El verano de Jacques Lafleur fue movido. Como seguía con la cabeza puesta a precio por el conde de Malache, por el duelo con su hijo en Dupois, en primavera, contrató a un par de guardaespaldas para librarse de celadas. Esto disparó los rumores sobre su falta de bizarría en los mentideros de Chaville, donde no se conocían los detalles de la historia, y terminó resolviéndose, como no podía ser de otra forma, con un reguero de duelos que dejaron varios heridos, incluyendo a su hermano Julien, y un muerto.
Tras disfrutar de los cumpleaños de Michel y Colette, quiso corresponderles con una fiesta. Fue a invitar a su amiga Véronique, con la que no había contactado desde invierno, y se encontró con una desagradable sorpresa: llevaba desaparecida unos días. Como los padres no fueron muy comunicativos (su fama le precedía), acudió a un amigo común, habitual compañero de francachela: Bastien Morel.
Bastien Morel lo recibió en casa de sus padres, sentado en un mullido sillón. Le habían dado una paliza de muerte. Las noticias no fueron halagüeñas. A Gaspard Mallet, otro de la pandilla y un más que decente pianista, le habían roto los dedos el mes antes. A Rémy Milhaud se lo había tragado la tierra. Tipos embozados, puños de hierro y muchas preguntas sobre una noche en concreto.
—La última vez que salimos juntos, que fuimos al teatro y en la tercera hora nos salimos porque había un pesado rondando a Véronique. Pero nos siguió con sus amigos y nos alejó de ella. Bueno, no nos atrevimos a enfrentarnos a ellos, porque reconocimos al vizconde de Boussac. Que, además de un capullo, pertenecía a la Orden de Justine y esos malditos tiran demasiado bien. Tú ni te darías cuenta, porque ibas delante con Ysabel. Aunque supongo que la guardia te preguntaría igual que a nosotros, después de que apareciera Boussac cosido a puñaladas.
—¿Sus amigos, buscando venganza sin ton ni son?
—Lo he pensado. No creo. Por lo menos, no los que estaban con él esa noche. ¿Te acuerdas de Tristam, el alto picado de viruela? Lo sacaron del río en mayo.
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Llegó septiembre y con él, el baile de presentación de Julie Lafleur. Nada más había averiguado Jacques, ni sobre el paradero de Véronique, ni sobre los atacantes de Bastien y de sus otros amigos. Eso sí, quien quiera que fuese, había empezado primero por los amigos de Boussac: los que recordaba Jacques habían aparecido muertos en primavera, mientras él estaba fuera.
—Quien sea, a estas horas ya sabrá que tú mataste a Hugo de Boussac —dijo su hermano, cuando le contó el asunto.
—Sólo lo sabe Véronique y ella no hablará.
—Ella ya habrá hablado, como tus amigos antes que ella. Si hay suerte, la tendrán retenida en alguna parte. Si no… —Meneó la cabeza.
Jacques se sentía seguro con sus guardaespaldas y Julien confiaba en sus habilidades, pero, temiendo un posible atentado durante el baile, reforzaron la seguridad de la casa y pusieron sobre aviso a Michel, para que les echara una mano.
Esto lo hicieron el mismo día del baile, que Michel se pasó por la mañana a saludar. Lo invitaron a comer, para sorpresa y disgusto de los padres. No era para menos: era el día de su hija, que todos sabían enamorada (con ese primer enamoramiento de la adolescencia) de Michel, y los señores Lafleur no lo querían de pretendiente. Michel se descartó de esto de una forma grosera, al contar de forma directa a la muchacha que lo miraba embelesada que se estaba viendo con Chloé de Carbellac.
La tormenta fue inmediata. La muchacha se encerró llorando en su cuarto, sin querer saber nada del baile, y los padres estuvieron bien cerca de poner a Laffount de patitas en la calle.
Por fortuna, no llegó la sangre al río y los dos hermanos pudieron tranquilizar a su hermana y a sus padres.
