio tiempo a que el mayordomo de Aimi llegara: cuatro días después del mensaje del emperador, llegaba un mensajero Asakura a caballo. Sus nuevas eran aún más perturbadoras: Asakura Katsumi, en nombre del pequeño Tatsuya, convocaba a sus vasallos en la encrucijada de Magome en tres días con víveres para una campaña de tres semanas. Del pueblo de Magome surgía la carretera que subía al paso de Azuma y al fuerte de Santa Elienai, así que sólo podía significar una cosa: los Asakura tenían intención de atacar a los extranjeros.
El mensaje Asakura causó más revuelo si cabe. Los Asakura debían ambicionar los truenos de mano y las bombardas del ejército de Abel, pero, ¡ordenaban desobedecer al emperador! Como apuntó el chambelán, era muy improbable que los Asakura se atreviesen a tanto sin el consentimiento del sogún. Ya no se trataba de la independencia, ¡aquello les podía llevar a una guerra civil! Aquello no sentó bien a muchos del consejo, en especial a Reiko y a los jóvenes más cercanos a ella. Había un conflicto entre su honor, la lealtad al emperador y la lealtad a los Asakura, sus señores feudales.
Ishikawa Hideo cortó toda discusión ordenando a su hermanastro Shingen, como general del dominio, preparar la campaña. El emperador estaba lejos y ellos tenían unas obligaciones que cumplir. Shingen reunió a los oficiales y dio las órdenes. Pocas, el clan se entrenaba desde siempre para la guerra en invierno y todos sabían lo que tenían que hacer. La única discusión fue si Reiko debía o no ir. El señor Hideo pensaba dejarla en casa, pero los oficiales y su propia esposa pidieron que la llevara.
—Reiko está llamada a ser uno de los grandes generales Asakura de la era que está por venir. ¿Qué mejor que una campaña corta y con pocos riesgos como bautismo? —apuntó la señora Nao.
A la mañana siguiente partían del Segundo Castillo. Cincuenta samuráis a caballo, incluyendo los que recogerían del Tercer Castillo y los hombres del hatamoto Sakoda Moritano, que se les unirían por caminos que sólo ellos conocían. Dos tercios de las fuerzas del dominio, con armadura ligera, bien abrigados y con un tren de intendencia de mulas (ningún carro), más escuderos y personal auxiliar. Con ellos iban también Okuzaki Akira y la mitad de la escolta de la señora Nao. Y dos mulas con un cargamento especial, unos barriletes, que el señor Shingen había confiado a Hosoda Genji.
Tres días después se habían unido al grueso de las fuerzas Asakura, acampadas en el bosque, en plena subida al paso Azuma. Allí permanecieron casi una semana, mientras llegaban el resto de los vasallos y esperaban a que los gaijin abandonaran el fuerte. Fueron días duros, con orden de no encender fuego durante el día y en tensión constante. El frío era su enemigo y Genji y su escuadrón se desvivían para atender a los hombres y bestias de los clanes de las tierras bajas, poco acostumbrados a un clima tan riguroso. No hubo día que no tuvieran bajas por congelaciones.
Por la noche, el sake corría para calentar cuerpos y corazones. Las bravatas se sucedían, pero leyendo a través de ellas Genji y Reiko vieron miedo, mucho miedo. Y se dieron cuenta de que, salvo unos pocos samuráis de más de cuarenta años, veteranos de la revuelta contra Elías Barbados, ellos dos tenían más experiencia en combate real que el resto de la tropa.
—¡Ojalá Raiden estuviera aquí! —se lamentó Genji. Pero el chaval había quedado en casa de sus padres, en verano, tras las terribles heridas sufridas a manos de Saemon Koyoshi. Tampoco estaba Manobu padre, que no había llegado a tiempo, ni la joven Saki, enviada en su busca.
