El oficial de enlace Asakura que acompañaba a Maruyama Yoshitaka estaba escandalizado y todo su entrenamiento cortesano no evitaba que se le notara. Ante él estaba la única hija del daimio de Los Valles de Minako-hime, una muchacha apenas adolescente que debería estar siendo entrenada en las más refinadas artes sociales, propias de alguien de su rango y sexo. No debería haber salido de lo más espeso del bosque vistiendo los mismos kimono y hakama que sus acompañantes, con aspecto de haber dormido al raso y no haberse bañado en varios días, con un vendaje en el brazo y ese brillo acerado en la mirada. Venía contando una historia estrafalaria de mapas misteriosos, ninjas y falsos onis. No entendía por qué el señor Maruyama la escuchaba con tantísimo respeto (aunque en los mentideros se hablaba de la fama de mujeriego del samurái; quizás estuviera interesado en la chica, uhm, uhm). Lo último que dijo Maruyama le terminó de romper los esquemas.
—¿Qué necesitáis que haga, Reiko-dono?
—Quiero que acabéis con los dos nidos de ninjas restantes. Que hagáis ruido y llaméis la atención. Si aparece el oni, ahuyentadlo, pero no lo matéis. Ganadme tiempo. Yo iré al punto central marcado en el mapa y averiguaré que está pasando.
—Oigo y obedezco.
¡Qué escándalo! ¡Qué indecencia! ¡Tratándola como si fuera un gran oficial o un general!
El grupo de Reiko se puso en marcha ligero de equipaje. Dejaron en el campamento de Maruyama los caballos y el grueso de la impedimenta, llevándose tan sólo comida para dos días, en forma de bolas de arroz cuidadosamente envueltas, y las armas personales: Manobu y Saki, el daisho; Hosoda, además, su arco largo; Reiko iba más ligera, acompañando la katana con el tanto regalo de Washamine; y Akira cambió las espadas por una nagamaki y un arco corto.
No había camino en el bosque más allá de los senderos abiertos por los animales, pero los árboles, robles y hayas, con abetos en las zonas más altas, dejaban buen paso entre ellos. El terreno era ondulado: colina tras colina. Entre ellas, pequeños valles, barrancos traicioneros, zonas pantanosas cubiertas de helechos, grandes piedras que surgían de la nada y terminaban en infranqueables acantilados. Sin Akira les hubiera llevado días recorrer el camino; el pequeño samurái sabía leer el terreno y escogía sin dudar los mejores caminos, evitando los obstáculos antes de que los demás pudieran, siquiera, sospechar de su existencia.
A media tarde, un antiguo sendero comido por la maleza los llevó a unos toscos escalones que subían por la ladera: estaban cerca. Mabobu Raiden se adelantó como explorador. Cerca de la cima encontró algo sorprendente: una gruesa soga de la que colgaban sellos en papel cruzaba el camino y se perdía en el bosque. Parecía rodear toda la cima de la colina. Su finalidad no estaba clara. ¿Impedía a algo abandonar la colina o al falso oni que vagaba por los bosques llegar a ella? Las sospechas de Reiko y de Akira se decantaban más por esta segunda posibilidad.
Algo más arriba, vigilando la soga, descubrieron un centinela. Estaba encaramado a un árbol, a la vera de las escaleras, y debía estar adormilado, pues no parecía haberlos descubierto. Hosoda y Akira fueron quienes lo vieron; Manobu, de avanzada, lo había sobrepasado ya. En un momento en que se dio la vuelta para dar el vía libre a sus compañeros, éstos, por gestos, le indicaron la presencia del centinela. Pero el ninja estaba bien camuflado y ni con esas indicaciones pudo Manonu descubrirlo.
—¡Que los onis se lo lleven! Está al pie del árbol, mirando hacia arriba y no lo ve —se lamentaba Akira.
—Como sigamos brincando como monos, el centinela nos va a ver. Yo le indicaré dónde está —dijo Hosoda, tensando su arco.
