Enero de 1244 fue un mes caótico, con salidas, contrasalidas, golpes de mano y todo el combate que no había habido en los meses anteriores. Finalmente, Pierre-Roger de Mirepoix tuvo que dar por perdido tanto la Roc de la Tour como la muralla exterior, pues las pérdidas se estaban volviendo inaguantables. El frente volvió a estabilizarse, pero ahora los cruzados emplazaron catapultas en la explanada, tras la muralla exterior, con la que bombardear a los sitiados. Por su parte, estos hicieron lo propio con sus propias armas de asedio. El espacio entre murallas se convirtió en tierra de nadie. Las propias murallas se volvieron inseguras, con los cadalsos arrasados por los proyectiles, pero por lo menos estos no llegaban ni al pueblo ni al castillo. Así que, poco a poco, la calma volvía a los sitiados.
Otro audaz golpe de mano destrozó sus sueños. Corría ya el mes de febrero, con el pog aún nevado y el deshielo sin prisas por venir, cuando los montañeses vascos contratados por Huges des Arcis la volvieron a liar. En una escalada nocturna aún más peligrosa que la de la Roc de la Tour, y según algunos con ayuda de un traidor, alcanzaron la barbacana que hacía de avanzada al castillo y protegía la muralla principal. Lograron coger a sus defensores totalmente por sorpresa, pasándolos a cuchillo sin que saltara la alarma. Luego eliminaron a los centinelas que había sobre la muralla mientras el ejército francés cruzaba la tierra de nadie en masa. Cuando los defensores del Montségur quisieron darse cuenta, el enemigo estaba en la muralla y en la barbacana.
Ighnöel dirigió el contraataque, seguido de todos los nephilim que sabían luchar: los voluntarios de la Torre, la ondina, Menxar, los Guardianes del Grial y unos pocos más, así como de caballeros y hombres de armas, mientras los ballesteros los cubrían desde el castillo. Sin embargo, fue inútil: el enemigo era cincuenta o sesenta veces más numerosos y el terreno no acompañaba a las habilidades de algunos luchadores, como la ondina. Así, todo lo que pudieron hacer fue impedir que los franceses entrasen a saco en el poblado y dar tiempo a los cátaros a buscar refugio tras los muros del castillo.
El ejército real no pudo ocupar la muralla de forma efectiva, ya que estaba demasiado expuesta a los ballesteros del castillo, pero desde la barbacana dominaban toda la explanada, impidiendo a los defensores tomar a su vez la muralla. De esta forma, pudieron ocupar el espacio entre las murallas y montar ahí un gran fundíbulo (trebuchet, yo tampoco conocía el nombre en español) capaz de lanzar piedras de 80 kilos hasta el castillo (las piedras aún pueden verse en el pog hoy día). Para los sitiados, el fundíbulo se convirtió en un peligro mortal: eran unas 500 personas las que estaban ahora hacinadas dentro de la fortaleza, y sólo los grandes muros ofrecían protección. El patio y sus endebles construcciones de madera se convirtieron en una lotería mortal donde se rifaban las grandes piedras, esquirlas y astillas. El número de bajas se disparó e incluso los fuertes muros sufrían un duro castigo.
Estando así las cosas, Pierre-Roger y sus consejeros idearon un plan desesperado para intentar hacerse con la barbacana, recuperar la muralla y quemar el fundíbulo. Aprovechando que la barbacana la seguían controlando los vascos y que había montañeses vascos entre los defensores del Montségur, intentarían hacerse con ella devolviendo la moneda a los franceses. Los vascos, junto con un grupo de voluntarios formado por la ondina, el fénix de la Torre, Menxar, Pírixis y Yaltaka, se deslizarían fuera del castillo y, cubiertos por la muralla sur (prácticamente abandonada por los sitiados y que había quedado en tierra de nadie), llegarían hasta el foso que separaba la barbacana del castillo, lo cruzarían, treparían y se harían con ella sin que se diera la alarma. Luego asegurarían la salida de la muralla que usaban las tropas reales y saldrían a la explanada entre las murallas para incendiar el fundíbulo. Entre tanto, Pierre-Roger e Ighnöel habrían salido del castillo y tomado la muralla, apoyando y protegiendo al grupo de los Guardianes del Grial. Si todo salía bien, volverían a las posiciones de enero.
Hicieron la salida una noche sin Luna. Consiguieron deslizarse hasta el foso sin ser vistos, por la parte externa de la muralla. Allí ya se acababa la muralla y lo fácil: había que saltar de roca en roca y trepar por un tajo casi vertical, una fría noche de febrero con hielo y nieve. Nada, en principio, imposible para los aguerridos montañeses vascos que, durante meses, habían metido y sacado gente y carga del pog. Sin embargo, se encontraron con la piedra asesina.
