El onsen de Aimi se encontraba en una estrecha garganta, un complejo de edificios colgando de la empinada ladera. A una jornada a caballo de la ciudad, contaba con una buena carretera con casas de comida y posadas para aquellos, la mayoría, que hacían el camino a pie o en palanquín. A finales de febrero era temporada baja por culpa de los torrentes crecidos por el deshielo y de las imprevisibles tormentas, que convertían en peligroso la última parte del camino, la que discurría serpenteante por la propia garganta. Las nieblas casi perennes que provocaban sus cálidos manantiales contribuían a los peligros del camino, al ser fácil perder los límites de la senda y despeñarse.
Quizás por ese motivo, la Compañía Yuyama de Setsu había elegido el onsen para su retiro invernal, para descansar y preparar el espectáculo de primavera. La Compañía Yuyama era un conocido grupo teatral de la cosmopolita Setsu, que combinaba el teatro tradicional lannetense con el musical abelense e incluía en su formación algunos instrumentos occidentales de nombre impronunciable como el saxofón. La sección de cultura del Heraldo de Setsu («¿Quién será ese heraldo?», se preguntaba Reiko mientras leía el papel impreso) la consideraba «un soplo de aire cálido que agrieta los inamovibles y aburridos glaciares del teatro clásico».
Reiko devolvió el periódico a Washamine Yukio. Llevaban medio trayecto al onsen y la joven Ishikawa ya sabía que a la hija del poderoso oyabun de la yakuza sólo era callada y tímida hasta que le daban cuerda y que le apasionaba la compañía teatral. La idea del onsen, empezaba a sospechar la joven, era en realidad un intento de Yukio de escaparse del control de su padre y poder ver las actuaciones semiprivadas que daba el grupo en el balneario. En el proceso, la chica había dejado los exquisitos modales de su variante tímida por una jovial cercanía que a Reiko empezaba a ponerla de los nervios. Cierto que había sido sugerencia suya, pero la gente lo que hacía era cambiar el dono por el sama, ¡y ya está! Más tarde averiguaría que la muchacha poseía también el florido lenguaje de un yakuza de 50 años y que sabía utilizarlo.
Viajaban ellas dos solas. Reiko había invitado también a Hirano Sachiko, pero su hermano Tooru no había dado su consentimiento. La escolta de la joven Ishikawa la formaban los Nakamura y Hosoda Genji. Por parte de Yukio iban tres yakuzas, el jefe de los cuales mostraba una fea cicatriz que le cortaba la mejilla izquierda.
Hicieron el viaje a caballo, por rapidez. Así pudieron hacer el viaje en una única jornada, llegando ya anochecido. Yukio y los yakuzas no eran buenos jinetes y les retrasaron la marcha. El último tramo, el camino serpenteante de la garganta entre la niebla, tuvieron que hacerlo con Nakamura Ken y Hosoda Genji guiando a los caballos de las riendas y con Nobi marcando el camino con la linterna.
En el onsen les recibió el dueño en persona. Era un complejo grande, rodeado por una alta tapia, con dos zonas muy diferenciadas: la casa de huéspedes general y edificaciones auxiliares (baños, puestos de comida y artesanía, establos, almacenes…) y una casa más exclusiva, para huéspedes especiales. Ésta, más pequeña, estaba garganta arriba, cruzando un bosquecillo de bambú y tenía su propia zona de baños. Sus estancias eran grandes, formadas por una cámara y dos o tres dormitorios. Reiko, Yukio y Nakamura Nobi tomaron una de las estancias y Namakura Ken, Hosoda y el caracortada, otra. Los otros dos yakuzas quedaron en la casa baja. Pronto, estaban todos gozando de las aguas termales.