La flecha se clavó en el tronco del árbol, a escasas pulgadas de la cabeza del ninja. Sobresaltado por el ataque, saltó del árbol para cubrirse. Manobu, sorprendido, apenas atinó a cubrirse con la katana, con tal fortuna que el ninja se ensartó en ella.
—Eso ha sido peligroso. ¿Y si llega a dar la alarma?
—Cuando llueven flechas, primero el centinela se esconde, luego mira y, por último, grita. Esas son las enseñanzas de Shingen-dono, Okuzaki-san.
Eliminado el centinela, Manobu pudo llegarse a la cima, echar un vistazo y volver con sus compañeros a dar el informe.
—Hay un santuario casi derruido, más grande que el de Minako-hime. Y restos de toris, linternas y otro edificio. Hay un sacerdote o un shugenja frente al santuario, recitando una letanía. Lo escoltan cinco hombres.
—Lo primero es acabar con el brujo. Hosoda-san, subid a un árbol que os permita controlar la explanada frente al santuario y matadlo con vuestras flechas. Manobu-san, deslizaos tras el santuario sin ser visto y estad presto por si las flechas no bastaran. El resto, atacaremos de frente.
—¡Sí, Reiko-dono!
No voy a aburrirles con el combate. El brujo cayó en los primeros compases. Los ninjas lucharon hasta la muerte. Incluso los que cayeron heridos se suicidaron para evitar caer capturados. Los samuráis de Reiko tampoco salieron incólumes y tuvieron que usar las pociones curativas encontradas en los campamentos ninjas.
En cuanto pudieron, revisaron el santuario. Protegía una gran losa de piedra, con un sello tallado en ella. Habían intentado volarla, con magia o con pólvora, lo que había dejado el santuario casi destrozado. También la habían atacado con picos, sin mejor resultado. El último intento, a juzgar por toda la parafernalia de objetos, sellos de papel e incienso que había alrededor, había sido con un ritual mágico, roto al morir el shugenja.
Reiko acarició la roca. La ira y el dolor eran casi palpables. Se volvió hacia Akira.
—¿Podéis purificar el santuario?
—No tan bien como un sacerdote, pero me esforzaré todo lo posible.
Sus conjuros y rituales no serían tan poderosos como los de un sacerdote, pero sin duda había ayudado a los de su clan desde pequeño. Cuando terminó, Hosoda y Reiko descendieron las escaleras hasta la soga. Al otro lado, sin actitud hostil, esperaba una kitsune de dos colas, un espíritu zorro, de pelaje plateado. A una señal de Reiko, Genji cortó la soga. La kitsune subió con movimientos lentos, sin perder de vista a los samuráis. Ya en la cima, entró en el santuario y, satisfecha por lo que encontró, se enroscó sobre la gran losa. Sólo entonces habló, con una voz que recordaba a campanillas de fino cristal.
—No sabía que quedabais de los vuestros. Parece que estoy en deuda con vosotros, una vez más —dijo, dirigiéndose a Okuzaki Akira.
—Kitsune-dono, haré venir sacerdotes de mi clan y reconstruiremos su santuario, pero en esta historia mi papel sólo ha sido el de guía. Acompañaba a Ishikawa Reiko-dono —Señaló a la joven— en su visita al santuario de Minako-hime. A la vuelta, fuimos atacados. Ishikawa-dono y sus samuráis sospecharon que trataban de impedir que nadie llegara a esta parte del bosque y esas sospechas nos han traído hasta aquí. Ishikawa-dono es la heredera de los dominios de Minako-hime.
La kitsune estiró el cuello para examinar más de cerca a Reiko. Los samuráis estaban postrados en el suelo salvo la joven, que seguía en pie.
