Sakura — El oni

La noticia de la boda entre el señor Hideo (42 años) y la viuda Asakura Nao (23) se convirtió en la comidilla del castillo Mitsumi. Los protagonistas fueron enviados a prepararse y purificarse a sendos monasterios, por lo que el único miembro de la ecuación que quedó en el castillo se convirtió en el centro de todas las miradas y todos los cotilleos: la joven Reiko. Todos sabían que, en el pasado, los Asakura habían presionado al señor Hideo para que tomara una segunda esposa, pues que el destino del clan dependiera de un solo hijo era algo de mucho riesgo. También entendían que el que el señor Ishikawa diera su brazo a torcer ahora se debía a que su hija se había pasado la primavera metiéndose en lío tras lío y saludando a la muerte en demasiadas ocasiones.

Los comentarios y rumores se volvían especialmente hirientes cuando señalaban el hecho de que la regente Katsumi había forzado el casamiento del padre y no de la hija, como hubiera sido más normal. Cuando Okuzaki Akira, capitán de caballería, oyó que el motivo era que el señor Hideo era sumiso como una doncella y su hija, un semental salvaje imposible de domar, ofreció a la muchacha el irse ella también de retiro espiritual.

—En el Bosque Sellado hay un santuario que rememora el lugar donde Minako-hime se despidió de sus vasallos antes de abandonar este mundo con los demás kami, hace 700 años. Siendo como sois descendiente de su más importante sirviente y heredera de sus dominios, creo que os hará bien visitarlo.

—En el bosque está Maruyama, cazando al oni —repuso Hosoda Genji—. ¿No será peligroso acercarnos?

—Si fuéramos directos, sí. Yo os propongo dar un rodeo para llegar al santuario desde el norte, atravesando el bosque. El clan Okuzaki cuida de muchos santuarios y conozco bien la zona. Subiremos al monte por una torrentera. Será laborioso, pero no difícil.

—Confiaré en su guía, Okuzaki-sama. Hosoda-san, encárgate de los preparativos, por favor.

Si Genji tenía más reservas, se las calló para él. También escuchaba los rumores y quería alejar a su señora de aquel ambiente enrarecido.

Partieron al día siguiente: Akira como guía, Reiko, Hosoda Genji, Manobu Raiden y Saki, una joven samurái del escuadrón de caballería ligera de Genji, como escolta adicional y para asistir a Reiko, toda vez que Nakamura Nobi había sido reclamada para otros menesteres por el chambelán Saiki.

Se alejaron del bosque hacia el oeste y luego hacia el norte, evitando la zona de caza del oni. Fue un agradable paseo, roto sólo por las intermitentes lluvias de verano, que les permitió conocer las tierras de los Asakura: un paisaje ondulado de suaves colinas coronadas por bosquecillos y muchos campos de arroz, cebada y trigo; aldeas pequeñas, granjas dispersas y pocos pueblos. Había pocas posadas, casi todas ventas en las encrucijadas de los caminos para los oficiales y los buhoneros que recorrían las tierras. Okuzaki las evitó: pernoctaron en casas de samuráis que conocía o en granjas aisladas de fácil defensa. Luego, giraron al este y entraron en el Bosque Sellado.

Era un bosque viejo, donde las copas de los árboles se entrelazaban y no dejaban pasar la luz del sol. Okuzaki sabía moverse por el terreno y los llevaba siguiendo arroyos y cañadas, donde no había más maleza entre los troncos que musgos y helechos y podían avanzar montados. Como había dicho, el último tramo, la subida de la torrentera, fue la más difícil. Hubo un momento en que Hosoda tuvo que dejar su caballo y el de Reiko a Manobu y volver con Saki, que lidiaba con su montura y las mulas de la impedimenta.

Salvando este último obstáculo, llegaban al santuario. Era un templo pequeño, cuadrado, con tejado a dos aguas y un pequeño porche. La entrada la tenía al sur. Un camino empedrado, flanqueado por linternas de piedra con forma de animales fabulosos, lo unía a la tosca escalera que subía el monte. A la izquierda, un pequeño manantial alimentaba la pila de abluciones. La maleza había invadido el claro del santuario y las abejas zumbaban en el calor pegajoso de la tarde, pero bajo los pilares aún quedaba nieve del invierno, montoncitos de un blanco puro con los que Minako-hime reclamaba su territorio.

