El Ícaro — Un día cualquiera

El sol de la mañana pegaba con fuerza en la ladera del Pico del Grifo, la gran mole que cerraba por poniente el valle de Nidik. Invisible salvo para el águila de mirada más aguda, una leve espiral de humo marcaba el sitio donde el artillero Sorensen fumaba su pipa intentando no dormirse. Estaba en un escalón de piedra, restos de un antiguo derrumbe, protegido por un murete. Del escalón un sendero descendía hasta los bosques. Era un sendero abierto por animales y ahora ensanchado, con pasarelas para salvar los desniveles y guías en los puntos más difíciles. Un camino peligroso que apenas permitía el paso de las mulas y que, por fortuna, aún no se había cobrado ninguna víctima.

Sobre el escalón se abría una brecha en la montaña que daba acceso al pozo de escaleras y ascensores que, en su día, unió los niveles superiores de la ciudad atlante con el bulevar inferior. Ahora estaba cortado unos pocos tramos por debajo de la brecha, pero hacía arriba, tras ochocientos metros de subida, se salía al Valle del Ojo por la estación de Hidroponía o, cogiendo el túnel de metro a la izquierda, se llegaba hasta la propia base del Ícaro.

Era un camino horrible: de dos a cinco kilómetros por túneles de metro y pasillos en total oscuridad, pasando por los ahora vacíos nidos de las blatodeas; luego, las interminables escaleras, salir al exterior, seguir aquél sendero infernal más allá de los bosques, hasta los campos de cultivo y, desde allí y ya por camino de herradura, llegar a Nidik. 10 kilómetros a vuelo de pájaro, 1.500 metros de desnivel, casi una jornada cuando tocaba subir. Y, en medio, ese escalón de piedra convertido en los ojos del Ícaro sobre Nidik y en su primera línea de defensa: un muro bajo, un mosquete pesado y tres hombres.

Tres días de guardia interminable. Luego, dos de «descanso» en la base, ayudando en la cocina o despejando salas o Dios sabe qué. Tres días más de infierno oscuro patrullando los túneles del metro, con especial atención a los otros dos pozos de bajada que conocían, el que llevaba al nido de elementales oscuros y el que, desde la zona del reactor nuclear (fuera lo que fuese aquello) y a través de escaleras con tramos derrumbados, túneles semi-inundados y conductos de ventilación, llevaba hasta la Vía MacLellan. En ese turno, por lo menos, dormías en la base. Luego tocaba sobre la Garganta del Diablo, donde habían construido un complejo sistema de andamios, poleas y pasarelas para salvar la pared y poder bajar hacia Caer Dubh, otros tres días. Y, por fin, una semana de permiso en la base o en Nidik, donde al final te tocaría pringar con lo que fuera. ¡Qué bien vivían los que salían de misión, visitando lugares exóticos y conociendo hermosas mujeres!

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El ingeniero Anderson, ala izquierda, se secó el sudor de la frente. La reconstrucción de la muralla de Nidik avanzaba lentamente. El derrumbe de las catacumbas les había obligado a hacer nuevos cimientos y la mano de obra era escasa. La ciudadela había perdido más de un tercio de su población durante el ataque de la Máquina. No había familia que no hubiera sido afectada. Y también estaba la muerte de su rey y la pérdida de la supremacía militar. En las últimas semanas los ataques desde Cahul y desde los nobles del sur habían sido cada vez más numerosos. También se decía que venían menos comerciantes que otros años. El desánimo y la apatía habían hecho presa en los habitantes del valle y cada vez eran más los que culpaban de sus desgracias a los expedicionarios del Ícaro. Notaba la hostilidad cada mañana, cuando pasaba por la plaza camino del palacio real.

Estaba cansado. Llevaba en Nidik desde primavera, moviendo piedras y bregando con aquellos bárbaros, mientras sus compañeros cacharreaban con tecnología atlante. No era justo.

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El becario chillaba como un cerdo en el matadero mientras intentaban restañarle la herida. La patata que le había arrancado media mano yacía al otro extremo del pasillo, aplastada. «Patatas bravas», las llamaban, jocosos, el equipo de limpieza de Wissenschaft. Pero los muy capullos se lo habían tomado a la ligera y en lo que llevaban de mañana ya se habían topado con dos tomates (por fortuna pequeños) y la patata. No sabía qué significada «hidroponía», pero debía ser algo infernal.

«Encárgate tú, que tu familia tiene tierras». Y jornaleros para trabajarla, maldita sea. Y las lechugas no quieren comerte las piernas. Aquí quería ver al profesor Callahan, el muy quejica.

Dedicado a los sufridos pnjs que hacen las labores sucias y aburridas mientras los pjs se van de parranda.

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