—Debe ser cosa del destino que estéis aquí, joven Reiko. Como vasalla de Minako-hime, prometí cuidar una posesión suya hasta su vuelta, pero este ataque me ha debilitado tanto que necesitaré tiempo, puede que más de una vida humana, para recuperarme. Temo que en ese tiempo pudieran volver a atacarme y me robaran dicho objeto. Por eso, invoco el juramento de vasallaje que el clan Ishikawa prestó a la kami Minako-hime. Ishikawa Reiko, ¿tomaréis el objeto que os dé bajo vuestra protección y la de vuestros descendientes hasta que os lo reclame o la propia Minako-hime os libre de la promesa?
—No permitiré que otro vasallo de Minako-hime falle a su juramento. Tomaré vuestra carga, en mi nombre y el de mis descendientes, todo el tiempo que necesitéis. Vos debéis centraros en recuperar vuestras fuerzas.
Con las palabras de Reiko, la kitsune reposó la cabeza en la losa de piedra y dio un profundo suspiro. Con el mismo, se fue difuminando hasta desaparecer, quedando sobre el sello un hermoso tanto con la figura de un zorro de las nieves grabado en la hoja. Akira lo miró con un temor reverencial.
—Los sacerdotes del invierno daimah usaban estas dagas rituales, antes de la Retirada de los kami. Se dice que una de ellas fue forjada de la esencia de Minako-hime. Debe ser ésta —dijo en un susurro.
—Genji, Raiden, Saki, escuchad —dijo Reiko con voz grave. Había tomado en sus manos el tanto—: nadie debe saber que tengo este tanto. A nadie debemos contar la conversación con la kitsune. ¡No ha ocurrido! Ni mi padre, ni mi tío, ni otros vasallos de los Ishikawa, ni tampoco nuestros señores. Aquí rigen más juramentos antiguos y poderosos —Los tres se postraron en el suelo, sin ser capaces de articular palabra—. Okuzaki Akira, a ti no puedo ordenarte nada…
—Ni hace falta, Ishikawa Reiko-dono. La lealtad de mi clan, antes que a los Asakura, es a los kami que se marcharon desde este bosque y a sus sirvientes. Vuestro secreto está a salvo.
El resto, como se suele decir, es historia. El clan Okuzaki tomó bajo su protección el santuario, lo purificó y reparó. Las investigaciones concordaban con lo que habían supuesto Reiko y los suyos: el año anterior habían intentado romper el sello, primero con herramientas, luego con pólvora. Lo que consiguieron fue despertar a la kitsune. Enfurecida, mató a varios de los profanadores (se encontraron los restos) y ahuyentó al resto. De alguna manera, lograron echarla una ilusión que la hacía parecer un oni en un intento de ocultar lo que habían hecho. Semanas o meses después, lograron llegar hasta el santuario y tender la soga con los sellos que impedían a la kitsune llegar hasta él, y volvieron a intentar romper el sello. Sin éxito: mientras la kitsune viviera, sería imposible.
Entre tanto, la kitsune-oni hacía incursiones fuera del bosque. Ya fuera porque estaba loca de dolor y rabia, ya por los equívocos que provocaba su aspecto, sus andanzas causaron mucho revuelo (y heridos y campos y granjas destrozados). Los samuráis enviados a lidiar con el problema poco pudieron hacer (si acaso, salvar sus vidas) y la regente Asakura mandó llamar a Maruyama y su espada Yukikaze.
¿Fue el intento de robo de Aimi orquestado por los mismos que estaban detrás del ataque a la kitsune? La presencia de ninjas del mismo clan parecía indicar que así era. Con Yukikaze en su poder podrían haber liquidado a la kitsune de forma discreta y sin testigos. Con Maruyama y su escolta se verían obligados a eliminarlos a todos.
Sakura, un cuento de Lannet, 1×07. Con Hosoda Genji (Menxar), Ishikawa Reiko (Charlie) y Manobu Raiden (Norkak).
Fin de la séptima sesión (de doble turno). Continúa la trama iniciada en El caso de los ronin. Dos aventuras importantes (muy, de hecho) para la campaña que han terminado muy bien para los jugadores y que compartían desarrollo inicial: sucesos que rozan tangencialmente a los pjs y que podían dejarlos pasar y no seguir más allá.