Una noche fueron convocados los generales. Los espías en la fortaleza avisaron de la salida de los gaijin. ¡Era el momento! Los Asakura dividieron sus fuerzas en tres grupos: uno, de vanguardia, debía rodear al enemigo y, cuando éste hubiera abandonado el fuerte, tomarlo e impedirles retroceder hasta él. Okuzaki Akira comandaba este grupo. El segundo, el cuerpo principal, emboscaría al enemigo. El tercer grupo, al mando de Reiko y formado por un puñado de samuráis, protegería el campamento. Los Asakura contaban con dos mil hombres, frente a poco más de cuatrocientos que debían ser los de Abel. Nadie dudaba de la victoria.
Esa noche, antes de partir, el señor Shingen despertó a Hosoda Genji y le contó que en los barriles llevaba pólvora y que la había distribuido por la ladera.
—Puede que mañana los kami no estén muy satisfechos de nuestros actos y hagan caer la montaña sobre nosotros. Si hay un alud en aquel pico, barrerá el campamento. Si haces estallar las cargas, se producirá un contra-alud y se parará todo en ese punto.
—Ahí es donde estaremos nosotros, es el mejor punto de defensa. ¿Nos dará tiempo la mecha a retroceder?
Mirada. Mano en el hombro.
—Entiendo. Cumpliré con mi deber.
El grueso de las tropas partió aún de noche, para tomar posiciones sin ser vistos por los gaijin. Al alba. La tropa de Reiko ocupó las suyas, en una vuelta del camino, en la linde del bosque. Se colocaron en dos líneas: una de piqueros protegidos por una barricada y una segunda de arqueros. Otra unidad de piqueros cubría el flanco izquierdo y un pequeño grupo quedó para el flanco derecho, tan empinado que impedía el paso a un contingente grande. Reiko, Hosoda y uno de sus hombres se apostaron entre las dos líneas, con un brasero con ellos: era el punto más cercano a las mechas que había dispuesto el señor Shingen. Los caballos quedaron en el campamento, eran inútiles allí.
El día levantó espléndido, con un sol radiante y ninguna nube en el cielo. Los piqueros, de las tierras bajas, agradecieron el calor. Los demás miraban con temor las cargadas laderas del desfiladero. Un día claro perjudicaba también al ejército, pues les sería más difícil emboscarse sin ser vistos en la nieve. Reiko, nerviosa, no dejaba de acariciar la empuñadura del tanto de Minako-hime.
A media mañana les llegó el ruido de batalla. Gritos ahogados, ruido de lucha y un retumbar de truenos que debían ser las armas de fuego. Reiko envió unos centinelas de avanzada.
Pasado el mediodía, dieron la voz de alarma: se acercaban jinetes. Las órdenes fueron dadas, los hombres acudieron a sus puestos y esperaron. Pocos minutos después, tomaban el recodo unos treinta lanceros con la formación rota. Hosoda tomó el mando de los arqueros y, con una serie de descargas precisas, derribaron a la mitad de caballos y jinetes. Pero éstos no retrocedieron. Viendo que tenían delante a pocos enemigos, cerraron filas y cargaron. Se estrellaron contra la barricada de los piqueros y, antes de que pudieran rodearlos y acabar con ellos, la unidad de apoyo y la propia Reiko caían sobre ellos, acuchillando sin piedad. Reiko enarbolaba el corto tanto en la mano derecha, pero el arma forjada con la esencia de Minako-hime parecía tener un filo más largo y cortaba miembro, sajaba tendones y atravesaba corazones sin que las ligeras armaduras de los jinetes sirvieran de protección alguna.
—¡Mi señora Reiko, no os expongáis así, por favor! —le recriminó Hosoda Genji.
La victoria fue completa y apenas lamentaron bajas. Los jinetes supervivientes fueron rematados; los caballos, llevados al campamento y Reiko rotó a sus hombres. Repartieron comida y halagos y esperaron.
