Hubo una campaña de Piratas! que fue de total improvisación. La jugábamos cuando otra campaña programada para ese día se caía o si estábamos aburridos. Todas las veces se decidía jugar así: venía alguien y me decía «Cubano, juguemos a Piratas!» y yo preguntaba «¿Está Diego?». Si la respuesta era afirmativa, subía a cafetería a por un tercio y aprovechaba esos cinco minutos para pensar una idea básica para la partida. Mucho Salgari he leído como para que en cinco minutos no se me ocurra algo. Luego, todo era cosa de Diego.
Diego era un personaje injugable. Era un tahúr ludópata, codicioso, lujurioso, cobarde y paranoico (estaba convencido de que los ingleses le perseguían para colgarle). También tenía un sentido del peligro sin igual y muchísima, muchísima labia. Su jugador, increíblemente, era capaz de jugarlo todo en todo momento y nos dejó gloriosos momentos para la posteridad. Este es uno de ellos:
Iban los personajes de pasajeros en un barco cuando estalló una violenta tormenta. O iban de pasajeros en el barco, habían sido atacados por piratas y ahora iban de prisioneros. Sea como fuera, el barco estaba escaso de brazos para la que tenían encima. Diego, muchacho voluntarioso como pocos, convenció (por labia del jugador y habilidad del personaje) al capitán del buque de que era un marino experimentado y que tifones más gordos había visto, así que el capitán le mando al contramaestre quien, también convencido, lo mandó al sitio más crítico. De nada sirvieron las súplicas de sus compañeros para que no fuera, la tragedia fue inevitable: alguien se hizo un lío con las velas y los cabos y acabó desplegando la mayor en pleno temporal: palo abajo, hora de coger las chalupas y salir con lo puesto.
Pese a todo, consiguió que pareciera que no había sido cosa suya y, mientras se acercaban a unas rompientes, convenció a los de la chalupa de que le dejasen remar a él también. De esa nadie se libró: la chalupa naufragó, la mitad de los marineros se ahogaron y los personajes jugadores a duras penas lograron llegar a tierra.