El interior estaba polvoriento, sucio y, sobre todo, abarrotado: ofrendas votivas en forma de estandartes, piezas de armadura, arreos de caballos, tsubas y figuras de madera o marfil; dispuestos con orden en su momento, ahora vencidos por el tiempo, cubrían, desparramados, todo el espacio disponible. Reiko asintió, se ató las mangas del kimono y pidió a Saki que le trajera trapos y agua. No dejó entrar a nadie en el santuario.

Hosoda y Manobu se sonrieron. Reiko se quitaba la máscara de normalidad de los últimos días y parecía ser ella otra vez. Dejando a Saki pendiente de la joven, montaron las tiendas entre las linternas. Akira, por su parte, cogió su arco corto y fue en busca de la cena.

El día siguiente fue otro día de duro trabajo. Reiko terminó de limpiar el interior y volvió a colocar todas las ofrendas. Bajo el montón había aparecido un pequeño altar, que también limpió y purificó con el agua de la pila. Luego, ofreció a Minako-hime un poco de arroz y de guiso de conejo.

El día salió lluvioso, con intermitentes chaparrones que mostraron las goteras del viejo tejado. Reiko también quiso arreglarlas.

—¡Eso sí que no, Reiko-dono! Es demasiado peligroso. Nosotros lo haremos.

Por la tarde, la lluvia arreció, obligándolos a buscar refugio en el santuario. No paró en toda la noche y, de madrugada, un fuerte estruendo los despertó. Akira tomó su impermeable de paja y salió a investigar, dejando a Hosoda y a Manobu bajo los aleros del porche, intentando ver algo en la negrura. Al poco, volvía el samurái, jurando y maldiciendo.

—Un corrimiento de tierra en la torrentera —les informó—, cerca de los caballos. Están muy nerviosos: ayudadme a llevarlos al otro lado del santuario.

Al día siguiente, la lluvia dejó paso al sol. A su luz, el desastre de la noche se mostró en toda su magnitud. La ladera norte era ahora un inestable barrizal. Durante el desayuno discutieron qué hacer. De cuando en cuando, echaban furtivas miradas a los montes al sur, las tierras del oni. No tenían forma de saber si Maruyama había acabado ya con él. A Akira se le notaba muy preocupado. No era para menos: él había propuesto la excursión. Dibujando un tosco plano en el barro, explicaba las alternativas:

—Al noreste hay una aldea de mi clan. Unos dos días de marcha, quizás tres. El terreno es abrupto y los riachuelos, crecidos por la lluvia, nos vedarán los mejores caminos. Bordearemos el territorio del oni, no mucho. El santuario de Minako-hime nos protegerá si nos mantenemos a este lado del valle. Una vez en la aldea, nos reaprovisionaremos y saldremos rápido a campo abierto, por sus caminos. Muy al norte: tendremos que darnos prisa en volver al castillo antes de la ceremonia.

»El camino más corto es el sendero, al suroeste. También es el más peligroso, pues es donde se ha visto al oni.

—Iremos por el camino largo —decidió Reiko—. Por nada del mundo quisiera enfrentarme a ese oni y nuestras monturas son buenas. En campo abierto las haremos galopar y recuperaremos el tiempo perdido.

Decidido todo, recogieron el campamento y descendieron las largas escaleras. Luego, torcieron a la izquierda. Llevaban a los caballos de las riendas y trataban de mantenerse en las laderas del monte del santuario. Avanzaban cautos, con las armas prestas y oído y vista atentos a cualquier movimiento que viniera del sur. Por eso vieron la estatua. Un gran jabalí de piedra blanca, vigilante. Estaba destrozada. Heridas recientes, de color vivo, sin musgo ni líquenes. Cosa de pocos meses.

—¿Qué es esto? —quiso saber Saki.

—Un vigilante. Limita el espacio de un lugar sagrado —repuso Akira—. Alrededor del monte del santuario de Minako-hime hay varios, dos zorros y dos osos, que yo haya visto. No sabía que aquí hubiera uno. No sé qué protegía, no conozco de ningún templo o santuario en esa parte del bosque. —Y señaló hacia el sur.

Reiko se agachó a examinar los restos de la estatua. Sus daños no parecían causados por el clima o la caída de un árbol.

