Habíamos dejado el asunto tras vivir mil peripecias en las Tierras Altas del Sur. La fortaleza de Minas Anghen era un yacimiento arqueológico de primer nivel, con sus libros y objetos que podían darles mucha información sobre el mundo en el que se encontraban. Por ello se había quedado allí el SG-3 del teniente White hasta ser relevados por un equipo científico al mando del doctor Stobart, con un destacamento de Wissenchaft al mando de Frederick como escolta.
El resto volvía a Ynys Mawr a bordo del Albatros Dorado, la nave del rey de Nidik que la regente Starnia había cedido a los viajeros del Ícaro. Tenía siete tripulantes y llevaba a los SG-1 (Paolo, Renaldo y Sassa), SG-3 (White, Su Wei y Callahan), SG-5 (Ivanova, Grabié y Shinmei) y SG-6 y un pesado cargamento de provisiones y bienes que habían obtenido los SG en sus respectivas misiones.
Un viaje que estuvo a punto de acabar en tragedia cuando, en mitad de una noche tormentosa, una isla volante surgió de las nubes. El teniente White tomó rápidamente el timón del barco y, con la ayuda de la magia del hermetista Callahan, logró sobrepasar el borde de la isla y hacer un aterrizaje de fortuna en su superficie. La tormenta rugía alrededor de la isla y la fuerza del viento era tal que hacía imposible que el barco pudiera abandonarla de una pieza, pero en la isla no se movía una hoja y todo estaba cubierto por un manto impenetrable de niebla. Era una tormenta innatural, informaron los hechiceros de la expedición. Tan innatural como el bloqueo que apantallaba los poderes mentales y les impedía establecer contacto con la base o con Minas Anghen, apantallamiento que sólo habían encontrado, y mucho más débil, alrededor del Valle del Ojo en Ynys Mawr, donde se habían estrellado seis meses atrás, y que creían debido al núcleo de claudia de la isla.
—Echaremos un vistazo. White, usted vaya por la derecha, nosotros tomaremos la izquierda —Paolo le tiró al oficial de derrota uno de los comunicadores atlantes—. Contacto cada quince minutos. Ivanova, establezca un perímetro defensivo alrededor de la nave.
El SG-1 avanzó siguiendo la línea de la costa hasta que el terreno comenzó a elevarse, volviéndose demasiado abrupto y resbaladizo para continuar el ascenso con seguridad con aquella niebla, así que se dirigieron hacia el interior de la isla. Pronto una serie de cuerdas atadas a árboles y arbustos les cortó el camino. Formaba una línea que bajaba desde lo alto de la montaña y se perdía en el bosque. Cuando Renaldo movió la cuerda, entre los árboles sonó un glong-glong, seguido de otro, y de otro más. Los miembros del equipo se miraron entre sí y siguieron la línea de cuerdas ladera abajo hacia el valle.
Habrían avanzado un cuarto de kilómetro cuando una flecha se clavó delante de ellos. Por si el aviso no quedaba claro, la siguieron otras dos. No les cogió por sorpresa porque Sassa Ivarsson, telépata de primer nivel, había captado sus mentes un rato antes: una docena de jóvenes entre 12 y 18 años, vestidos con sencilla túnicas hechas de fibras vegetales y mocasines de piel de conejo y armados con arcos cortos. Salieron de entre los árboles tras los avisos, al dejar claro el SG-1 que no eran una amenaza, aunque Paolo también dejó claro que a ellos nadie les amenazaba, al quitarle de un manotazo el arco a un chaval y darle una tunda en el trasero después de que éste le pinchara con la flecha.
El SG-1 despertó la curiosidad de los recién llegados: la majestuosidad del capitán Paolo (y quizás sus prematuras canas), la gigantesca estatura de Renaldo y las voluptuosas curvas de Sassa atraían miradas y cuchicheos, mientras ellos intentaban entenderse con el cabecilla del juvenil grupo.
—Creo que hablan un dialecto atlante, pero no entiendo las palabras —No en vano la joven llevaba meses estudiando la lengua atlante con el profesor Forgen, en especial desde que descubrieran las grabaciones de audio—. Fíjese en su chuchillo, capitán: la empuñadura es tosca, pero la hoja parece tallada de una pieza de maquinaria.
A base de gestos y paciencia lograron presentarse y que el grupo de cazadores los llevara a su poblado. Éste consistía en una veintena de viejas cabañas de madera y piedra repartidas entre los árboles, con algunos establos, cobertizos y graneros. Pese a lo avanzada de la hora, muchos de los aldeanos salieron a recibir al SG-1: críos chillones que se les metían entre las piernas, muchachas de catorce o quince años con bebés en brazos, adolescentes de ambos sexos con mirada entre curiosa y temerosa… pero ningún adulto. Todos parecían bien alimentados y gozar de buena salud, cicatrices y miembros faltantes aparte. En los corrales vieron gallinas y cerdos y vacas de pequeño tamaño.
