Un bulevar atlante recorría el subsuelo del valle de Nidik, desde los pies del macizo central hasta la costa: un paseo, ajardinado en su época, dos calzadas con raíles de acero bajo una bóveda de cinco pisos de altura. Edificios de tres y cuatro plantas, algunos tallados en la misma roca, otros construidos en la caverna: viviendas, tiendas y lo que parecían escuelas, laboratorios, comedores… Casi todos se agrupaban en torno a la colina donde se levantaba la ciudad de Nidik. En tiempos, allí estuvo la principal entrada al complejo, con un amplio hall y escaleras mecánicas y ascensores. Generaciones de pobladores posteriores habían levantado su ciudad sobre dicha entrada, que había quedado sepultada por los sedimentos y las distintas estructuras.
Los expedicionarios del Ícaro habían descubierto la entrada meses atrás, durante el ataque de la Máquina, bajo las catacumbas del palacio real. En el pasado, otro pueblo había erigido un pozo de sacrificios sobre el hall, cubierto ahora de huesos descarnados, pero ese día el pozo les salvó la vida, a ellos, a Starnia y a muchos habitantes de Nidik. No eran los primeros en entrar en el complejo: el posadero local y contrabandista Ostakker Tres Cicatrices tenía su propia ruta de acceso, cruzando los cimientos de la ciudad hasta unos conductos de ventilación y luego, a través de un estrecho túnel excavado tras un antiguo derrumbamiento, hasta el puerto de Nidik. Una ruta segura para sus mercancías y que salvó su vida y la de Ffáfner, el ingeniero de minas.
Tras el ataque de la Máquina, los del Ícaro reclamaron el control del bulevar y varios equipos revisaron las ruinas. Hacia la costa, el bulevar terminaba en unas grandes puertas cerradas con una cerradura tecnomágica, justo al norte de las cuevas que formaban el puerto de Nidik. El profesor Jason Callahan llegó a teleportarse al otro lado de las puertas, para volver con el rostro blanco como la leche. En su informe habló de instalaciones portuarias con varias naves en aparente buen estado, protegidas por droides de combate que se activaron ante su presencia. Los droides se estaban convirtiendo en una presencia común y molesta en las instalaciones atlantes y el mando del Ícaro tardó en enviar una expedición.
Fue tras la muerte y resurrección del capitán Paolo, cuando se concretaron las misiones para el mes de agosto. Le tocaba, por ser su campo, al capitán de corbeta Rayner Lute, pero se excusó por ser su presencia más necesaria en la base, y le tocó al ingeniero Max Powell. Como escolta le asignaron a Zoichiro, el hosco duk’zarist de Wissenschaft. Se decidió a última hora incluir en el grupo a un arqueólogo que pudiera ayudar a Powell y se ofreció voluntaria Sassa Ivarsson, la estudiante de posgrado rescatada en el desierto de Salazar, para alivio de los profesores y doctores (¿para qué arriesgarse, decían, habiendo estudiantes y becarios?).
El grupo, tras hacer noche en Nidik, llegó a las puertas. Powell no tuvo problemas para forzar la cerradura. Ante ellos se extendía el puerto atlante en todo su esplendor. Una gran base que se extendía más de un kilómetro hacia el norte y se introducía profundamente bajo las montañas que separaban el valle de Nidik de las tierras de Cahul. La pared exterior, de vidrirroca, les ofrecía una vista privilegiada del gran valle de Entreaguas, 3.000 metros por debajo. Como esperaban, los droides se activaron, pero fueron eliminados sin demasiados problemas.
—No defiendo, confío en el escudo de Powell.
—No le protejo, que me revientan el escudo.
—¿Eh?
Mientras Zoichiro aguantaba el dolor de su pierna destrozada, Sassa y Powell exploraron el puerto. Había en él varias aeronaves en aparente buen estado. Incluso vieron un gran buque de guerra, medio destripado. Estaba equipado con acumuladores de zeón similares (tecnología aparte) a los que montaba el Ícaro, que habían sido medio extraídos del casco. Una serie de tubos y cables unían los acumuladores con una estructura tras la sala de control, pero no llegaron hasta ella. Zoichiro, una vez regenerada la pierna, fue en su busca y los encontró desvanecidos en la sala de control. La proverbial resistencia de los duk’zarist no fue suficiente: al intentar sacarlos sufrió un mareo y cayó también inconsciente.
Para despertar ante el persistente sonido de una alarma en una cama desconocida, en un cuerpo desconocido. Tras el pánico inicial, el grupo comprobó que estaban los tres juntos, como una familia: Zoichiro como el padre, Sassa en el cuerpo de la madre y Powell en el del hijo adolescente. Fueron unos minutos de estrés, lidiando con la extraña ropa, con una joven hablándoles sin verles en una gran pantalla, mientras un vecino llamaba insistente a la puerta.
—¡Esto no puede ser una falda! Sólo llega hasta las rodillas. ¡Se me ven las piernas! ¿Y esto? Son zapatos de hombre, tienen tacón.
Entre el vecino y la rubia de la pantalla supieron que estaban en Última, ciudad atlante, y que la Máquina estaba atacando. Al salir del edificio se encontraron en el bulevar bajo Nidik, pero en todo su esplendor: lleno de luz, con plantas verdes, tiendas, tranvías… La alarma seguía sonando y la gente corría hacía el interior de la isla. Arrastrados por sus vecinos, pasaron frente al gran hall de entrada, donde los militares levantaban barricadas. Llegaron hasta el anillo de metro inferior, de donde arrancaban las escaleras y ascensores que llevaban a la Ciudadela, en el Valle del Ojo, 1.500 metros por encima. Un largo camino interrumpido por una gran explosión: grandes bloques de hormigón se desplomaron de los niveles superiores, cortándoles el paso.
—¡Esos malnacidos! Los explosivos sólo debían detonarse como última defensa, cuando estuviéramos todos arriba. Nos han arrojado a la Máquina —exclamó el vecino.
Cumpliendo su premonición, en pocos minutos varios drones y un tecnócrita los alcanzaron. Sin sus poderes, armados con palos, presentaron triste resistencia y murieron.
Para despertar ante el insistente sonido de una alarma, en una cama ya no tan desconocida y volver a enfrentarse a su particular día de la marmota.