A media tarde, los ecos del combate cesaron con unos truenos aún más fuertes. Poco después, los centinelas avistaron una nueva ola de enemigos, infantería esta vez. Eran un grupo más numeroso, unos cincuenta entre ballesteros y rodeleros, al mando del mismo joven oficial que encontraran en verano en Magome.
Se veía que la unidad había participado en combate, pero avanzaba con paso firme y buen orden. Ante las flechas que empezaron a caer sobre ellos, los ballesteros respondieron sin dudar. La primera salva quedó corta, la segunda alcanzó a los hombres de Hosoda. La vegetación ofrecía una pobre cobertura contra los pesados virotes de las ballestas de cranequín occidentales. A la tercera salva, los arqueros se desbandaron.
Le tocó el turno a los piqueros. La primera andanada se estrelló contra la barricada y causó pocas bajas. La segunda, más cercana, se adivinaba mortal, así que Reiko ordenó una carga, esperando llegar cuerpo a cuerpo antes de los que ballesteros estuvieran listos. Los gaijin esperaban ese movimiento y, como un solo hombre, abrieron sus líneas dejando al descubierto cuatro truenos de mano puestos en batería. Reiko sintió como el miedo a esas bocas negras le recorría la espina dorsal, le encogía el estómago y le hacía flaquear las piernas. Reaccionando por su entrenamiento, cogió ese miedo y se lo lanzó a los fusileros, amplificándolo con toda su mente. Fueron sólo unos segundos, pero se vieron bloqueados, aterrorizados frente a la carga de los samuráis, y no pudieron disparar.
Para cuando se recuperaron, Hosoda Genji llegaba con promesas de muerte. Mató de un revés a los servidores de una de las piezas, pero la llegada de unos rodeleros le impidió dar cuenta de los demás y dispararon. El primer disparo tumbó a uno de sus samuráis. El segundo, rebotó en la armadura del hombro de Reiko, dejándole el brazo izquierdo entumecido. El tercero, que debía llevar doble carga, no tuvo espacio para apuntar a Hosoda y la pelota se perdió sin hacer daño. El estruendo fue más peligroso y fue respondido por otro mayor y más grave: la ladera de la montaña se venía abajo.
—¡Todos, huid! ¡Genji, la mecha! —gritó Reiko, la primera en darse cuenta.
Todos, samuráis y soldados, corrieron como alma que lleva el diablo para huir de la muerte blanca. Hosoda llegó hasta el brasero. El samurái de guardia junto a él había tenido la sangre fría de encender sendas antorchas al empezar el alud. Tendió una a Genji y corrió con él para encender las mechas. Las cargas estallaron y provocaron un segundo alud que cubrió la garganta de nieve en polvo y fragmentos, pero cortó el primer alud, tal y como el señor Shingen había planeado.
Los samuráis se reagruparon en el campamento. Los soldados de Abel, con pocas ganas de seguir luchando, se rindieron. Reiko contó rápido los supervivientes. De los soldados habían desaparecido casi todos los ballesteros, con un equipamiento más pesado. De los samuráis, faltaban los centinelas de avanzada, dos o tres piqueros y Hosoda Genji. Reiko ahogó las lágrimas. No estaba dispuesta a dejar allí a su compañero: localizó telepáticamente a los supervivientes y se llevó consigo hombres para rescatarlos. Una de las mentes, percibió extrañada, se movía.
Rescataron a dos con vida. En el tercer sitio donde excavaron no vieron cuerpo alguno, pero sí un túnel reciente en la nieve. Reiko envió a un samurái por el estrecho pasaje, sólo para oírlo morir de forma agónica. Ninguno de los otros samuráis estaba dispuesto a meterse en aquel lugar de muerte, así que se quitó la armadura, tomó su tanto y se adentró ella misma. Encontró al samurái muerto congelado cien pasos más adelante. Un poco más allá vio a Genji tendido en lo que parecía una cámara más amplia, también excavada en la nieve.
