—Permitidme que os haga una pregunta, amigo mío. Nos sucedió algo curioso hace unos días, cuando Alexei, el cazador de Leonid, fue nuestro invitado. Al ver a un miembro de nuestra tripulación palideció y murmuró algo así como «drow». ¿Sabes a qué… podía… referirse? —La voz de Paolo fue muriendo conforme cambiaba la expresión del dvergar y notaba como las conversaciones de los parroquianos disminuían en favor de los oídos atentos. Allí había más de uno y más de dos que sabían latín.
Que iban a llamar la atención era algo que el comandante del destacamento de Wissenschaft tenía asumido desde que llegaran a Nidik. No tenía pinta aquel villorrio fortificado de recibir muchas visitas en invierno y menos que, como Renaldo y él, superaran holgadamente los dos metros. Aun así, había confiado en que la barrera del idioma les permitiera disfrutar en paz del sencillo pero sabroso estofado de la posada después de una larga jornada de viaje, más de veinte kilómetros a vuelo de pájaro desde Caer Dubh a la Ruta MacLellan vía el Corn Y Dyafol, los 1800 metros de desnivel hasta la Ciudadela Alta por escaleras, cruzar los túneles hasta la tumba de las blatodeas, bajar otros ochocientos metros de desnivel (más escaleras) para salir al valle que dominaba Nidik, abrupto, nevado y con pocos caminos, cruzarlo hasta la ciudad y tener que pasar la habitual audiencia con el señor. Pero estaba claro que, como había dicho Ffáfner, el latín era cada vez más una lingua franca comercial y el tema de los drow llamaba la atención.
El enano se tomó su tiempo en contestar, apurando sin prisa su cerveza, como si pusiera en orden sus ideas. Habló con voz queda, con su fuerte acento.
—En el origen de los tiempos, cuando las Cinco Ciudades eran sólo pequeñas minas familiares, floreció en el lejano oriente un pueblo humano seguidor también de los Primeros Dioses: los atlantes. Su civilización alcanzó logros que nosotros no podemos ni imaginar. En el apogeo de su poder tomaron contacto con las Naciones Élficas orientales y descubrieron, a través de ellas, la existencia de la magia y lo sobrenatural. En aquel entonces, los atlantes habían abandonado a los Primeros Dioses y sus preceptos morales, sintiéndose iguales, si no superiores, a ellos, y no tuvieron reparos en experimentar con los elfos para conseguir ellos mismos dominar lo sobrenatural.
»Cuando los elfos descubrieron los experimentos, se volvieron locos de ira y arrasaron a sangre y fuego la Arcadia, las posesiones continentales atlantes que eran también su granero. Tenían arcos, cuchillos de piedra y magia, suficiente contra un pueblo que no conocía el concepto de guerra. La Atlántida no podía perder la Arcadia si quería alimentar a su pueblo y se enfrascó en una guerra larga y estéril: las nuevas invenciones tecnológicas atlantes, como cañones y naves voladoras, era rechazada por la magia de los elfos y por sus propios avances tecnológicos, gracias a los atlantes capturados —Ffáfner hizo una pausa para servirse otra jarra de cerveza, echar un largo trago y continuar en voz más baja—. Los dvergar llamamos a aquellos elfos los elfos civilizados. Hicieron negocio vendiendo esclavos atlantes durante décadas y todos los pueblos occidentales se beneficiaron de sus conocimientos, hasta las Cinco Ciudades.
»Desesperados en su derrota, los atlantes rompieron el último tabú. Usando su más avanzada tecnología crearon una especie híbrida superior a los elfos, con el mismo talento sobrenatural y más fuertes y ágiles. Convertidos en esclavos, estos elfos oscuros, drow en nuestro idioma, formarían la punta de lanza contra el odiado enemigo y lograrían recuperar la Arcadia. Pero no por mucho tiempo: los elfos oscuros lograron librarse de sus cadenas y rebelarse contra sus amos. Era una fuerza imparable que redujo la Atlántida a escombros y no se detuvieron ahí: recorrieron el continente hacia poniente, eliminando cualquier rastro de ciencia y tecnología atlante. Cayeron sobre los pueblos que florecían gracias a los esclavos atlantes comprados a los elfos arrasando sus ciudades, quemando sus bosques, emponzoñando sus aguas y sembrando sus campos de sal. Hasta las Cinco Ciudades sufrieron dolorosas derrotas.
»Fueron treinta años de azote continuo. Luego, desaparecieron sin más. Convertidos en una leyenda o un cuento para asustar niños.
A su alrededor se oyó algún suspiro pesaroso y, poco a poco, las conversaciones volvieron a la normalidad. Ffáfner parecía sumido en sus pensamientos y sin intención de seguir hablando, así que Paolo se volvió para comentarle a Renaldo la necesidad de mantener a Zoichiro lejos de los nativos, pero el dvergar abrió mucho los ojos y miró al ex-inquisidor y a sus compañeros como si los viera por primera vez-
—¡Que el Gran Creador nos ayude! Sois mucho más peligrosos de lo que parecía.