Al día siguiente, bajaron a la casa principal. Hacía un buen día y había bastante gente, sin ser molesto: samuráis y burgueses, en su mayoría atraídos por la Compañía Yuyama, y los miembros de la propia compañía. El dueño les presentó y les consiguió un buen sitio para el espectáculo (ensayo abierto, más bien) de la tarde, en el pequeño teatro del balneario. Comieron en los puestos del camino principal, compraron recuerdos en los de artesanía, presentaron sus respetos al kami del lugar en el pequeño templo y, en definitiva, disfrutaron de un descanso bien merecido. Hasta Reiko, con la cara descubierta y un sencillo maquillaje que le disimulaba la herida, se comportó como una chica adolescente.
Después de comer, volvieron a sus aposentos. Mataron el tiempo jugando al mahjong las tres chicas y Hosoda, que perdió de forma humillante. Yukio, tras empezar perdiendo, se puso sobre los ojos unas extrañas láminas de cristal engarzadas en una montura de oro y su suerte cambió. Luego, se vistieron y arreglaron y bajaron al teatro.
La obra fue espectacular e inclasificable. Con sus errores (el apuntador anotando aquí y allá, algún paso de baile equivocado), tal y como había avisado antes de empezar el maestro de ceremonias, un tipo grande y grueso como un buey, pero aun así fue inolvidable. Teatro, danza, música, participación del público… Todos se vieron arrastrados por lo que ocurría en el escenario hasta el largo e hipnótico final de tambores. Los espectadores abandonaron el teatro entre embelesados y aturdidos y sin poder dejar de comentar lo que habían visto. Incluso Nakamura Ken, poco interesado por el arte, conversaba animado con Hosoda, repasando los detalles. Al igual que Reiko y Nobi. Tan ocupados estaban, que apenas se fijaron en tres tipos con pinta de matones, uno con una cicatriz que le cortaba la cara, que deambulaban con la mirada perdida.
El grupo volvió a la casa alta, cruzando el bosquecillo de bambú, y se dirigió a sus aposentos para cambiarse y disfrutar de un baño antes de la cena. La sorpresa fue mayúscula al encontrar ropas y posesiones de una persona desconocida en cada uno.
—¡El servicio ha cometido un error imperdonable! ¡Hay un futón y ropas y demás cosas de otra persona en nuestra habitación! —protestó Reiko. El jaleo provocado por Nobi y ella ya había atraído a Nakamura y Hosoda.
—En la nuestra también hay ropas de un desconocido. Hasta una katana que no hemos visto nunca —repuso, grave, Nakamura Ken—. ¿Quién puede cometer un error tan estúpido? Hay más estancias en la planta y están todas vacías.
—Mis señores —interrumpió Hosoda, que se había quedado mirando la mesita con las fichas de mahjong—, ¿quiénes hemos jugado esta tarde?
—¿Qué tonterías son esas, Hosoda? Jugamos mi señora Reiko, tú y… yo… —Nobi enmudeció. El mahjong era un juego para cuatro y había cuatro cojines rodeando la mesita. Disimulando su nerviosismo, los examinó con detenimiento—. Aquí se ha sentado una mujer. Es un perfume juvenil, importado. No recuerdo haberlo olido antes. —Registró a continuación las pertenencias extrañas hasta encontrar un frasquito cerámico. Lo mostró a sus compañeros.
—¿Tenía el pelo largo? Recuerdo… a mi señora Reiko a caballo delante de mí y, a su lado, alguien con una larga trenza… —Hosoda miró con ojos desconcertados a sus compañeros—. ¿Me estoy volviendo loco?
Reiko rompió el silencio que siguió a las palabras de Hosoda.
—Si la dueña de las ropas y el perfume vino con nosotros, su caballo debe estar en el establo, con los nuestros. Nobi, ayúdame a ponerme algo más cómodo y vayamos a la casa de huéspedes.
Mientras Nobi y Reiko se cambiaban, Hosoda y Nakamura interrogaron al personal de cocinas que acababa de llegar. Al igual que la criada que los había recibido al llegar, no recordaban nada de otras dos personas. Tampoco había habido nadie en la casa por la tarde, pues el personal del balneario había asistido también al espectáculo.