—Genji. ¡Genji!
Contestó una voz que sonaba como campanillas de cristal.
—Es mío. Este guapo mozo es mío.
—No te lo puedes quedar, está prometido. ¡Genji, maldita sea, haceos a un lado y dejadme pasar!
Hosoda reaccionó a las palabras de Reiko y, aún atontado, rodó hasta las paredes de la estancia. Reiko se deslizó con el tanto en alto, pero no vio a nadie.
—No te lo puedes quedar —repitió—. ¡Búscate a otro! ¡Él se viene conmigo!
—Venís hasta aquí con vuestras guerras estúpidas y despertáis a la montaña. Traéis el fuego y herís a la montaña. ¡Me despertáis a mí, niña! ¡No te atrevas a darme órdenes!
Un reflejo en la nieve se arremolinó frente a ella, formando el cuerpo desnudo y transparente de una mujer. La nieve de las paredes recubrió su cuerpo con un kimono de intrincados dibujos de cristales de hielo. Su cuerpo se fue opacando, tomando el azulado pálido de los hielos glaciares. Reiko sintió sus piernas temblar. Detrás, Genji ahogaba una exclamación de sorpresa y miedo. ¡Una yuki-onna, una doncella de las nieves!
La yuki-onna no parecía hostil. Tras el estallido de furia no se había movido y miraba fijamente el tanto de Reiko.
—¿Qué haces, niña, con el tanto de Minako-hime? ¿Qué haces, niña, levantándolo contra mí?
—La kitsune que es su guardián fue atacada y herida. Soy Ishikawa Reiko, heredera del domino de Minako-hime. Como vasalla de Minako-hime, la kitsune nos encomendó proteger el tanto mientras ella se recupera. A mí y a este hombre. ¡No te lo daré!
—¡Cálmate, muchacha! —La yuki-onna adoptó una postura más relajada. En sus ojos había ahora una chispa de diversión y también de melancolía—. Yo también soy vasalla de Minako-hime. No os haré daño ni interferiré en vuestra misión. Venid, os llevaré a la superficie.
Al anochecer llegaron mensajeros con noticias de la victoria desfiladero arriba. Entre ellos, Okuzaki Akira, que se dejó caer con ellos y les contó lo ocurrido a cambio de sake. La batalla no había salido como habían planeado por culpa del día tan claro. La emboscada falló y el enemigo cerró filas y aguantó varias horas. La retaguardia fue más rápida que el grupo de Akira y había vuelto al fuerte, llevando consigo al oficial al mando, el coronel Archibald Bradley II. Los samuráis tomaron las puertas antes que de los soldados pudieran cerrarlas, pero sufrieron muchas bajas ante las bombardas cargadas de metralla. Con la llegada de refuerzos, pudieron tomar por fin el fuerte, pero para entonces, Archibald Bradley y una pequeña escolta habían podido huir hacia Shivat.
En la batalla principal, los soldados de Abel habían luchado con destreza, vendiendo caras sus vidas. El señor Shingen había hecho honor a su fama, conduciendo el asalto definitivo. Los Asakura consiguieron de esta batalla varios truenos de mano, pólvora y munición, aunque no las bombardas, inutilizadas por sus servidores antes de caer.
Los prisioneros hechos por Reiko fueron reclamados por los Asakura. El teniente Archibald Bradley III pidió a Reiko que hiciera llegar su sable a su familia, a lo que se comprometió la joven.
La batalla del paso de Azuma dejó en el clan Ishikawa un regusto amargo. Fue una victoria sin mucho honor y sin ganancias, pero sufrieron pocas bajas y permitió que los hombres se foguearan en combate, algo que sin duda sería de gran valor en los turbulentos días que estaban por venir.
Sakura, un cuento de Lannet, 1×09. Con Hosoda Genji (Menxar) e Ishikawa Reiko (Charlie).