En el siglo XXXII la Atlántida era un conglomerado de grandes ciudades, fábricas, pueblos turísticos y mineros y minas y canteras semiagotadas. Doscientos años de progreso sin medida habían acabado con el equilibrio ecológico de la isla continente. Quedaban pocos bosques, malamente protegidos frente a una corrupción galopante, y la producción agrícola y ganadera se había trasladado al continente. Las pequeñas parcelas familiares que, durante dos mil años, habían sido la base de la subsistencia atlante, habían sido abandonadas por falta de rentabilidad, siendo urbanizadas o convertidas en terreno baldío. La Atlántida basaba ahora su riqueza en la producción industrial y los servicios.
La Arcadia, el dominio continental del Imperio Atlante, había visto como sus ciudades portuarias se fusionaban en una gran urbe. Hacia el interior, granjas y pequeños pueblos salpimentaban los grandes latifundios que alimentaban al Imperio. Al norte, las montañas más allá de Los Estrechos eran explotadas por las grandes corporaciones mineras.
Más hacia el interior se extendían las Grandes Praderas. Un mar de hierba nacido del Gran Glaciar Continental y cuya altitud, en muchos casos, era inferior al nivel del mar. Al sur, una línea de colinas, la morrena terminal del glaciar, protegía las praderas del océano. La parte oriental estaba habitada por un pueblo humano de pastores seminómadas que practicaban, además, una agricultura de subsistencia. Los mandatos de no intervención en otras culturas inculcados por los Primeros Dioses habían calado tan hondo en la sociedad atlante que, incluso en esta época, el Imperio no se había expandido por las praderas y los contactos con este pueblo primitivo se reducía al trueque de productos del búfalo por ropas y herramientas.
Un gran maremoto en esas costas a finales de siglo hundió parte de la corteza continental sobre la que se asentaban estas colinas, provocando además derrumbes y corrimientos de tierra. El tsunami posterior salvó la protección de las morrenas e inundó miles de kilómetros cuadrados de las praderas. Las aguas no se retirarían del todo, convirtiendo grandes extensiones de terrenos en ciénagas y marismas salobres.
El desastre ecológico provocó migraciones masivas entre los habitantes de las praderas. El Pueblo de las Praderas emigró hacia las tierras atlantes, pero no fueron los únicos: las Naciones Élficas orientales los siguieron. Aquél fue el primer contacto con no-humanos del Imperio Atlante.
Mientras que el Pueblo de las Praderas se adaptó bien a su nuevo mundo, asentándose casi todos en las granjas y pueblos agrícolas y perdiendo, de paso, sus señas culturales en poquísimo tiempo, los elfos formaron comunidades aisladas desde el principio. El shock cultural por ambos lados fue demasiado grande y se acentuó cuando los atlantes descubrieron que los elfos tenían poderes sobrenaturales, algo que rompía completamente su visión del universo.
Los experimentos comenzaron pronto. Primero, auspiciados por el Estado y las Universidades públicas y con el consentimiento de los elfos implicados. Pero la tentación del poder fue demasiado fuerte y algunas grandes corporaciones crearon laboratorios secretos donde internaron a elfos secuestrados y experimentaron con ellos sin ningún control ni límite.
En algún momento, ya fuera porque alguna de las víctimas escapara, ya porque la información fuese filtrada, los elfos se enteraron de la existencia de uno de estos laboratorios y lo asaltaron. Al descubrir los horrores que ocultaba, se volvieron locos de rabia. Todos, sin excepción: los que vivían en las reservas, los que mendigaban borrachos en la Arcadia, los que trabajaban en las granjas. Los elfos siempre han sido un pueblo belicoso y orgulloso y el tiempo pasado con los atlantes no había doblegado su carácter.
Por el contrario, el idioma atlante carecía del concepto «guerra». No disponían de ejército o armas más allá de las porras de la policía. No sabían luchar ni consideraban las herramientas otra cosa que útiles de trabajo. Los elfos disponían de sus arcos, aquellos de las reservas que aún los conservaban, y de hachas y cuchillos de buen acero atlante. De caballos. Y, por supuesto, de magia.
Como un martillo vengador cayeron sobre la urbe de la Arcadia a sangre y fuego, asesinando sin piedad. En una orgía de destrucción que cubrió las calles con ríos de sangre y dejó los edificios llenos de cuerpos clavados y destripados. La conmoción y el pánico cundieron en todo el Imperio ante las impensables escenas que se producían. El gobierno, incapaz de frenar la ola de destrucción, envió barcos para evacuar a los habitantes de la urbe, pero tras ser hundidos por los chamanes elfos, tuvo que abandonar a su suerte a los habitantes del continente.
La locura sanguinaria duró varias semanas. Cuando parecía remitir, el descubrimiento de un nuevo laboratorio la hacía bullir de nuevo. La caza del humano, en todas sus vertientes, acabó con más de dos tercios de la población de Arcadia, más de 8 millones de personas, aun cuando los elfos no eran más que unas pocos decenas de miles. Otros muchos morirían de hambre y enfermedades en las semanas y meses siguientes.
Los elfos no se calmaron hasta las primeras nieves. Se organizaron como una única nación, englobando a las antiguas tribus. Las granjas, que no habían sido tocadas durante la revuelta, les proporcionaron alimento. Ingenieros atlantes capturados fueron obligados a mantener en funcionamiento los aerogeneradores, las plantas solares y otros elementos tecnológicos, como material hospitalario y vehículos. Con el resto de la población capturada los elfos hicieron como siempre habían hecho: usarlos como esclavos. Los sobrantes serían vendidos en las lejanas tierras del oeste, a los elfos, a los enanos y a otros pueblos, en un lucrativo negocio que duraría muchos años.