—¿Podría ser el oni el espíritu guardián de esta estatua? Si yo fuera él, me enfadaría mucho al verme así.

Akira miró a la joven sorprendido, como si la viera por primera vez, y le ofreció una reverencia cargada de profundo respeto.

—No. Las descripciones no coinciden. Pero ahora veré un espíritu jabalí furioso tras cada helecho que se mueva. Si ya son imprevisibles de normal…

Fue el turno de Hosoda de observar al samurái. Tan pronto parecía un juerguista degenerado como un guerrero siempre alerta; en un momento era un cortesano al tanto de todos los chismes, en otro un explorador conocedor de todos los senderos; ahora se comportaba como un sacerdote. Y, en todos los casos, no parecían sino máscaras en el rostro de un actor. ¿Qué había visto Nakamura Nobi en la cena, cuando lo conoció, que le hizo soltar esa risita suya?

Nada había más en la estatua rota, así que siguieron camino. Ahora, mirando también a su izquierda. Por eso, Akira alcanzó a ver el movimiento entre los árboles y el brillo apagado de las puntas de los virotes.

—¡Emboscada! ¡Al suelo!

Saki lo secundó al punto. Reiko quedó en pie, buscando el origen de la amenaza. Quizás por ello, o porque la reconocieron o porque, al ir en el centro de la columna la tomaron por la persona de más rango, los asaltantes dispararon contra ella. Tres virotes, uno tras otro. Hosoda y Manobu actuaron con rapidez, apartándola de la trayectoria de los dos primeros y ella misma rechazó el tercero con su katana.

Eran tres hombres embozados, camuflados entre la vegetación. ¡Ninjas! Akira cogió su arco corto y tomó puntería sobre más cercano a él, subido en un árbol. Esperó a que el ninja se asomase para disparar un nuevo virote para disparar a su vez. La flecha lo alcanzó en el pecho, derribándolo. Antes de que pudiera levantarse, el samurái estaba sobre él, presto a rematarlo. Hosoda y Manabu aprovecharon el tiempo de recarga para cargar contra los otros dos oponentes. Hosoda despachó rápido al suyo. Manobu, luchador urbano, se encontró en desventaja en el desigual terreno del bosque y recibió varios feos cortes antes de imponerse al último.

El combate duró apenas unos segundos. Saki no había sido capaz de reaccionar y levantarse a luchar y ahora seguía sin levantarse, por vergüenza. Reiko tuvo que hablar con ella.

—Mi tío, el señor Shingen, me dijo que no hay mayor victoria para un samurái que volver vivo de su primera batalla. Éste ha sido tu primer combate y sigues viva. Alégrate por ello, recuerda lo que has sentido y esfuérzate en el siguiente.

Luego, se unió a Hosoda, que estaba registrando los cuerpos. No encontraron nada de interés, salvo la marca que indicaba su clan. ¡Eran los mismos que los habían atacado en Aimi, durante la aventura de Yukikaze!

Akira, por su parte, atendía al joven Manobu. Al ver la gravedad de las heridas, frunció el ceño, dejó a un lado las vendas y la aguja y sacó de su morral una botellita de algo que parecía sake.

—Bebe.

El brebaje estaba bendecido por los kami, sin duda. Las heridas del muchacho se cerraron en segundos, dejando una cicatriz tierna que Okuzaki vendó con presteza.

—Una herida más escandalosa que grave —informó luego a Reiko—. Nada de importancia.

Nadie pasó por alto el que los ninjas los habían emboscado desde la izquierda, dejándoles como única posible retirada el adentrarse en el territorio del oni. No sabían si los asaltantes habían estado acampados en ese punto y los habían atacado al pasar ellos por allí o si, por el contrario, los venían siguiendo a ellos. Esto último se les antojaba poco probable, pues en el santuario habrían tenido mil opciones mejor de ataque, mientras estaban hacendosos sin las armas a mano.

—Si ya estaban aquí, deberían tener un campamento, pues ellos no llevan ni comida ni agua.

—Bien visto, Manobu-san —dijo Akira—. El del árbol podría haber estado de centinela y avisado a sus compañeros al vernos. El campamento no puede estar lejos, 200 o 300 pasos, fuera de la vista.