El joven que los escoltaba los guio hasta una cabaña mayor que las demás y situada en un aparte, entre dos majestuosos pinos, donde aguardaba un hombre joven, de la edad de Sassa, delgado y de rostro redondo. Su ropa estaba hecha con la misma mezcla de pieles, cuero y fibras vegetales que la de los demás, pero más recargada. Colgaba de su cuello unas gafas con la montura rota y llevaba un majestuoso báculo coronado por un cristal del tamaño de una nuez y con aspecto quemado. El joven intercambió unas palabras con el guía e hizo pasar al grupo del Ícaro al interior de la cabaña, invitándoles por gestos a sentarse alrededor del hogar y sirviéndoles sendos cuencos de una espesa sopa que se cocía en un caldero de cobre. Cuando estuvieron todos acomodados, empezó a hablarles. Sassa lo interrumpió e intentó comunicarse con él escribiendo palabras y letras atlantes en el suelo. El joven reconoció algunas y, así, apoyándose en la escritura, Sassa pudo hacer de intérprete.
—Es Aus Ah Amin, capitán, el Amin de los LahIx… Ellos… Los habitantes de la isla. Debe de ser su jefe o chamán, o las dos cosas. El chico que nos ha traído es Net Ah Hamish. Es el Hamish… ¿Aumentativo? ¿Gran Hamish? Espera… ¿Haumisher, matador? ¿El que más mata?… Creo que el jefe de cazadores o algo así… Dice que vamos a morir. No es una amenaza, está sorprendido. Sorprendido de que sigamos vivos. ¿Por qué? Dice que los mayores… los adultos… matan, no, se vuelven locos y matan a sus familias y allegados.
El capitán Paolo los cortó al sacar el intercomunicador.
—¡Ivanova, informe! ¿Alguna novedad?
—¡Ah, capitán! Hay algo rarro en el ambiente —La dalense arrastraba las erres como su compatriota Dragunov—. El profesor McKenzie ha intentado arrancar la cabeza al Grrabié de un morrdisco, pero se recuperrará —McKenzie era el entomólogo de la expedición, un hombrecillo menudo que rozaba los sesenta años y al que sólo excitaban las mariposas.
—Hay algo que afecta a los adultos —La puso al corriente de lo que sabían—. Mantenga bajo vigilancia a los mayores, en especial a la tripulación del barco, y no dude en atar a cualquiera con un comportamiento sospechoso. Tenga especial cuidado con las armas de fuego.
—¡Sí, capitán! Perro —Su voz sonó preocupada—, ¿qué ocurre con el teniente White, señor? Tiene cuarrenta años.
Un pinchazo fantasma recorrió la pierna del capitán Paolo, allí donde las agujas de White la habían mordido. El teniente White, uno de los tipos más letales del dirigible… Debían abandonar la isla antes que de aquello pasara a mayores.
—Sassa, debe haber algo que provoque ese comportamiento. Quizás haya una base atlante, unas ruinas o algo. Pregúntele.
Había. En el centro de la isla, unas piedras verticales. Cuando los LahIx empezaban a sentir la locura, se tiraban por los acantilados o iban a esas ruinas a morir. Pero cuando pidieron a Aus Ah Amin que les llevara a aquellas ruinas, el muchacho se negó en redondo.
—¡No, no! ¡Aún no es mi hora!
—Yo les llevaré.
La intromisión los cogió por sorpresa. Una chica pecosa y de ojos despiertos había salido de la parte trasera de la cabaña, separada por una gruesa cortina.
—Yo les llevaré —repitió—. Parecen fuertes, seguro que no me pasa nada. Y así quizás sepamos por qué. Por qué la locura, por qué las nubes eternas.
El capitán Paolo se dio una palmada en la rodilla, satisfecho, y se puso en pie, urgiendo a Renaldo a dejar el caldero de cobre. Mientras salían de la cabaña, volvió a coger el intercomunicador.
—¡White, responda! —La estática crepitaba y zumbaba, haciendo difícil oír nada—. En el centro de la isla hay unas ruinas que pueden ser la clave de todo. Vamos hacia allí con un guía. Reúnanse con nosotros allí, pero no hagan nada hasta que lleguemos.
El teniente White musitó apenas un «Comprendido». Estaba en la linde del bosque. Ante ellos se habría un claro coronado por varios círculos concéntricos de grandes piedras verticales. 32, contó en el círculo más externo, varios pares de ellas unidas por losas horizontales formando trilitos. Casi comidas por la hiedra, pero se veía como varias losas habían perdido parte de su recubrimiento de piedra, mostrando el hormigón armado de su interior. Como en Ynys Mawr, donde estrellara el Ícaro meses atrás. Y como en el puerto que habían encontrado en esta misma isla unas horas antes.
