La maldición de los personajes que me hablan

Suele costarme varias sesiones el que mi personaje me hable y me cuente cómo es. Incluso habiéndolo planificado con tiempo (historial, ambiciones, rasgos de personalidad), puede ocurrir que pida otra cosa y el tipo taciturno y serio se convierta en un juerguista burlón y cruel o, como me pasó en la última campaña de D&D, pasarme sesión tras sesión frustrado y jugando en automático porque el maldito enano no me decía nada (aunque, cuando por fin habló, fue muy divertido).

Hay veces que es al contrario: desde el primer momento el personaje me cuenta cómo quiere que lo lleve (o me lleva él a mí) y la frustración viene porque ese personaje no vuelve a jugar. La maldición me persigue: el oficial científico de Mega-Traveller (1 partida), el clérigo haradrim de Rolemaster (1 partida), el niño pijo de Mechwarrior (sin estrenar), Hrothgar

El domingo conocí a Jason. El concepto de bardo bueno-para-nada no es nuevo para mí y lo abordé varias veces en mis tiempos con AD&D y MERP. La idea de llevarlo a Ánima se me ocurrió un rato antes de la partida y terminó con un reparto de puntos un tanto peculiar. Lo terminé, li miré y dije «¿y yo qué hago con esto?». Y Jason, trovador zíngaro burlón, truhán de buen corazón y pies ligeros, me habló y fue como si nos conociéramos tiempo ha.

A ver si esta vez se rompe la maldición y puedo disfrutar de su compañía.

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