Luego, ya reunidos, desandaron el camino hasta la casa principal. Las luces estaban encendidas y se oía el murmullo de las conversaciones y el ruido de los platos, debían estar cenando. La explanada frente a la casa estaba vacía, salvo por tres hombres que vagaban con aire ausente. Los tres se volvieron hacia los samuráis y uno de ellos, con la cara cortada, soltó una exclamación al ver la katana del desconocido, que llevaba Nakamura Ken.
—¡Esa es mi arma! ¿De dónde la habéis sacado? ¡Devolvédmela ahora mismo!
Aquello podía haber terminado mal y rápido, porque Nakamura no era de los que aguantaban gritos de nadie, y menos de un yakuza, pero Reiko se interpuso, rápida.
—Habéis perdido a alguien a quien no lográis recordar, ¿verdad? A nosotros nos pasa lo mismo. Una joven estuvo con nosotros. Durmió con nosotras. Y tu espada y, creo, tus ropas estaban en la habitación de mi escolta.
El caracortada se arrodilló ante Reiko.
—Mi señora Ishikawa, perdonadnos. No os habíamos reconocido, ni a vos ni a vuestros hombres. Tenéis razón: somos del grupo Washamine y no sabemos por qué estamos aquí. Tenemos una sensación de vacío en nuestra existencia y una gran angustia en nuestros corazones desde que terminó la obra, pero no sabemos a qué se debe ni logramos hallar respuesta.
—¡Otra vez el teatro! Los actores están detrás de este embrujo. ¡Vayamos a por ellos y hagámosles confesar! —exclamó un desesperado Genji.
—Calma, joven Hosoda —le paró el gigante Nakamura—. Con embrujo o sin embrujo, si han raptado a la chica habrán huido del onsen. Y sólo hay una puerta. Iré allí: con suerte el portero habrá visto algo o encontraremos un rastro que seguir.
El samurái hizo una breve reverencia y echó a correr camino abajo. Dos yakuza, a un gesto del caracortada, fueron con él.
—Nobi, id a los establos, como habíamos pensado en un principio —dijo Reiko—: necesitamos saber si la joven es real o si somos víctimas de un engaño aún más extraño. Hosoda y yo registraremos el teatro.
Corrieron al teatro, un pequeño edificio anexo al edificio principal, cerca de los establos. Estaba abierto y no habían recogido aún los cojines y mesitas dispuestas para el público, una suerte. Registraron el sitio donde habían estado sentados, buscando una pista, un olor, un trozo de ropa… Al mover los cojines, algo cayó y Hosoda lo pisó sin darse cuenta. El sonido del cristal al romperse llamó la atención de Reiko, que se agachó a recoger el objeto. Unas láminas de cristal engarzadas en una montura de oro.
—Washamine… tiene una hija. Washamine… Yukio. —Dirigió a Hosoda una mirada desesperada, al borde de las lágrimas—. Vino con nosotros. Se bañó con nosotras. ¡Estuvo aquí sentada, entre nosotros! Y se la llevaron. ¡Se la llevaron, delante de nuestros ojos! ¡Genji!
Hosoda miró las gafas. Los ojos se le abrieron como platos al romperse las ataduras del conjuro y volver los recuerdos de golpe. Se sintió mareado, a punto de desmayarse. Tuvo que recurrir a toda su autodisciplina para bloquear los pensamientos innecesarios y mantener la concentración.
