El viento soplaba fuerte, desde mil direcciones, arremolinándose y dando a la arena caprichosas formas. El aire era denso. Ocasionalmente, un rayo brillaba fantasmagórico. El pueblo parecía arrasado: tiendas caídas, cabañas derruidas, hogueras sin control. En su corral los zombies se agitaban inquietos y un grupo de mujeres y niños intentaba alcanzar el cañón de salida. Junto a la brecha del muro, una gran señal ardía en el suelo. A su lado, el doctor se guardaba los restos de su antiguo uniforme, con el que había negociado pasaje en el Ícaro. Detrás suya, el padre Rupert juraba en muchas y variadas lenguas muertas.
—Debe ser por los sellos rotos. El zeón se acumula y no se gasta. Me apuesto un legislador a que los de Sol Negro lo usaban para sus conjuros, pero ahora está fuera de control. Van a ser unos fuegos artificiales preciosos, ya te digo.
Hablaba para sí, porque Kuro y Renaldo iban acumulando libros y trastos que sacaban a la carrera del pueblo bajo las indicaciones del profesor Forgen y el capitán Paolo mantenía una discusión con su oreja.
—¡No! Ellos pueden subir por estribor, pero necesito que bajéis la grúa principal: he encontrado grimorios y otros objetos que no vamos a abandonar aquí.
El pundonor del capitán Paolo a la hora de cumplir con su deber no sentó bien en el puente del Ícaro, pero, como el comandante lo apoyaba, a White no le quedó otra que intentar mantener el dirigible estable mientras subían el botín de guerra. Las turbulencias dificultaban mucho la operación y a punto estuvieron de estrellar la nave contra el suelo, pero en apenas cinco minutos estaban todos a bordo, el capitán y la carga en la bodega principal y el resto del equipo con los dos supervivientes de Fort Nakhti en la barquilla de estribor.
Ya era tarde. El viento formaba un remolino alrededor del valle de tal fuerza que el dirigible, pese al esfuerzo de los timoneles, se veía arrastrado sin poder salir del valle. Los motores rugían a plena potencia, la temperatura subía, los radiadores cubiertos de arena perdían eficacia y todo lo que no estaba trincado rodaba de un lado a otro.
Sobre el túmulo se estaba formando como un ojo de huracán, pero con su plano perpendicular a la superficie. Era un vórtice negro que no dejaba ver el fondo del valle. Los rayos crepitaban en su borde y el viento empujaba al dirigible contra él.
—Crúcelo e intente ganar velocidad, a ver si conseguimos así salir del valle por levante.
White viró con gran maestría, rozando con la barquilla de babor los tejados del pueblo, y enfiló el ojo de la tormenta. La oscuridad los rodeó, como una espesa niebla, pero las turbulencias cesaron al venir el viento constante de popa. Fue un instante, un par de minutos de paz. Luego, las nubes negras se abrieron y una luz lechosa los cegó. Las turbulencias volvieron y nieve, nieve blanca, empezó a estrellarse contra las ventanas.
Y entre la nieve, de repente, surgieron afiladas agujas de roca gris. El golpe los tiró al suelo y fue seguido de un ruido de metal al doblarse y partirse, un chirrido horrísono presagio de una muerte segura. Walter White logró alcanzar el puesto del levitador y tirar de sus palancas hasta la zona roja. El timonel, desde el suelo, oyó sus órdenes sobre el fragor y tiró con fuerza de la rueda del timón, obligando al dirigible a ascender y evitar las rocas. Edana Conway, que había rodado con gracia felina hasta la pasarela baja, saltó hasta el puesto de sensores y se colocó los auriculares.
–Viento de popa, muy turbulento. Estamos en un cañón, paredes estrechas y suelo en ascenso. Libre a babor, 15º.
El altímetro barométrico estaba loco, la brújula oscilaba sin cesar y los ventanales del puente se empañaban y helaban a ojos vista. Sin otra referencia, parecía que los oídos de Edana eran el único contacto con el exterior. Walter White ni lo dudó: ayudó al tercer piloto a ocupar su puesto en el levitador y ordenó seguir el rumbo dado por la segunda comandante. Notaba al dirigible torpe y pesado y sabía que sólo el aparato de levitación los mantenía en el aire. Pero con su tendencia al recalentamiento, la pregunta era qué fallaría antes, si la estructura del dirigible o el levitador.