La piedra asesina es un tipo bastante habitual de piedra en montañas abruptas: es una roca aparentemente estable que, cuando el desafortunado escalador descarga todo su peso sobre ella, se mueve, tirando abajo al escalador y saltándole rápidamente encima, para atraparle tobillo o pierna o, por lo menos, romper algún hueso. La piedra asesina del Montségur era experimentada: después de cometer una fechoría se escurría rápidamente y se camuflaba con sus congéneres, para luego colocarse disimuladamente bajo el pie de algún otro montañés. Así cayeron tres o cuatro vascos malheridos, aunque sin soltar ni un gemido ni alertar a los defensores de la barbacana, hasta que el fénix atrapó a la maldita roca y se sentó encima (en mi vida he visto tantas pifias seguidas en escalar).
Solucionado este pequeño contratiempo, los vascos lograron trepar a la barbacana y ayudar a los nephilim a hacer lo propio. En un momento se habían hecho con el control de la fortificación. El último centinela, apostado al pie de una escalera, oyó a los sitiados bajar por la misma, pero quedó muy sorprendido al encontrarse con una zíngara con vestido de vivos colores, cascabeles en el pelo y un gran hacha a la espalda y se le olvidó dar la alarma antes de que lo estamparan contra la pared.
Aquí se torció el plan. Resultó que los vascos del Montségur hablaban un dialecto distinto a los vascos de Hugues des Arcis y encima dieron con el centinela listo y despierto. La alarma fue dada, empezaron a salir soldados de debajo de las piedras y los sitiados fallaron en su intento de hacerse con la muralla. Consiguieron lanzar algunas antorchas contra el fundíbulo, pero sólo le causaron daños superficiales. Desbordados por todas partes, Pierre-Roger e Ighnöel tuvieron que retroceder sin haber podido llegar siquiera a la muralla. El grupo de los Guardianes del Grial estuvo a punto de ser rodeado, pero la ondina y Menxar les dieron tiempo suficiente para retroceder y entre Yaltaka, Pírixis y el fénix forzaron el paso. La barbacana tuvieron que cederla al enemigo, pues era imposible de defender sin contar con la muralla. Así terminó la última salida de los defensores del Montségur, una salida que les costó varios muertos y heridos graves y se llevó sus últimas esperanzas.
La desesperanza también cundía entre los nephilim, crispando los nervios. Esa mañana, tras la salida, Ighnöel y la ondina estuvieron a punto de llegar a las manos en el salón que compartían todos los nephilim. A duras penas sus compañeros consiguieron separarlos. La ondina, cubierto de sangre de sus enemigos, exhausto, le suplicó a Ighnöel que les permitiera usar conjuros e invocaciones más poderosos en combate, pero el de la Torre se negaba.
—¡No te estoy diciendo que saquemos tres cohortes de Guerreros de Bronce! Unos Querubines, unos malditos Querubines de la exasperación y la confusión en sus líneas y terminarán matándose entre ellos.
—Sólo magia que mejore vuestras habilidades y magia curativa. No voy a autorizar nada más, y lo sabías cuando te uniste a nosotros. La Torre nos permite luchar aquí con esa condición. Los perfectos nos permiten luchar por ellos con esa condición. Yo os permito luchar con esa condición. Y el Temple, los teutónicos, los hospitalarios y la Rosa-Cruz nos permiten jugar aquí con esa condición. Si nos saltamos esto, las órdenes no tendrán excusa para no venir a por nosotros y estaremos en peligro. Y la Torre no lo permitirá.
—¡Maldita sea, Ighnöel! Ellos —exclamó la ondina señalando vagamente afuera, al patio, el pueblo y el castillo— van a perder. Van a morir. ¿Quieres que nos sentemos y contemplemos el espectáculo?
—Si así ha de ser, así será —murmuró Ighnöel con su voz de trueno y los ojos llameantes, levantándose amenazadoramente. Hicieron falta ocho nephilim para separarlos.
Al día siguiente las grandes piedras volvían a caer cada cuarto de hora sobre el Montségur. Hubo varios heridos y muertos durante el día, mujeres y niños y un caballero. Aparecieron grietas en los propios muros del castillo. Y Pierre-Roger envió un mensajero para negociar la rendición.
El sueño había acabado. Era el 1 de marzo de 1244.
Si es que hasta la piedra asesina iba dando señales de lo mal que se iban a poner las cosas. Pero bueno, todavía queda lo mejor, como meter la pata hasta el fondo; sólo hay que esperar a próximas entregas.