Pero ahora mismo no le preocupaba demasiado la estructura megalítica, ni los rayos que caían sobre ella, ni el Fuego de San Telmo que saltaba entre sus agujas, ni el ojo de tormenta situado sobre los círculos, a través del cual veía algunas estrellas. Lo que de verdad le preocupaba era la cara de Callahan, mirando al infinito con los ojos muy abiertos y la cara congelada en un rictus de terror asombrado. White no estaba muy versado en las artes arcanas, pero si un mago versado y capaz como Callahan tenía esa cara, algo terrible iba a pasar.
—Paolo viene hacia aquí. Demos una batida por los alrededores mientras llega.
Con pauso cauto se acercaron a uno de los trilitos. El crepitar de la electricidad estática se volvía audible. El mullido lecho de hojas que era el suelo amortiguaba sus pasos, con el ocasional chasquido de una ramita al romperse. Y lo que no eran ramas, comprobó White, que no dijo nada a sus compañeros para no alarmarlos. Aquello era un inmenso osario. Cuando estaban junto al trilito, oyeron un chasquido metálico y una gran forma se destacó entre las piedras. Un golem metálico atlante, un androide de combate y vigilancia. Ahogó una maldición: ya se había enfrentado con uno de ellos y hasta Zoichiro había tenido problemas.
—Yo encargar —exclamó Su Wei—. Necesitar tiempo. Entretener.
La shivatense concentró su ki interior, preparando su técnica secreta Volgarath, pero necesitaba unos preciosos segundos para completarla. White sacó varias largas agujas sin mucha decisión. Su proverbial puntería y su esencia venenosa se le antojaban poco útiles contra semejante ser de metal. Callahan decidió lanzar una descarga mágica. No esperaba siquiera quitarle la hiedra que le cubría el torso como una toga, por lo que en lugar de usar sus reservas mágicas decidió tomar la magia del ambiente, lo que le permitía hacer efectos menores sin esfuerzo. Estiró los dedos lo que pudo, musitó el conjuro y todo estalló.
White se levantó, apoyándose pesadamente en el tronco caído tras el que se había cubierto. Aún le flotaban manchas negras ante los ojos. Una fina nieve metálica caía del cielo, pero no había rastro del gólem. Su Wei se levantó a su lado, con la trenza suelta y una risa nerviosa. Entre los dos ayudaron a Callahan a levantarse. El galense tenía las ropas destrozadas y los ojos inyectados en sangre; le humeaba el pelo erizado. Balbuceaba incoherencias mientras miraba sus manos ensangrentadas: había perdido varias uñas. Le llevó un rato recuperar la compostura.
—N-no he visto tanta magia ambiental en mi vida. Si pusiéramos todos los acumuladores del Ícaro a descargar ni nos acercaríamos a lo que tenemos aquí. Lo que la genera estará en el centro de la estructura, sin duda.
Siguieron los tres, con más cuidado. Su Wei y Callahan iban en cabeza por si aparecía otro gólem. Cruzaron el anillo exterior y un segundo anillo, formado por 16 grandes piedras. El crepitar venía acompañado de un zumbido molesto. Había menos hierba y hojarasca en el suelo para ocultar el osario: huesos de animales y huesos humanos, amontonados durante siglos. En el centro encontraron un pozo, una abertura cuadrada. Estaba rodeada por el tercer y último círculo, formado por cuatro trilitos. Bajo uno de ellos había otro pozo, pequeño, de poco más de tres metros de profundidad. Estaban preguntándose su motivo cuando, con un chirrido metálico y un ruido de poleas, el suelo bajo los otros tres trilitos se levantó, surgiendo de la tierra tres gólems guardianes más. White, que estaba a la espalda de uno de ellos, recordó que el estudio que hizo el ingeniero jefe Rayner Lute de los gólems de la base del Ícaro se mencionaba un punto débil, un hueco en una articulación que daba acceso al sistema de control. Un blanco casi imposible incluso para su maestría con las agujas: las dos primeras rebotaron inofensivas contra la coraza, pero la tercera seccionó los cables de control y el gólem se apagó. El segundo corrió similar suerte, mientras Callahan despachaba al tercero, dejando sólo unas piernas humeantes.
White se sacudió el uniforme blanco. El sudor perlaba su piel negra como el ébano. Echó un vistazo al pozo, que parecía el de un antiguo montacargas, perdido tiempo ha. Ya había tenido bastante. Le gustaba el trabajo de campo, pero aquel sitio le ponía la carne de gallina y no le apetecía encontrarse con más gólems guardianes en un subterráneo, sin espacio para moverse. Hasta él sabía cuándo cumplir las órdenes. Además, llevaba tiempo doliéndole la cabeza.
—Ea, salgamos y esperemos a Paolo.
Como contestando a sus palabras, a lo lejos se oyó el eco de una explosión.