Observó la sala, imaginándosela con el público y los artistas. ¿Por dónde huir con una joven a cuestas? El escenario estaba al lado, habían tenido el mejor sitio. Fácil saltar desde él, coger a la chica y volver a subir. ¿Y luego? Subió al escenario, se agachó y revisó el suelo de tablones. ¡Ahí había una trampilla! La abrió y bajó. El foso del escenario era sorprendentemente alto, quedaba por debajo del nivel del suelo del teatro. Se veía que no había sido limpiado en todo el invierno, olía a polvo y moho. Estaba a oscuras, salvo por dos cuadros de luz: uno, sobre su cabeza, la trampilla y la lámpara que tenía Reiko. El segundo, al fondo, parecía dar paso a la luz de la luna. Fue hacia allí, a una portezuela que daba al patio trasero y que había quedado entreabierta. Estaba examinando la zona cuando lo alcanzó Reiko.
—La señorita Yukio tiene buenos colmillos —dijo, recogiendo una púa para el pelo afilada como el mejor estilete, manchada de sangre—. Apuñaló, seguramente en la mano, y la clavó al marco de la puerta aquí. Quien la llevaba es grande y fuerte. Se desclavó y de un golpe lanzó a Yukio contra estos matojos: están aplastados y hay un trozo de kimono. Puede que se golpeara con esta raíz y quedara atontada o inconsciente.
La mirada de Reiko exploró los árboles cercanos, buscando un rastro. Y lo encontró, unas ramitas rotas y unas huellas de hombre.
—Ni volvieron a la casa ni fueron a los establos o al portón: siguieron ladera arriba.
Hosoda se levantó, con todos los músculos en tensión. Quería salir corriendo, en busca de la chica. Reiko podía verlo. Ella se sentía igual. También entendía sus reparos: su deber era para con ella primero y no quería ponerla en peligro. Se pasó la mano por la cicatriz tierna. Tenía miedo, recordaba el dolor, pero no podía sucumbir al pánico. Su tío, Nakamura Ken, todos los samuráis mayores se lo habían dicho.
Inspiró profundamente para controlarse y que no le temblara ni la voz ni las manos. Desenvainó la katana y realizó un profundo corte en el árbol más cercano a la portezuela.
—Nobi nos seguirá, sólo debemos dejarle un buen rastro. Si volvemos a buscarlos, es posible que perdamos a Yukio para siempre. ¡Corramos, Genji!
El jardín era en esa parte abrupto y muy empinado. No estaba bien cuidado y los árboles y arbustos de ramas desnudas se mezclaban con árboles de hoja perenne; en el suelo, las ramas secas y la hojarasca ocultaban las traicioneras raíces y piedras. El rastro moría en la tapia, en un postigo que permitía cruzarla y que, en verano, quedaría disimulado por una enredadera. Ahora estaba mal cerrado y con huellas de sangre allí donde una mano herida se había apoyado.
—Me ha parecido ver una luz ahí arriba —dijo Reiko, señalando a un punto de la empinada ladera.
Cien pasos después, Hosoda también veía la luz. Provenía de una cueva que abría su estrecha boca en la ladera. Dentro parecía ensancharse y había ropas y utensilios. Dos pebeteros en sus trípodes daban algo de luz y dos hombres encapuchados, armados con lanzas, vigilaban en el interior. ¿Estarían ellos tras la desaparición de Yukio? Reiko, de un gesto, indicó a Genji que lo averiguara. El samurái desenvainó con cuidado la katana y se plantó ante los centinelas en dos saltos.
—¡Soy Hosoda Genji, samurái al servicio de mi señora Ishikawa Reiko! Decidme, ¿sois vosotros los secuestradores de la señorita Washamine Yukio?
Indudablemente, debían serlo, pues ante la pregunta hecha por el joven samurái que había aparecido de pronto de la oscuridad, se pusieron en guardia y lo amenazaron con las lanzas. Genji atacó. Los encapuchados no eran guerreros diestros, pero en el reducido espacio de la cueva sus lanzas les daban una gran ventaja. El samurái necesitó de toda su agilidad para esquivar los lanzazos mientras intentaba cerrar distancias. Ante una torpe carga a fondo de uno de sus rivales, logró atrapar el asta del arma entre su brazo y el cuerpo, tiró de ella desequilibrándole, dio un paso adelante y lo acuchilló sin piedad. Al segundo lo fue empujando al interior de la caverna, más amplia, para poder maniobrar mejor. Atrajo su atención, haciendo que, sin darse cuenta, ofreciera un flanco descubierto. Reiko se deslizó en la cueva sin ser advertida, tomó la lanza del muerto y atacó con todas sus fuerzas.