Un eco en el aire llamó la atención de Edana. Proyectó sus sentidos un instante, lo suficiente para comprender lo que había allí, y se lo gritó al oficial de derrota.
—Cañón a estribor, a 1800. Cruce en T, boca de 300. Aire en calma.
¡Un giro de 90º y con menos de una eslora de anchura! No era justo, era una maniobra imposible. Pero él también notaba cómo las paredes de la garganta en la que estaban se estrechaban y el suelo ascendía. Era el todo por el todo.
White no era un piloto de academia, era un piloto instintivo. Se equivocaba al sumar y se liaba con el cronómetro, pero unas rocas entrevistas por el través le permitieron calcular la velocidad suya y la del viento. El resto vino solo.
—¡Atentos! Motores 1 y 2, potencia de emergencia. 3 y 4, atrás toda. Popa, todo a estribor. Proa, arriba 20º. Anclas de proa a mi orden.
El Ícaro aulló, sometido a esfuerzos más allá de sus límites operativos. La proa cayó a estribor, entrando en el cañón localizado por Edana. El cuerpo del dirigible, atravesado al viento, hizo de vela ayudado por las grandes derivas de popa.
—¡Disparad anclas de estribor!
Los dos cañones lanzacabos dispararon sendos cables de acero con fuertes garfios que se clavaron en la roca, trincando la proa. La popa, atravesada al viento, se vio obligada a girar. Conforme viraba, White paró los motores de estribor para reducir la velocidad de giro y luego ordenó liberar las anclas y avante toda, para meter la enorme aeronave en el cañón. El viento era muy turbulento en la embocadura y el dirigible saltaba como un caballo desbocado. Una serie de golpes y el inconfundible sonido de lona al desgarrarse informó al puente de que las rocas no estaban dispuestas a soltar su presa.
—Proa abajo 10º. Descompense el levitador a popa.
El Ícaro bajó el morro y ganó velocidad, entrando rozando la base del cañón. Se sintió un último golpe y el indicador de revoluciones del motor 1, exterior de babor, cayó a cero. El viento era suave y sin turbulencias, pero el dirigible ya no podía más y caía sin remedio. El levitador, llevado más allá de sus límites, tosió, escupió magia sin control (apareció una rana con alas de paloma en el baño de la tripulación y uno de los sacos de harina germinó) y murió.
El suelo del cañón descendía en fuerte pendiente y eso les dio unos valiosos segundos. Era corto y en apenas tres cuartos de kilómetro desembocaron en un amplio valle alargado. A proa apareció, como por gracia divina, un conjunto de grandes piedras verticales y gruesos robles de robustas ramas. Aquello debería bastar.
Walter White le pidió el último esfuerzo al dirigible. Viró, intentó levantar la proa y reducir la velocidad, pero sólo los motores interiores respondieron. El golpe fue fortísimo, pero nadie podría haberlo hecho mejor. El Ícaro quedó apoyado por sus largueros sobre sendas piedras y robles y zona de popa de la barquilla principal, sobre un trilito. La peor parte se la llevó el puente: uno de los monolitos atravesó el suelo, destrozando el (copiado) radiador de proa y estuvo a punto de matar a los tripulantes.
Y así, medio destrozado, clavado en un conjunto megalítico, rodeado de vapor y humo negro, el Ícaro empezó su viaje en este extraño y lejano lugar.
Los viajes del Ícaro 1×02 y 1×03. Protagonistas (en orden alfabético): Charlie Macquarrie como el capitán Paolo (comandante de la infantería, ex-inquisidor, paladín) y Iosef Dragunov (artillero, maestro de armas); Menxar como la capitana de corbeta Edana Conway (segundo comandante del Ícaro, Tuan Dalyr, guerrero mentalista), Kuro (incursor, nephilim d’anjayni, asesino) y Sassa Ivarsson (heroína de folletín, mentalista); Sir Petrus como el teniente de navío Walter White (oficial de derrota, ladrón) y Renaldo José Fernando Olivares (infantería pesada, tao) y Zanna_GX como el capitán de corbeta Rayner Lute (ingeniero jefe, mago) y el profesor Jorgen Forgen (arqueólogo aventurero, encarnador).
No tenía muy claro ser capaz de llevar varios pjs en una misma campaña, pero está siendo la mar de divertido.
Por cierto, quiero saber dónde y «cuándo» nos hemos estrellado.