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Fue una fiesta digna de una familia de larga historia. Casi dos centenares de invitados, casi todos de Chaville y de Dupois, con muchos jóvenes varones de dieciséis a veintipocos años. Acudió Fortune de Averne, posiblemente la mejor espada de Chaville. También uno de los apuestos hijos del conde de Dupois y el barón Franz d’Èpines, contando sus últimas aventuras en las sabanas de Kashmir. Por supuesto, Colette y Noel y Michel, que se mantuvo lejos de la vista de los señores D’Aubigne.
La visita más inesperada fue la del vizconde de Morcef, y no porque le conocieran, sino porque vino acompañado del vizconde de Bergader, que llegó, lo dejó, presentó sus respetos y se fue. Resultó ser sobrino tanto de Bergader como de Liliane Trouvé, lo que despertó inmediatas suspicacias. Por lo menos, entre Julien, Jacques y Michel, que se desdoblaban para vigilar a los cocineros, a los camareros, a los músicos y a los invitados. A Colette y Noel nada contaron y los dejaron disfrutar de la fiesta.
No hubo ningún asalto o atentado; Colette fue cortejada por el hijo del conde de Dupois y Morcef y D’Épines compitieron por el último baile de Julie. Lo ganó D’Épines, porque se metieron por medio sus hermanos y Michel y Morcef terminó su noche con el traje bañado en vino. Jacques bailó también con su hermana y tuvo una visión extraña, que se fundió con el salón de baile. Estaba con una joven de rasgos innaturales: mentón afilado, pómulos muy marcados, orejas largas y acabadas en punta. Una joven con una belleza extraña. Estaban agarrados como en un baile, como él sostenía a su hermana. Y la sorpresa aparecía en los ojos de ella. La sorpresa y el dolor. Y él, es decir, el tipo de su visión, apartaba la mano derecha del costado de ella, mostrando un chuchillo de hoja negra manchado de sangre clara. Volvió en sí aguantándose las náuseas y vio que su hermana lo miraba con horror, llevaba su mano al costado, allí donde la había visto apuñalada, y retrocedía, como huyendo de él. Jacques salió al jardín a tomar el aire y no volvió en un buen rato y Julie también se retiró por más de media hora. Muchos se dieron cuenta del extraño comportamiento de los dos hermanos, pero los más cercanos sabían que se llevaban como el perro y el gato, así que lo achacaron a alguna impertinencia dicha por Jacques y lo olvidaron cuando Julie volvió al baile.
La fiesta fue terminando y los invitados, yéndose. Michel fue de los últimos. Parecía que se habían preocupado por nada. Sin embargo, y porque aún no se fiaban, Julien le prestó un par de pistolas por si tenía problemas en la vuelta a casa. En cuanto a los dos hermanos, esa noche dormirían en la casa paterna.
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Habían hecho bien los hermanos en desconfiar. La celada se desató de madrugada. Los primeros en sufrirla fueron los hermanos Colette y Noel, que nada sabían, por lo que ni estaban en alerta ni portaban armas. Cuatro hombres interceptaron el coche descubierto y uno de ellos saltó al estribo para ensartar a Noel, mientras otro, por el otro lado, acudía para sujetar a Colette.
Al subir al milord, se les quedó mirando con los ojos muy abiertos. Colette también lo reconoció: era el espadachín de negro que guiaba a los matasietes de la emboscada de Dupois, antes del duelo con el conde de Malache. El hombre reaccionó rápido. Gritó «¡No!» y de un gesto de la mano, lanzó al otro contra la acera, sin llegar a tocarlo. Luego, detuvo con un gesto a los otros dos.
—Estoy en deuda con este caballero, así que soltad los caballos y dejadles seguir. Si tenéis algún problema con eso, discutidlo conmigo.
Antes de bajar del coche, susurró a Noel:
—¡Cuidado! Vuestros amigos también están en peligro.