Eliminados los centinelas, examinaron la cueva. La entrada había estado cerrada por una verja. En el fondo, una pared de ladrillos y piedras unidos por argamasa había ocultado una estrecha sima que se adentraba en las profundidades. Entre los escombros se advertían los restos de los sellos que la habían protegido. De la sima se sentía más que oírse un rítmico redoblar de tambores y un cántico. Debía haber bastante gente allí abajo, a juzgar por las armas, ropas, mantas y provisiones que había amontonadas en la cueva.
Genji y Reiko bajaron sin dudarlo por la sima. El samurái iba el primero, seguido por la chica, que había cogido una de las capas con capucha. La sima parecía un sacacorchos, viraba y volvía a virar, estrecha, incómoda, muy empinada y resbaladiza. Tiempo atrás habían cortado los salientes más peligrosos y tallado unos toscos escalones, pero eso no les salvó de resbalones, caídas y cortes.
Hosoda, más ágil, llegó al final antes. Hacía unos minutos que escuchaban a una profunda voz masculina guiar al cántico y los tambores. Y, acompañándolo, los gritos de una mujer. Conforme se acercaba, acertó a entender parte de lo que decía el hombre, algo sobre romper las ataduras y sobre los ejércitos de Yagarema, el Dios Insidioso. Lo que decía la mujer le hizo ruborizarse. Nunca había escuchado tal sarta de insultos y maldiciones ni había imaginado que existiesen tantas metáforas floridas para referirse a un atajo de maleantes.
La sima daba a un corto corredor y el corredor, a una caverna más amplia. Dos docenas de personas o más, todas con las mismas capuchas, estaban sentadas en varias filas, canturreando, tocando tambores, fumando o mirando al infinito, encarados a una pared cubierta de frescos que representaban demonios y otras criaturas fabulosas. Entre ellos y la pared había una zona delimitada por cuatro agujas de piedra. Yukio estaba tumbada en el suelo, atada a las cuatro agujas, con el kimono abierto y el cuerpo pintado de extraños símbolos. Estaba consciente y se revolvía, juraba y maldecía. Junto a ella, el maestro de ceremonias de la compañía de teatro, con la mano izquierda vendada y con un extraño y adornado cuchillo en la derecha, declamaba su soliloquio. Dos acólitos vertían sobre la chica una mezcla nauseabunda de ungüentos, sangre y aceites. Toda la escena estaba pobremente iluminada por unos pebeteros que saturaban el ambiente con un humo dulzón y mareante.
El samurái no se lo pensó: cruzó la sala corriendo, saltó por encima de las cabezas de los hombres sentados y cargó contra el maestro de ceremonias. El falso actor era, sin embargo, diestro con el cuchillo y paró su acometida. Pronto, Hosoda se vio rodeado por enemigos. En ese momento, llegó Reiko. Con gritos, atrajo a varios enemigos y se dispuso a proteger la ruta de escape. Estuvo a punto de caer ella sola, al sobrevenirle de pronto un fuerte dolor de cabeza que hizo que su vista se nublara y sus rodillas se doblaran: el estrés había hecho que usara inadvertidamente sus poderes latentes y éstos se cobraban un duro precio.
Por fortuna, la mayoría de los cultistas estaban demasiado drogados para luchar o incluso tenerse en pie. Aun así, eran siete u ocho oponentes. Genji bailaba con cuatro de ellos, saltando sobre una Yukio cada vez más impaciente.