No tardaron en encontrarlo, en una hondonada entre varios árboles. No había mucho: unas esterillas, un refugio improvisado hecho de ramas y hojas de helecho, un horno de tierra apagado, varios trozos de bambú para cocer arroz, un par de saquitos de arroz y calabazas de agua; nada más. Manobu no se conformó y buscó algún escondrijo entre las oquedades de las raíces de los árboles. Su perseverancia fue recompensada con un paquete con armas (cerbatana, shuriken y varios virotes para ballesta de mano), viales (Akira identificó dos con el mismo brebaje que le había dado a Manobu, lo que le sorprendió) y un tosco mapa sobre papel de arroz. El mapa tenía dibujados varios accidentes geográficos que Akira pudo reconocer, cuatro marcas delimitando un espacio y otra, diferente, en su interior. Okuzaki indicó que una de las marcas perimetrales se correspondía, más o menos, con el lugar donde se encontraban. ¿Serían las otras tres otros campamentos ninjas?, se preguntaron. ¿Un nuevo intento del shugenja Kamyu Arata de hacerse con Yukikaze?

—Necesitamos saberlo. La vida de Maruyama puede correr gran riesgo y no debido al oni. Okuzaki-sama, ¿a cuál de los otros posibles campamentos llegaríamos antes?

—Al del oeste, Ishikawa-dono. Desandaremos el camino y luego seguiremos por el sendero del santuario. Podemos estar allí poco después de mediodía.

El grupo volvió sobre sus pasos. Akira y Manobu iban de avanzada; Hosoda caminaba junto a Reiko, presto a defenderla, y Saki llevaba los caballos. Cuando se acercaban a la zona marcada en el mapa, extremaron las precauciones. ¡Había tantos árboles y rocas que ofrecían escondrijos! Reiko se obligó a concentrarse y dejar flotar su mente, como había hecho en primavera con su prima Tsuki. Tras varios intentos, reunió a sus hombres con gesto serio.

—Dos están a unos cuatrocientos pasos en aquella dirección. El tercero, algo más lejos, hacia allí.

Antes de que Akira pudiera decir algo, Hosoda Genji intervino:

—Los presentimientos de Reiko-dono son siempre acertados.

El pequeño samurái observó a Reiko largo tiempo. Luego, con una reverencia, sentenció:

—No soy yo quien para dudar de las habilidades de los demás. —Reflexionó unos instantes—. El tercero debe estar de centinela cerca del sendero. Iré a por él. Dadme algunos minutos para que pueda encontrarlo y posicionarme. —Tomó su arco y su wakizashi y se marchó.

Manobu se adelantó para encontrar el campamento. Volvió al poco: lo había encontrado al pie de una gran roca, a la distancia que Reiko había indicado.

—Uno está preparando la cena. Creo que Hosoda-sama podrá encontrar un lugar desde donde dispararle si rodea la roca. Entonces, yo me encargaré del segundo, que está dormido o dormitando.

Lo hicieron según el plan de Manobu. Hosoda subió por la ladera y cruzó por la parte alta de la roca. Al otro lado, una bajada en fuerte pendiente le daba una línea de tiro sobre el campamento. Poco, lo suficiente para cubrir el horno de tierra. Esperó a que el cocinero se acuclillase dándole la espalda para levantarse y apuntar, con cuidado de que el gran arco no rozase en ninguna rama cercana. La flecha salió, con un chasquido y un silbido mortal. El ninja, con el cuello atravesado y la tráquea destrozada, cayó gorgoteando sobre el horno. Su compañero apenas tuvo tiempo de despertarse; antes de que pudiera coger su arma, Manobu saltaba sobre él y lo degollaba. Asegurado el campamento, ambos samuráis corrieron en ayuda de Akira. No era necesario.

El registro del campamento y los cuerpos dio los mismos resultados: mismo clan, mismo mapa misterioso. Ya no les quedaba duda de que Maruyama corría un gran peligro. Akira señaló algunos posibles lugares donde podía haber establecido su campamento el cazador de onis, suponiendo que aún estuviera a la espera de los informes de sus batidores. Sin embargo, era tarde y la noche se les echaba encima, así que decidieron hacer noche en el campamento ninja y continuar al alba.