Palabras ciertas: un rato después y camino de su casa, Michel era emboscado a su vez. Iba en un coche cerrado, un cupé, y no vio el ataque. Pero sintió el brusco frenazo del caballo, el chasquido de la ballesta y el gemido del cochero. Le pudieron los nervios y, en vez de armar las pistolas y esperar a que intentaran entrar en el carruaje o buscar el deslizarse y huir por el otro lado, salió a hacerles frente acero en mano. No era manco con la espada, pero ellos cuatro: dos lo acorralaron contra el coche, el tercero sujetaba el caballo y el cuarto, en la esquina del callejón, buscaba ángulo para su ballesta. Pronto caía atravesado. Uno de los matasietes tomó su daga para rematarlo.
También fue atacada la casa de los D’Aubigne. Cuando Michel se marchó, ya se habían acostado los padres, la hermana y la mayoría de los criados. Jacques y Julien los siguieron al poco. Y, en su primer sueño, Julien se despertó con el frío acero buscando su muerte. Forcejeó con su atacante. Logró quitárselo de encima, coger su cuchillo y acabar con él.
Salió corriendo de la habitación, llamando a gritos a todo el mundo. Sus padres se levantaron al punto; Jacques, no, porque cuando dormía ni un cañonazo lo despertaba; Julie tampoco: su habitación estaba vacía, con la ventana abierta. El traqueteo de un carruaje arrancando al galope acompañó el descubrimiento; los guardaespaldas de su hermano, que vigilaban la casa, habían sido asesinados; también el portero de la finca y algún otro criado, que estaría aún despierto a esas horas, aparecería maniatado o inconsciente.
Mandó despertar a Jacques y ensillar caballos mientras aprestaba las armas. En pocos instantes, los dos hermanos partían al galope en pos de su hermana. Incluso con la ventaja que les llevaban, seguir al coche no fue difícil: el ruido de perros, bebés llorando y gente gritando enfadada desde sus ventanas, despertados de mala manera por el ruidoso galope, marcaba un rastro fácil de seguir. Y Jacques, de algún modo, sabía hacia dónde estaba su hermana.
Alcanzaron el coche de Michel y lo reconocieron al punto. Jacques paró a ver la situación, se tropezó con un tipo que huía con la espada ensangrentada y, sin preguntar, lo dejó tieso de un ballestazo: había visto un cuerpo tirado junto al carro, con las ropas de Michel, a la luz de las farolas de lampyridae de la calle. El joven estaba en buenas manos. Instantes antes, había llegado Colette, como un bello ángel de la muerte, repartiendo plomo sin miramientos.
—Tienen a mi hermana —dijo Jacques.
—Vete. Yo me ocupo de Michel.
Alcanzaron el carruaje cerca de la puerta occidental, entre las estrechas casas de la zona nueva, tras una persecución encarnizada con intercambio de balas y virotes. Julie se encontraba bien en apariencia, aunque no reaccionaba: debían haberla drogado. Con el jaleo, llegó por fin la guardia. Esa noche tenía turno el capitán Christopher de Saint-Pierre, a quien ya conocían del caso de Émilien Duchamp. Le explicaron lo sucedido y él y sus hombres se hicieron cargo desde ahí.
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Tras todo aquello estaba Joséphine, la madre de Hugo de Boussac. Obsesionada con la muerte de su amadísimo hijo más allá de toda mesura y ante la incapacidad de la guardia para dar con su asesino, había decidido actuar por su cuenta. De alguna forma, se alió con la Víbora, el grupo que estaba detrás del intento de secuestro de Eloise de Ferdeine. Hizo capturar, torturar y asesinar a los jóvenes que acompañaban a su hijo en la fatídica noche, por haberlo abandonado. Con lo que averiguó de ellos, había llegado a los amigos de Jacques y de ahí a Véronique que, como dijo Julien, habló en cuanto se pusieron duros con ella, contando lo sucedido, esto es, cómo intentó Hugo propasarse con ella y cómo había acudido en su ayuda Jacques Lafleur, matándolo.
