Las primeras yemas brotaban en los árboles y la nieve cedía ante el sol de febrero. Las noches eran frías, pero en las horas centrales del día, si lucía el sol, se abrían las contraventanas para que se airease el castillo y expulsar, así, el olor a moho, humo y humanidad de los meses anteriores. Faltaban semanas para primavera y aún más para que florecieran los cerezos de la larga avenida que unía el pueblo y el castillo, cubriendo a éste con la tormenta de pétalos que le daba su nombre, pero para la joven Reiko eran los mejores días del año: la visita anual a las posesiones de su difunta madre en la ciudad de Aimi, dos semanas en una ciudad de verdad, con todo su bullicio, sus mercados repletos de productos exóticos, las mejores obras de teatro… Bueno, Reiko no era ya una niña y sabía que Aimi era el mayor lupanar de Lannet, del que las elegantes geishas que frecuentaban la casa durante sus estancias eran la cara más presentable. Al otro lado del canal se extendía el enorme barrio de las lámparas que producía en la joven una mezcla de repulsión y curiosidad, preguntándose cómo podía su prima Shigeko Kaoru, apenas cinco años mayor, ser la señora de todo aquello, cuando ella apenas podía imaginarse gobernando el pequeño y vacío feudo de su padre.
Era ésta una ocasión especial, su primer viaje sin su padre. La senilidad había hecho presa de la mente de su abuelo, el venerable señor Iwao, y su deterioro físico iba parejo al mental. Por eso, su padre había decidido quedarse en el castillo.
—Pero tú debes ir, hime-chan —le había dicho su padre—. Las alianzas y los lazos familiares deben cultivarse con constancia, por eso debes ir a Aimi, abrir la casa, ir a los templos de la ciudad de tu madre, comprar a los mercaderes locales, recibir a nuestros amigos y aliados. He mandado un mayordomo para que lo prepare todo: déjate guiar por él, pero recuerda que eres la representante del clan Ishikawa.
Palabras cargadas de responsabilidad que no se ajustaban a la realidad, pensó Reiko con un mohín. Su guardaespaldas era quien preparaba el séquito, ¿escogería a samuráis de la edad de su padre, que la trataban como a una niña y sólo sabían hablar de batallas, duelos y conquistas de su juventud, o a los jóvenes, que iban por la vida pavoneándose, con las katanas en alto, con prisa por emular las batallas, duelos y conquistas de sus mayores? Seguro que la llevaría en litera, nada de caballo, a paso lento hasta el tercer castillo de su tío, Shingen, y luego por la carretera principal hasta Aimi, nada de sentir el aire en el rostro («¿Acaso quiere tener el rostro moreno y curtido de una campesina? Así no encontrará marido», le diría su ama, ¡como si ella no hubiera galopado por los bosques de joven!). Saiki, el chambelán, se encargaría de los presentes para su tío, para su prima y para los otros señores que encontraría en Aimi. Siempre lo adecuado y presentado con elegancia. Y se lo explicaría con todo detalle, de forma tan exhaustiva como soporífera. El bueno de Saiki, tan buen chambelán como mal maestro.
Así pues, nada tenía que hacer Reiko hasta la marcha más allá de elegir qué ropa llevarse. Pero, antes, debía atender a Sakoda Moritano, un importante vasallo de su padre que había pedido una audiencia privada con ella. ¿Qué querría el señor de la Laguna del Espejo de ella?
Seguiré las aventuras de Reiko con interés. Creo que ya sé lo que le contará Sakoda Moritano… 😉
Ea, ya se jugó la aventura. La verdad es que está muy bien para empezar una campaña. De no haber leído la crónica en tu blog, ni me hubiera planteado jugar la aventura, ya en su día le eché un ojo y no me llamó la atención :D.