La noche era fresca y húmeda, por fortuna sin lluvia. El grupo no se arriesgó a encender un fuego, así que se arrebujaron en sus mantas. De madrugada, casi sobrevino el desastre.

Estaba de guardia Manobu, en una oquedad de la roca que le daba una buena vista sobre la parte baja de la ladera y el sendero y le mantenía oculto de lo que vinera de arriba. Le llegó el ruido de un animal grande y su olor nauseabundo. Antes de asomar la cabeza por encima de su refugio, ya sabía lo que iba a ver. El oni, a poco más de cien pasos, escarbando en la tumba improvisada de los ninjas. Era un monstruo alto como una casa, velludo como un jabalí, de piernas cortas y arqueadas y largos brazos como nudosos troncos de árbol. El oni no parecía tranquilo y miraba a su alrededor con unos ojillos crueles y fruncía el hocico, olisqueando. Manobu necesitó de toda su fuerza de voluntad para controlar sus temblores, tomar una de las piedrecitas que había dejado preparadas y tirársela a Akira.

El samurái se despertó al punto. El olor y la mirada de terror del joven Manobu le hicieron comprender lo que pasaba. Alargó el brazo para despertar a Hosoda; innecesario, Genji tenía los ojos muy abiertos, aferraba la vaina de la katana y hacía uso de toda su autodisciplina para mantener la respiración bajo control. Las miradas de ambos se encontraron y se dirigieron al mismo sitio: los caballos, inmóviles de puro pánico, pero en cualquier momento podían relinchar o intentar huir. Akira se levantó en silencio. De un gesto, indicó a su compañero que se ocupara de los demás y se dirigió al extremo de la roca, desde donde se asomó con cuidado. Genji, mientras despertaba a Reiko y a Saki, le vio hacer unos gestos raros con las manos. Un instante después, el ruido de un ciervo asustado corriendo por el bosque se alejaba de la zona donde estaba el oni. Éste, con un gruñido hambriento, echaba a correr en persecución.

Unos silenciosos minutos después, todos (personas, caballos y mulas) se permitían un suspiro de alivio. Sin perder tiempo, levantaron el campamento. Aún faltaban varias horas para el amanecer, pero nadie se atrevía a seguir allí. Manobu, que se había adelantado hasta donde viera al oni, por si tenía que alertar de su vuelta, les llamó con voz queda:

—¡Venid, mis señores, y traed luz! Aquí hay algo que no alcanzo a comprender.

»El monstruo que vi —continuó cuando llegaron los demás— tenía dos patas, más delgadas que las de un oso y dos manos, como de mono o de persona, pero enormes. Sin embargo, las huellas que veo aquí, ¡son de cuadrúpedo!

Akira, el mejor rastreador del grupo, se arriesgó a encender una luz y se agachó donde le indicaba Manobu. Como éste, no pudo ocultar su perplejidad.

—Son huellas enormes, de lobo o de zorro. Y, desde luego, son cuatro. ¿Qué misterio es éste?

—¿Qué o quién puede cambiar la apariencia de un espíritu lobo para hacerlo parecer un oni? —inquirió Reiko.

—No es sólo su apariencia. También su olor y sus sonidos. —Akira esquivó la mirada de Hosoda Genji—. Son ilusiones muy complejas. Y hablamos de un espíritu lobo o zorro, no de un vulgar animal. Tendría que ser un sacerdote o un shugenja de gran poder.

—Nos hemos cruzado con alguien así. ¡A los caballos, mis samuráis! No es Maruyama su objetivo. Sus planes son más profundos.

Sakura, un cuento de Lannet, 1×07. Con Hosoda Genji (Menxar), Ishikawa Reiko (Charlie) y Manobu Raiden (Norkak).

Primera parte de la sesión de tarde, una partida de la que salí muy satisfecho. Una aventura importante de la campaña, que podía jugarse o no dependiendo de los jugadores (que tenían todos los motivos para no meterse en el berenjenal). El campamento de los ninjas y el mapa de papel de arroz no existían hasta que Norkak los buscó. Ahora lo llaman «Narración compartida» y hay juegos cuyo reglamento se centra, precisamente, en reglar eso. Para mí siempre ha sido el lenguaje de los juegos de rol. Es como entiendo que debe ser y no necesito ese tipo de reglas para domar una historia: sólo agarrarme a su cuello y dejarla galopar.

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