—¿Quieres desatarme de una vez, maldito samurái inútil?
—¡No es tan fácil como parece!
En uno de los quiebros, Genji derribó a uno de sus oponentes de una patada e hirió a otro con la katana, consiguiendo el espacio suficiente para cortar la ligadura de una de las manos de Yukio. Dos saltos después, otro respiro momentáneo del combate le permitió dejar caer el wakizashi a su alcance. La chica tomó la espada, cortó en un instante sus ataduras y rodó, separándose de la pelea. Se puso en pie y echó a correr hacia la salida. Varios de los cultistas intentaron atraparla sin demasiado interés («¿Una chica desnuda corriendo hacia mí? Naaaa, he fumado demasiado») y fueron rechazados por un eficaz movimiento rodilla-puntapié.
Las dos chicas se hicieron fuertes en la salida de la caverna, pero Genji seguía en el otro extremo, rodeado. Sus movimientos eran cada vez más lentos y torpes y sólo la ventaja de alcance que le daba la katana lo mantenía con vida. Ya había hecho un par de veces gestos a Reiko para que huyeran, pero la joven se veía incapaz de abandonar a su samurái a la muerte.
En ese momento, oyeron el vozarrón de Nakamura Ken desde la sima. Llegaban refuerzos.
*****
El señor Saito, jefe de policía, llegó dos días después con sus hombres y se hicieron cargo de la situación. Ishikawa Reiko y su gente habían mantenido el control del onsen hasta su llegada, impidiendo que nadie abandonara el recinto y teniendo bajo custodia a los cultistas supervivientes. Los afortunados murieron en el enfrentamiento. El resto iría confesando ante los perseverantes interrogatorios de Saito. Así supieron que el maestro de ceremonias en realidad nada tenía que ver con la compañía de teatro: había usado sus artes de hipnotismo a través de la música para hacerse con el control de la compañía, primero, y manipular al público, después.
Era un shinsou yogoreta, un sacerdote del Dios Insidioso Yagarema. Conchabado con el shugenja oscuro Kamyu Arata (el instigador del robo de Yukikaze) y aprovechando una conjunción astrológica inusual, había movilizado a su secta para liberar a varios onis del ejército de Yagarema sellados siglos atrás. Necesitaba el habitual sacrificio de una virgen y la llegada de Reiko y Yukio se lo puso en bandeja. Eligió a Yukio porque supuso que los lazos de la chica con su escolta serían más débiles que los de Reiko con sus samuráis y sería, así, más fácil que su conjuro surtiera efecto.
El señor Washamine también se presentó en el balneario para recoger a su hija y dar las gracias a la casa Ishikawa por salvarla. Como muestra de su gratitud regaló un pequeño y bello tanto a Reiko, un arma de mujer que se podía ocultar con facilidad debajo de la ropa. A Hosoda le entregó una vaina para la katana, fabricada por un famoso artesano. Yukio, por su parte, se disculpó varias veces ante Reiko por engatusarla para venir el balneario, pues su intención desde el principio había sido ver a la Compañía Yuyama, ya que su padre no le había autorizado a hacer el viaje.
Yukio volvió con su padre, pero Reiko y sus hombres permanecieron varios días más en el balneario, invitados por el dueño. Unos días de merecido descanso.
Sakura, un cuento de Lannet 1×04. Con Hosoda Genji (caballería ligera) e Ishikawa Reiko (heredera).
Cuando empecé a preparar Sakura, encontré una partida mía para Runequest de una serie de aventuras de samuráis/ninjas que dirigí en la primera mitad de la década pasada. No vi cómo meterla en la campaña, así que volvía a dejar donde la encontré. El otro día me encontré sólo con dos jugadores de la campaña y con ganas, los tres, de seguir con la campaña. Así que recauchuté la aventura y nos sirvió para que Charlie y Menxar pudieran explorar sus personajes y la relación entre ellos