Joséphine podía haber hecho asesinar a Jacques en cualquier momento desde que supo su nombre, a principios de agosto. Pero lo que quería es que sufriera como ella, hacerlo caer en la desesperación. Por eso lo de matar a sus amigos cercanos (Michel y Noel), a su hermano Julien y secuestrar a su hermana.
No lograron saber qué pensaba hacer con Julie ni qué fue de Véronique. Los prisioneros del ataque confesaron que debían entregar a la joven en una granja abandonada en el camino de poniente. El capitán Saint-Pierre se movió con rapidez y organizó un asalto a la casa antes del alba. Entre los ocupantes de la misma estaban, sin duda, la condesa Joséphine y, posiblemente, el mismísimo Juan la Víbora Mendoza, el jefe de la organización criminal que tomaba su sobrenombre, pero escaparon, mientras sus guardaespaldas retenían a los guardias.
Tras aquello, no le quedó a Jacques más remedio que confesar a sus padres lo ocurrido con Hugo de Boussac, para decidir, en familia, qué respuesta dar. Tapar lo sucedido era imposible: demasiados involucrados. Eligieron pasar al ataque. Acusaron a Joséphine de haber enloquecido, de secuestrar, torturar o asesinar a todos aquellos que habían visto a su hijo la noche de su muerte.
«Todos hemos oído historias de Hugo de Boussac, los jóvenes por ser de su quinta y nosotros por ser sus padres, y a nadie sorprendió que estuviera en un callejón de madrugada, algo impropio de un joven de su posición, ni que lo matara algún ladrón o criminal de baja ralea. Salvo a su madre que, cegada ante lo obvio, se empeñó en que lo mató alguien de su círculo social. Y esa locura ha dejado un reguero de muertos, heridos y desaparecidos», diría Julien d’Aubigne padre a La Gaceta.
Joséphine de Boussac desapareció tras aquello, sin que la justicia pudiera echarle el guante. Su marido, el padre de Hugo, incapaz de soportar la vergüenza, se quitó la vida. Del resto de la familia, quizás hablemos en otra ocasión.
Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 1×07. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).
Cerramos el verano con una aventura centrada en Jacques, tanto en su desventaja de Enemigo poderoso como en su naturaleza nephilim: jugar las visiones de la vida pasada del alma del nephilim es un recurso interesante que da gusto utilizar. Fue una sesión en la que se bordeó la tragedia en varios momentos: la comida, cuando Michel le espetó a la dulce Julie que estaba enamorado de otra y salía con ella o el baile, cuando Michel echó vino encima del vizconde de Morcef para evitar que bailara con Julie y casi terminan en duelo. O que en ningún momento los personajes de Alcadizaar, Aldarion y Charlie pusieran sobre aviso a Colette o a Noel.
En cuanto al combate en sí, tendría al grupo totalmente separado, con el riesgo que eso supone y más con un juego tan aleatorio como Ánima. Así que decidí dejar a un pj libre para dar apoyo a los otros dos cuando fuera necesario. A Julien tenía pensado emboscarle cerca de su casa y, con sus habilidades acrobáticas, podía quedar una buena persecución por los tejados (al final, se quedó en casa de los padres y no hubo nada de eso, pero esas cosas pasan). Me quedaban entonces Colette y Michel y me decanté por la primera por sus habilidades de medicina.
Con Colette bordeé la tragedia de la forma más estúpida posible: tras llegar a casa, armarse y tomar el caballo, pedí una tirada de equitación. En el momento en que la jugadora tomó los dados, supe que la había cagado. Es de primero de dirección de juego: no pidas tiradas cuyo resultado no te interese. A mí no me interesaba el resultado. El pj sale a galope y ya. Tenía otro pj a punto de palmarla a unas calles de allí.
Y sale una pifia.